El bufón ha llegado al poder. El personaje que antes se dedicaba a celebrar al monarca, un cortesano que amparado por la armadura de la risa podía burlarse y criticarlo, hoy ocupa su lugar. La política deviene en poema malogrado, en parlamentos de una explicitación descarada. Ya no hay nada que ocultar ,dice Ricardo III en los comienzos del siglo XXI. Él es el dueño de las empresas, el fabricante de la explotación que ahora no solo ocurre en las celdas de las fábricas sino en la inmaterialidad del deseo. Está en todas partes y a la vez es un pobre hombre.
El año de Ricardo es una obra de teatro que opera hacia el interior de la tragedia isabelina para apropiarse de un personaje y convertirlo en una totalidad. Lo que en el texto shakesperiano necesitaba de batallas, complots y estrategias, en la dramaturgia de Angélica Liddell se comprime en un parlamento enorme donde Ricardo III, en su versión cómica del fantoche resentido, causa un temor imposible de manejar. Horacio Marassi es el actor indicado para encarnar esta forma de la palabra desbocada. En ese modo de hablar sin pudores, con el odio convertido en letra política, con la ideología desplazada y rota, el Mal se transforma en una fuerza difícil de contrarrestar.
Liddell escribió este texto (que hoy leemos como una anticipación de la llegada de Donald Trump al poder) en el año 2006. La autora española no plantea una hipótesis de representación, ofrece un cuerpo poético que deja a su personaje en el páramo del papel. Mariano Stolkiner presenta una puesta en escena que parece inspirada en la filmografía de David Lynch. En esa atmósfera onírica Catesby, el partener de Ricardo a cargo de Alejandro Vizzotti que oficia como maestro de ceremonias, un ser que podría actuar en el registro del pasado frente a ese presente que reproduce Ricardo, viste el disfraz de un oso enorme, suerte de peluche, anzuelo para lxs niñxs. Ricardo no quiere que nazcan más niñxs, disfruta matándolxs, le encanta violar niñas y después asesinarlas, especialmente si son asiáticas.
Si Liddell sale del realismo para abordar una proximidad cada vez más palpable, que se reconoce en un discurso donde la idea de democracia se destruye, la elección de Stolkiner desde la dirección dialoga con el texto para ir hacia otras manifestaciones de lo fantástico. La realidad se impone más por los conceptos que por la literalidad de la escena. Las imágenes filmadas donde Ricardo habla desde una pileta vacía, en exteriores apacibles pero siempre con un sesgo anómalo, dan cuenta de esa estética alucinada en la que estamos atrapadxs como espectadorxs. No hay un límite claro entre lo que parece una ficción política y lo que surge como verdad. Las interrupciones que realiza el personaje de Magdalena Huberman, una cantante luminosa que podría remitir al cabaret berlinés pero en una variante más contemporánea y juvenil, hablan de ese mundo que a Ricardo le atrae pero que también quiere eliminar. El de la belleza de las nuevas generaciones donde la algarabía del show es el único refugio que queda frente a las matanzas que ocurren en el relato de Ricardo.
El cuerpo tiene una importancia suprema en la dramaturgia de Liddell. La causa de los desastres políticos tienen su origen en el estómago en llamas de Ricardo, en una idea expresionista de la deformidad que remite a la vileza.
Marassi es el gran histrión en esta travesía, el hombre que comprende que la actuación ha sido tragada por la política y que actuar para Ricardo es ir hacia la audiencia para burlarse de ella. El esquema se ha invertido. Ahora lxs bufonxs somos nosotrxs.
El año de Ricardo se presenta los jueves y sábados a las 20:30 en el teatro El Extranjero.