En nuestros días, vivimos atravesados por una sobreabundancia de códigos y lenguajes que –en muchas ocasiones– apenas llegamos a comprender. Al mismo tiempo, las maquinarias del Big Data operan sobre nuestra cotidianeidad y, por medio de la aplicación de las matemáticas, infieren probabilidades e inducen comportamientos. Eso da lugar a una tendencia a la discretización, automatización e indización de todo. ¿Cuál es el lugar del arte ante este estado de cosas? ¿Qué diálogos establecen los artistas con las posibilidades que el medio digital habilita? ¿Existen márgenes de inaccesibilidad, de inatrapabilidad, en un entramado en que todo tiende a volverse –eventualmente– referenciable?

En el capítulo XXIX del Libro Noveno de los Comentarios reales, el Inca Garcilaso de la Vega refiere un episodio, un “cuento gracioso”, donde puede observarse –según su lectura– “la simplicidad que los indios en la antigüedad tenían”. Un capataz español envía, por intermedio de dos nativos, diez melones a su amo. Los acompaña con una anotación donde especifica la cantidad de frutas, según acostumbraban en la época, y les advierte “no comáis ningún melón de estos, porque si lo coméis lo ha de decir esta carta”. El melón es una fruta desconocida para ellos –la traen los españoles, entre otras tantas que también comienzan a abundar monstruosamente. “¿No sabríamos a qué sabe esta fruta de la tierra de nuestro amo?”, se preguntan, en esos tiempos felices del lenguaje –así los llama Roland Barthes– en que el saber y el sabor comparten raíz. Deciden, entonces, esconder esa carta detrás de un paredón, para que no los vea comerse los melones y no pueda –por lo tanto– saber ni decir nada. Pero cuando llegan a destino con ocho melones, la carta habla y los delata. La carta dice que faltan dos. Hay letras, un lenguaje que funciona más allá de ellos, pero muy cerca y a pesar de ellos, aunque no lo comprendan y no sepan leerlo. Por eso a los españoles les atribuyen maravillas y poderes mágicos, y los consideran dioses: porque conocen sus secretos.

También en nuestro tiempo funcionan y sobreabundan códigos y lenguajes que nos pasan –quizás– tan desapercibidos como las anotaciones a los nativos en la carta que refiere el Inca. En su ensayo “Lógica sensible: observaciones sobre el acto de programar”, Leonardo Solaas –uno de los artistas cuya producción digital me interesa analizar– reflexiona sobre las nuevas formas de poder que ocasiona la brecha digital, así como los nuevos tipos de analfabetismo. Solaas considera a los lenguajes de programación códigos intermedios, soluciones de compromiso entre el humano y la máquina. Quienes no consiguen entender esos lenguajes son los excluidos del nuevo régimen. Por supuesto, se trata de un régimen sustentado por toda una industria del diseño de interfaces que intenta volver accesibles las maquinarias y sistemas con las que tratamos cada día, por medio de la simplificación de su complejidad inherente. El efecto secundario –afirma Solaas– es que las máquinas se vuelven cajas negras, “objetos mágicos con una lógica interna impenetrable y misteriosa”.

En la época de la conquista, los españoles tuvieron el poder. No solo las armas, sino también el dominio sobre los signos y las tecnologías lingüísticas. Entre los incas, por ejemplo, faltaba la escritura. Esto no implicaba ninguna inferioridad en el plano simbólico, pero sí una mayor eficacia de los conquistadores a la hora de invadir y hacer colapsar las culturas aborígenes: siempre con ayuda de los signos, por su capacidad de permanencia y rigidez –en oposición a la palabra hablada, variable e insegura. Pero sobre todo por la capacidad de los signos de consolidar un orden, de expresarlo en un nivel cultural, y de invadir el espacio simbólico propio de las comunidades indígenas, dejándolas sin mucho qué hacer ni qué decir. El lenguaje de los conquistadores no solo servía a un poder, sino que lo constituía.

De una caja negra sabemos qué hace, pero no cómo lo hace. Todos estamos al tanto de lo que ocurre en las plataformas que internet generosamente deja a nuestro alcance, pero el lenguaje del ciberespacio es críptico para la mayoría. Si, en ocasiones, da la sensación de que internet está hablando de y por nosotros, es porque no conocemos sus códigos. Estamos rodeados y atravesados por lenguajes que nos observan como las palabras detrás del paredón del episodio del Inca. Cuando la carta delata el robo de los melones, hay un lenguaje escrito desconocido para esos nativos. Aquí se trata de códigos, lenguajes artificiales creados con finalidades específicas. Son nuestros signos: es nuestro lenguaje, pero corre a otra velocidad.

Quinientos años después del episodio que refiere el Inca, Kenneth Goldsmith en Escritura no-creativa recuerda un episodio de Rabelais: en un invierno muy frío, las palabras de los combatientes de una batalla se congelan y no logran llegar a sus rivales. Con la primavera, los sonidos se descongelan, pero llegan distorsionados y de otro tiempo: producen –entonces– un caos sonoro. Se sugiere que, conservadas en paja y en aceite, las palabras podrían preservarse para un uso futuro.

No precisamente en paja y en aceite, pero sí, por ejemplo, en los archivos de texto de los servidores de Google –a partir de su proyecto de digitalización de libros– se almacenan flujos inacabables de materia textual. No solo palabras: si extendemos la mirada, podemos observar que en diversos Data Centers se conservan todo tipo de informaciones. Desde la localización de una persona hasta el comportamiento del oleaje en una ciudad costera, eventualmente todo aquello que deje algún rastro puede ser archivado y datificado. [...]

El Big Data o ciencia de datos masivos consiste en la aplicación de las matemáticas a enormes cantidades de datos para inferir probabilidades –por ejemplo, la probabilidad de que un correo electrónico sea spam– e inducir comportamientos. Funciona en virtud de una dimensión cuantitativa: cantidades de datos imposibles de ser procesados por un ser humano son trabajadas a gran escala por aplicaciones informáticas especializadas, que buscan patrones de repetición y generan nuevas percepciones, al tiempo que crean nuevas formas de valor. A partir de allí, los datos hablan por sí mismos. [...] Además, esos datos pueden conservarse para usos futuros. Dice Viktor Schönberger en Big Data. La revolución de los datos masivos: los datos ya no se contemplan como algo estático o rancio, cuya utilidad desaparece en cuanto se alcanza el objetivo por el que habían sido recopilados, “los datos pueden revelar secretos a quienes tengan la humildad, el deseo y las herramientas para escucharlos”.

* Docente e investigadora marplatense. Fragmento inicial del texto que obtuvo el primer premio del Concurso de ensayos críticos de arte argentino y latinoamericano, organizado por la Asociación Argentina de Críticos de Arte (AACA) y publicado por la Fundación Proa en formato digital. Los restantes textos incluidos corresponden a Patricio Orellana (primera mención), Leandro Martínez Depietri (segunda mención), Clarisa Appendino, Paola Cortés Rocca, Raquel Minetti (y otros), María Lucía Molina y Silvina Noemí Suárez. El jurado de selección estuvo integrado por Rodrigo Alonso, Adriana Lauría y María Cristina Rossi. El jurado de premiación, por Luis Camnitzer, Fabián Lebenglik y Nancy Rojas. El libro se puede bajar gratuitamente desde los sitios web de la AACA y Proa.