“Una larga fila de simios y gorilas marcha al trote hacia los comicios del 30 de octubre. Los bendice la oligarquía, pero los vamos a derrotar. El FIP y el justicialismo, sin duda alguna”. La generación de la apertura democrática empezó a tener idea de quién era y había sido ese hombre a partir de los spots de campaña del 83. Duro, tajante y combativo, el rostro austero, elegante, inteligente hasta la médula al primer vistazo. Colorado. Pelirrojo. El Colorado Ramos. Quizás, poseedor de esa lucidez que, si no mata, hiere. La generación anterior lo recordaría seguramente porque su marca de fábrica, el Frente de Izquierda Popular, había obtenido en las elecciones de septiembre de 1973 casi un millón de votos con la fórmula Perón- Perón por fuera del Frejuli. Para algunos, una picardía extraordinaria; para otros, el premio al partido que siempre había podido (y querido) comprender mejor el fenómeno del peronismo desde la izquierda argentina. En todo caso, debates y chicanas que hoy suenan casi risueñas y que ya no tienen mayor sentido, pero siguen alimentando el fuego de la polémica en el que se bautizó una y mil veces Jorge Abelardo Ramos. Había nacido en el barrio de Flores el 23 de enero de 1921. Murió en octubre de 1994. Cien años de una figura que como intelectual y escritor no deja de crecer.
OBREROS Y ESTUDIANTES
La creación del FIP en 1971 fue la culminación de toda una trayectoria militante que arrancó casi en la adolescencia de Jorge, en el Colegio Nacional de Buenos Aires, con las lecturas de Rafael Barrett y León Trotsky y el acercamiento a Liborio Justo (hijo marxista y rebelde del presidente Agustín P. Justo) y la formación del GOR, Grupo Obrero Revolucionario. Otro hito anterior al FIP fue el Partido Socialista de la Izquierda Nacional, fundado junto a Jorge Eneas Spilimbergo, Blas Alberti, y otras figuras incorporadas posteriormente como Ernesto Laclau y Adriana Puigross. De una librería a una imprenta, entre partido y partido, reunión y reunión, asamblea y asamblea, Ramos fue periodista, librero (su librería Mar Dulce fue un centro aglutinante y punto de referencia de lo que terminaría cuajando bajo el rótulo de “izquierda nacional”), dirigente político y militante, embajador en México en los 90 y autor de una importante cantidad de libros. El juvenil tomo Crisis y resurrección de la literatura argentina lo consagró como un temible polemista que no lograba disimular la avidez y heterogeneidad de sus lecturas (su antiimperialismo no le impidió declarar su admiración por autores como Walter Scott, Robert Cunninghame Graham o John Galsworthy), pero solía ser impiadoso con aquellos a quienes consideraba miembros o “personeros” de la elite oligárquica de la semicolonia. Con Borges y Victoria Ocampo, por ejemplo. O, mejor dicho: la admiración hacia lo que podían escribir no lo confundía, en sus propios términos, respecto del rol o “función” ideológica cumplidas por esos autores en el entramado cultural. A pesar de no haber pasado por las filas de Contorno, pronto comprendió que la bestia negra era la revista Sur. Quien osara pertenecer, aunque sea fugazmente, a sus filas, tarde o temprano terminaría fulminado por el rayo colorado de Jorge Abelardo Ramos.
EL COMBATE EN LA TRAGEDIA
Indudablemente fueron los cinco tomos de Revolución y contrarrevolución en la Argentina, aparecidos a partir de 1957, los que lo situaron en el plano de máximo interés en el cruce siempre candente de literatura, Historia y política. Ahí, el poder de capturar un siglo en una metáfora o toda una perspectiva histórica en una frase brillante (“La Argentina es un país donde las estatuas despiertan sospechas antes que respeto”) alcanzó algo parecido a una culminación.
Algunos señalan que el primer tomo de la serie, Las masas y las lanzas, está entre las obras ensayísticas más notables de la Argentina. Y uno está tentado de agregar: de las más deslumbrantes, sin duda. Si se le puede atribuir a escritores intelectuales como Rodolfo Ortega Peña, Rodolfo Puigróss, José Pablo Feinmann o inclusive en un plano de ficción histórica, Andrés Rivera, una integral lectura de la historia, en el caso de Ramos se le puede atribuir una lectura más una escritura de la historia: una visión mordaz y desenfadada que, si bien a veces puede atentar contra la ductilidad de esa lectura, no deja de envolverla y potenciarla desde el pasado hacia el presente y proyectada al futuro. Mirada política y estilo combatiente (“mordacidad y tragedia, ambos componentes del estilo de Ramos, dos estilos que se entrelazan y vivifican a lo largo de toda la historia del marxismo, de donde los toma”, señaló Horacio González) son inseparables en la prosa y la praxis de Jorge Abelardo Ramos.
En Revolución y contrarrevolución en la Argentina se condensan, además, las ideas fuerza que Ramos fue desenvolviendo a lo largo de su vida intelectual, a modo de convicciones que aunque no lo parezca a primera vista, lo alejaban de una visión dogmática. Sería un error, acaso, catalogarlo únicamente como un “historiador revisionista”. En sus ideas fuerza late siempre una visión, una perspectiva que lo terminaron por convencer –convicción que está casi en el punto de partida- de que la Argentina es un país a medio hacer, una tarea inconclusa, como un derrotero en el tiempo que nacido de un error, de una indeterminación, nos arroja a los brazos del futuro quiérase o no, no nos condena a la gloria pero tampoco a la derrota. Nos condena eso sí, al porvenir. No nos congela en el deleite de un pasado glorioso al que habría que volver, no nos ancla en un mero pragmatismo del presente. Una verdad suave, alejadísima de cualquier ortodoxia, destino manifiesto o ficción reparadora: “Somos un país porque no pudimos integrar una Nación. Y fuimos argentinos porque fracasamos en ser americanos. Aquí se encierra todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá”, puede leerse en los primeros tramos de Revolución y contrarrevolución en la Argentina.
De esas ideas-fuerza, categorías y principios que rápidamente ponía a funcionar en un escrito o en una polémica, queremos destacar aquí dos en particular. La primera es aquello de la Argentina y en general de los países de América Latina como “semicolonia”. Detrás de esta idea-fuerza no hay una negación de la soberanía formal de los países y menos que menos un insulto despectivo; detrás de la caracterización de Argentina como semicolonia anida precisamente el carácter inconcluso que recién señalamos, un ser semi, un ni-ni. En palabras de Ramos, se lo podría enunciar como una hipótesis de trabajo: “La pasión que tiñe nuestras polémicas históricas se deriva del carácter inconcluso de nuestra revolución democrática y del predominio ideológico que ejerce aún la vieja ologarquía”.
La segunda idea-fuerza lleva el nombre de “la colonización pedagógica”. Y es notable que se refiere a una situación más compleja todavía de lo que sucede en una colonia pura y dura. En una colonia, la rotunda presencia y dominación de la potencia extranjera no pone obstáculos al desarrollo de una conciencia nacional, casi se diría, la propicia. En cambio, en las semicolonias, los velos y artificios de las ideologías y la cultura entran a jugar un juego aparte.
“En los países tributarios los problemas de la cultura revisten una importancia especial”, dejó escrito en Crisis y resurrección de la literatura argentina. “Si en la colonia de Kenya la policía reemplaza a Eliot, en la tradicional semicolonia de la Argentina, Eliot suplanta a la policía colonial. ¿Se trata de un plan elaborado? No. El imperialismo no es un edificio, un comando en jefe o una sección de planificación. Es una relación entre cosas. El influjo del imperium nace de su propio poder mundial y de la educación del gusto por lo ajeno (que es lo prestigioso semisagrado) de los grupos privilegiados en las colonias y de ciertas clases medias sometidas a la hipnosis del patrón cultural hegemónico. Pero en las semicolonias, que gozan de un status político independiente decorado por la ficción jurídica aquella colonización pedagógica se revela esencial”.
El entramado de estas hipótesis desplegadas a partir de convicciones de las que ya no se apartaría, permite orientarnos en la lectura de todos los libros y artículos de Jorge Abelardo Ramos. A quien considere que estas ideas- fuerza solo generan la polarización típica del revisionismo, es decir, un camino de antinomia que finalmente se revela estéril por poner a B donde antes estaba A, podría recordársele que los estudios culturalistas y orientalistas, en particular los enfoques de Edward Said, no distan mucho de lo que citamos respecto de imperium y cultura. Said lo ha expuesto con un lenguaje menos áspero, menos elocuente.
En el fondo nada era tan blanco y negro en el Colorado Ramos, más allá de que desde muy joven lo obsesionara el fantasma de la neutralidad o el gris, algo que quizás la figura de Perón, con quien llegó a desarrollar una relación y un nivel de diálogo más que aceptable, lo haya impulsado a indagar en la posibilidad de una síntesis a tantas fatigas y combates humanos. Lo cierto es que su retórica y su discursividad, la “mordacidad combatiente”, no lo llevaban a buscar naturalmente la síntesis o el punto de encuentro. Pero no se trataba de una búsqueda dogmática de la verdad sino de ese trasfondo de tragedia compartida por quienes vivimos bajo un mismo suelo, en una misma tierra signada por la indeterminación y la no conclusión. Siempre el país de barro, a medio hacer.
De todas las polémicas en las que participó, hay una en la que muestra un sentido de humanidad que expuso en una elección crucial: entre el intelectual que tiene la posición justa y el militante equivocado pero valiente, elegirá a este último.
En la polémica que sostuvo con Ernesto Sabato en sucesivas entregas de la revista Política en 1961, en el momento de la réplica final, antes de desplegar sus nuevos y últimos mandobles, Ramos hace una increíble puntualización dirigida a aquellos que le achacaban “una debilidad” por Sabato, quien no merecería tanta dedicación por parte de los revolucionarios puros ya que se trataba de un simple escriba de la oligarquía, uno más.
Ramos contesta con vehemencia y, de paso, revela una pequeña joya de su biografía.
“Hace veinte años, en noviembre de 1941, participé con Sabato en una reunión en Punta Lara cerca de La Plata. Éramos unos veinte o treinta estudiantes y obreros. Se trataba de organizar un partido revolucionario, ese partido ideal, intransigente e inquebrantable que templó las aspiraciones de nuestra adolescencia y que hoy todavía constituye el objetivo central de nuestra lucha. Al fundarse el pequeño partido, el eje de su acción pública fue su oposición a la guerra imperialista y a la participación argentina en ella. Sabato estuvo presente, era uno de aquellos veinte o treinta hombres jóvenes que bajo la bandera marxista se levantaron en medio de la indiferencia general. Cuando todos los intelectuales de ‘izquierda’ socialistas, comunistas y hasta extrotskistas estaban a favor de los Tres Grandes, ese núcleo aguerrido salvó el honor del pensamiento revolucionario en la Argentina. Y ahora yo quisiera saber dónde estaban muchos de los críticos más mordaces de Sabato, cuando Sabato estaba contra la guerra. Yo quisiera saberlo. Esa es una de las razones de ‘mi debilidad’ por Sabato”.
Cincuenta, sesenta, cien años después, cualquiera está en todo su derecho de pensar que tanto fuego y hasta sus cenizas han caducado. Creemos que no, que vale la pena seguir ejercitando una cierta actitud revisionista sin perder ni el espíritu crítico ni el sentido del humor –dos banderas que Ramos nos legó-, pero si aún esto fuera en vano, si ni fuego ni cenizas quedan, nadie podrá quitarle a Jorge Abelardo Ramos el hecho de haber inventado un estilo de hombre político, de intelectual público y de escritor únicos, en una semicolonia que alguna vez se llamó Argentina. Y que todavía se debate entre la mordacidad y la tragedia.