“Donde hay deseo, la vida intenta abrirse paso; es un motor de impulso, de transformación”, destaca en charla con Las12 la directora Clarisa Navas al referirse a Las mil y una, su segunda -y muy elogiada- película. Un film coming of age que, en registro naturalista, sigue las peripecias de tres jóvenes LGBTQ+ en un barrio de los márgenes correntinos, donde la ternura florece en el contexto más hostil, en la realidad más deprimida.
Con honestidad y compromiso, sin romantizar la pobreza ni abonar al maniqueísmo, Navas relata el romance en ciernes de Iris -una muchacha tímida que ha dejado la escuela, aficionada al básquet, notablemente interpretada por la debutante Sofía Cabrera- con la misteriosa Renata (Ana Carolina García), por la que se siente irresistiblemente atraída. El film además refleja la entrañable camaradería entre la protagonista con dos hermanos, sus mejores amigos: el exuberante Darío (destacable labor de Mauricio Vila) y el sensible Ale (Luis Molina), que lidian con sus propias tribulaciones, desde la masculinidad tóxica del afuera hasta la hipocresía, desde primeras experiencias sexuales marcadas por la violencia hasta el bullying.
“El federalismo en las artes visuales sigue siendo una deuda pendiente en la Argentina”, subraya Navas (Corrientes, 1989), docente de la ENERC y de la Universidad Nacional del Nordeste, que fuera distinguida en numerosos festivales por Hoy partido a las 3, su ópera prima. Las mil y una, que puede verse en Cine.AR, también ha cosechado laureles en Mar del Plata, Valdivia, San Sebastián, Jeonju… Fue, de hecho, el primer largo correntino en participar de la prestigiosa Berlinale el pasado 2020, elegido para inaugurar la sección Panorama. Sobre el complejo entramado que se teje en el film a partir de sobresalientes elecciones formales discurre Clarisa Navas con Las12.
La película narra el flechazo -correspondido- de Iris, la protagonista, con una vecina de Las Mil, barriada en decadencia de la periferia correntina. Trabajás con suma elocuencia los gestos y los silencios…
--Es que la película suscribe a una poética del gesto, donde tantas veces se halla el amor. En especial cuando se es adolescente, y la ternura tiene más que ver con el abrazo que con las retóricas que llegan más tarde, con el correr de los años. La intención era trabajar intensamente las sutilezas, las tensiones, las miradas; ir en contra de la palabra viciada. Como las habladurías contra Renata en el barrio, que ponen en evidencia el decir corrosivo. Iris no consiente esa lógica: pese a lo que le cuentan, elije la experiencia del encuentro, que es lo verdaderamente revelador, lo que vuelve el día a día más luminoso.
Sofía Cabrera hace un trabajo de sorprendente naturalidad en su primer protagónico, a pesar de no tener formación ni experiencia previa ¿Cómo enfocaste la dirección en su caso particular?
--Al principio ella tuvo sus momentos de duda, no estaba segura de contar con las condiciones para interpretar el papel. Pero es una persona de una enorme inteligencia corporal, al ser tan buena jugadora de básquet profesional. Lo cual no significa que cualquier deportista pueda actuar, obviamente, pero sí encuentro que tanto la interpretación como el deporte implican estar realmente presentes, algo que no ocurre con la mayoría de las personas; los hábitos, después de todo, llevan a borrar el cuerpo. Entonces busqué armar desde ese impulso, desde esa disponibilidad: Sofía podía reaccionar, y eso -para mí- es clave. Como directora, me interesa trabajar sobre cómo opera el cuerpo desde la imposibilidad, qué potencias se liberan, recuperar la experiencia corporal extraviada.
Hoy partido a las 3, tu ópera prima, sigue a un equipo femenino de fútbol durante un torneo barrial en Corrientes; mientras en Las mil y una, el básquet ocupa las horas de Iris, cuando no está con Renata o sus amigos. El deporte parece tener un lugar decisivo en tu obra.
--Yo pertenecí a esos espacios: a las canchas barriales de fútbol femenino; también a las del básquet (N. de R.: jugó en primera división de Argentinos Juniors). También fui entrenadora de pibas de distintas edades en una escuelita, donde lo importante no era enseñarles cómo hacer una bandeja sino armar comunidad. Porque son lugares de resistencia únicos, que -en cuanto a experiencia de vida- anteceden a cualquier dimensión teórica feminista. Pero, en términos económicos, es tremendamente difícil para las mujeres, cualquiera sea la disciplina: no te permite sostenerte y, a la vez, te exige una demanda vital que no te deja dedicarte a nada más.
En Las mil y una, prácticamente no aparecen adultos, ¿por qué motivo?
--Aparece la madre de los mejores amigos de Iris, que intenta entender a sus hijos y los defiende a su modo, manteniendo un vínculo amoroso, sin juzgamientos. Pero, es cierto, el papá de Iris es apenas una voz en off, en pos de transmitir esa impresión adolescente de que las paternidades están pero no comprenden, en especial cuando se transitan disidencias sexuales. Entonces sucede algo del orden de la sobrevivencia, como muestra la película: se construyen estos pequeños oasis entre afinidades, se arman alianzas de amigues que sostienen. En Corrientes sigue siendo muy alta la tasa de suicidios de chiques que no son aceptados por sus familias, que son expulsados de sus hogares, sin ninguna institución que los contenga. Es terrible sentir cómo el afuera quiere borrar la diferencia, te obliga a vivir en constante estado de alerta.
La historia transcurre en Las Mil, donde te criaste, que recorrés con la cámara como una geografía excepcional, laberíntica, de callejones, plazas, escaleras ruinosas… Has puesto el acento en no tratarlo como mero set, en ser lo menos invasiva posible durante el rodaje.
--Las Mil fue un proyecto posdictadura que se fue construyendo de a trechos, con la intención de albergar a cierta clase media que estaba concentrada en el centro de la ciudad, cerca de la costanera. Pero desde el vamos el trazado fue muy mezquino, nunca contempló cómo podría ser realmente la vida de las personas, y pronto empezaron los problemas. Por ejemplo, el tener que tirar la garrafa desde un balcón de primer piso, sin ascensor, porque no había modo de bajarla. Si bien a los ojos de Europa, puede verse como una favela, no es así; convive allí una mezcla de clases muy grande. De pronto tenés una casa preciosa frente a un monoblock tomado por la droga. Para mí es muy triste ser testigo del deterioro, que hace patente la desidia estatal, la omisión, el olvido… En lo personal, agradezco haber nacido ahí porque me permitió entender muchas cosas. Por eso creo tanto en películas que partan del margen históricamente silenciado, que cuestionen de una manera decolonial la lógica de construcción de imágenes, de sonidos, las narrativas, que se corran del eje hegemónico. Con Las mil y una, no quería abonar a la espectacularización que todo lo deglute, algo que rige lo ético en mi forma de aproximarme al cine. En sentido amplio: desde cómo mostramos el barrio hasta cómo está representado el lesbianismo o los encuentros sexuales.
El afuera dialoga con un adentro abarrotado, donde nada parece desechable y se convierte en sedimento de distintos momentos de la vida, sean stickers, pilcha, electrodomésticos en desuso…
--Lucas Koziarski, un chico supertalentoso de Oberá, Misiones, que fue alumno mío de la ENERC, estuvo a cargo de la dirección de arte. Él vino varias veces a Las Mil antes del rodaje, y entendió la lógica de los espacios, las muchas capas que van superponiéndose. Porque, a priori, una pensaría que, en lugares acotados, lo razonable sería no abarrotar, pero esta estética de la acumulación responde a cierta idea de mundo, a cierto modo de existencia. Un “mientras tanto” muy marcado, asociado a la precariedad: se guarda tal cosa porque el día de mañana puede servir para algo; se hace la mitad de un piso porque hasta ahí alcanzó la plata.
Se percibe un minucioso trabajo de luces, el juego de penumbras. Pero sin buscar estetizar...
--Quería conservar la forma de alumbrado del barrio que es el que tiene buena parte de Corrientes, en verdad, y tantas otras provincias. Siempre que viajo a Buenos Aires, noto que allí me faltan tonos; está todo tan, tan iluminado. Pienso también el dinero que comporta mantener ese grado de luminosidad para un Estado… Cuando te vas alejando del centro, aparece lo tenue, lo débil… Pero esa oscuridad, que conlleva un peligro, también tiene su contracara: pone a resguardo y posibilita cierto tipo de encuentros. Armin Marchesini Weihmuller hizo un trabajo estupendo, muy complejo, respetando y evocando esa iluminación.
Destacable además la destreza de los planos secuencia con cámara en mano que elegís para contar la historia.
--Se desprende de algo que encontramos en los ensayos: la idea de que el barrio se armara en los tránsitos. Por eso el seguimiento, que la cámara no pueda ver más allá de lo que ven los personajes. También tiene que ver con la intención de no objetualizar el espacio “marginal” en grandes planos generales, como te decía antes. Y con cierta dimensión táctil de las imágenes a partir de entender los movimientos de los cuerpos, sus tensiones en escena.
Llegaste a jugar profesionalmente al básquet, ¿en qué momento te acercás al cine?
--De chica me gustaba escribir cuentos, y a eso de los 13 años, mi hermana y yo tomamos la cámara que había en casa, y con dos amigos empezamos a hacer cortos todos los fines de semana. Pensábamos la historia el viernes -siempre disparatada, con un componente queer-, y el domingo ya teníamos el VHS listo y a las familias reunidas para la función. A mí esa experiencia me sostuvo durante la adolescencia. También el Tropical, que era el videoclub del barrio, donde llegaban títulos muy buenos, y el alquiler era baratísimo. Así conocí el cine de Almodóvar, supe que existían directoras argentinas… Maia, mi hermana, también se volcó a las artes visuales, y hará cosa de una década fundó el Festival Play Videoarte, que una vez al año propone una semana de cine experimental en Corrientes, a partir de una búsqueda diferente, corrida de la lógica de mercado.