El domingo 18 de enero de 2020 una noticia trágica ensombrecía a la sociedad argentina. Un muchacho de dieciocho años que había concurrido a un boliche de la ciudad de Villa Gessell moría demolido a golpes por una patota de rugbiers de Zárate que, tras dejarlo inconsciente en el piso de la vereda adonde los patovicas les habían trasladado, aplicaron puntapiés en su cabeza para terminar la obra macabra iniciada en el interior del local. Sabido es que muchos son los conflictos que concluyen en el afuera lo que inicia adentro. En este caso, lo llamativo fue la saña con que los Varios cargaron sobre un Uno hasta dejarlo muerto. “Caducó” fue la palabra con que Lucas Pertossi avisó a sus cómplices criminales del desenlace mortal de su barbarie. Esa palabra es llamativa. Caducos se les llama a los restos de placenta y otros materiales orgánicos que tras el nacimiento se arrojan sin más. Es un término técnico, académico que demuestra el nivel cultural de quienes acababan de perpetrar un crimen atroz en plena avenida gesselina y frente a las cámaras de varios celulares que registraban los pormenores del crimen. Lo cual atestigua que la presencia de las cámaras no siempre disuade el acto criminal, en el caso de la violencia desenfrenada el punto de vista psicoanalítico señala que, lejos de disuadir, el registro fílmico acentúa la furia homicida, dado que el goce inconsciente en juego es el de la mirada: el despliegue insensato de la omnipotencia ante quien quiera y soporte mirar. Lo que siguió ya se sabe, fotos del grupo de rugbiers homicidas sonrientes tras el hecho brindando todos juntos y la maniobra, vil, perversa y aberrante de acusar a otro joven –un remero- oriundo de Zarate por la comisión del crimen.
Bien. ¿Hasta dónde las particularidades de la práctica del rugby contribuyen a este tipo de crímenes aberrantes? Por lo pronto, un detalle técnico aporta un sesgo ineludible. El hecho de la habilidad para juntarse en cualquier lugar y momento de la cancha con la mayor velocidad posible determina la posesión de la pelota y con ello el recurso indispensable para avanzar, controlar el juego y así ganar el partido. Entonces, no son sólo los cuerpos fornidos lo que está en juego en estos crímenes aberrantes sino la habilidad para actuar en grupo de manera efectiva y terminante. Desde ya, el folklore de este deporte sosiega esta violencia constitutiva del juego con lo que se denomina “el espíritu del rugby”, a saber: un cúmulo de códigos, lealtad, y respeto para con la autoridad del árbitro que supuestamente evitaría estos excesos adentro y afuera de la cancha. De hecho, se suele considerar que el culto a la amistad distingue a los grupos de rugbiers. Toda la cuestión está en el delicado límite que habita entre la sincera y auténtica amistad que admite la diferencia en el seno de los compañeros o las agrupaciones corporativas que entronizan líderes sádicos cuyo brillo personal disimula las nefastas practicas que a veces habitan estos colectivos: bullying, violencia adentro y afuera del boliche, cuando no conductas de lisa y llana violencia de género.
La contingencia ha querido que este año todas estas deleznables conductas hayan quedado expuestas a cielo abierto en el mundo del rugby. El “mirá ese negro de mierda” con que Máximo Thompsen inició la agresión a Fernando Báez Sosa puso en primer plano el desprecio de clase que predomina en la subjetividad del rugby; luego el vergonzoso homenaje con que Los Pumas ofendieron la memoria del máximo deportista argentino de la historia: (el ex villero Diego Armando Maradona), antes de perder por cuarenta con los negros de los All Blacks; y a los pocos días, la revelación de los viejos y ominosos tuits que varios de Los Pumas habían emitido cuando ya algunos de ellos eran representantes internacionales juveniles del rugby argentino : “me voy de este país ( Sudáfrica) lleno de negros”; “le reviso la bombachita a mi empleada y estoy hecho” y otros de igual tono y calibre, todos emitidos en una red social que busca seguidores, evidencia de que a NADIE del entorno de estos chicos que ya vestían la casaca argentina, les llamó la atención semejantes exabruptos atentatorios con las más mínimas normas de convivencia.
Es cierto que en el mundo del rugby hay mucha gente honesta que pone todo su esfuerzo para que el Ideal de un juego leal sea posible adentro y fuera de la cancha. Lo cierto es que un gran malentendido debe existir para que, pese, al gran caudal de buenas intenciones, el rugby continúe protagonizando hechos de barbarie delictiva, tal como ocurrió en Córdoba hace unas semanas atrás cuando varios rugbiers que pretendían ingresar a una fiesta a la que no habían sido invitados desfiguraron a golpes el rostro de un muchacho que los acompañaba hasta la puerta; o hace escasos días cuando dos jugadores adultos de La Plata Rugby Club le rompieron literalmente la cara a un joven a la salida de una fiesta clandestina en la ciudad de Claromecó. En este último caso, el saldo fueron: cuatro dientes rotos; doble fractura del tabique nasal; un corte en la cara y un traumatismo en el ojo.
Nuestra conjetura es que en la comunidad del rugby existe cierta confusión entre lo que debe ser considerada sincera y leal amistad y aquello que bien puede deslizarse hacia agrupamientos o alianzas en los que predominan claves corporativas donde el temor a quedar excluido prima por sobre toda posibilidad de rechazar la propuesta del líder o la decisión de señalar lo inconveniente y nefasto de tal o cual actitud.
Como muestra, basta mencionar que a nivel de clubes la mayoritaria respuesta de la gente del rugby -incluidos los mayores-, consistió en creer defender a su deporte al decir que “el rugby es bueno”; “que el rugby no es racista”; “que el rugby genera amistad”; para decirlo todo: “nosotros no tenemos nada que ver”. En definitiva una posición cuya cerrazón y tozudez poco favor le hacen a un deporte que está necesitando un examen profundo y extendido de sus códigos explícitos, y sobre de aquellos que sin estar tan explícitos, se los naturaliza porque forman parte de una manera de ser que, por no haber sido jamás cuestionada, termina desembocando en los hechos de violencia que, hoy, a un año del cobarde asesinato de un joven, no sólo hay que lamentar sino también recordar, para que la repetición no provoque la ominosa pérdida de otra vida joven
*Psicoanalista. Licenciado en Psicología (UBA); Magíster en Clínica Psicoanalítica (UNSAM); y actual doctorando en la UBA. Profesor Nacional de Educación Física (INEF); Ex jugador de rugby de primera división; ex entrenador de equipos deportivos juveniles de rugby y de hockey.