A papá le hablaba de las ocurrencias de Aira; a Aira le contaba anécdotas de papá. Fue en un tiempo que duró casi diez años. A cada uno lo divertía con las extravagancias del otro. Yo disfrutaba, por partida doble, de la condición de epígono, «un ser que se genera sólo a partir de otros y nunca reniega de esta dependencia, vive en continua y feliz epigénesis» (Giorgio Agamben).

Los presenté el 20 de octubre de 2001, en General Villegas, durante unas jornadas de homenaje a Manuel Puig. Aprovechamos una pausa entre dos paneles para ir a conversar a un café. Papá tomó la palabra enseguida y no la abandonó casi hasta el final. Ni César ni yo se la disputamos. La historia que tenía para contar era generosa en episodios sorprendentes. Había asistido a un seminario de liderazgo, en un hotel de Tucumán, la semana anterior. Ni él mismo entendía por qué había terminado en ese lugar. Si el narrador cuenta con recursos, las memorias de un despiste en clave autoirónica siempre resultan un guión eficaz. La fortuna nos jugó una buena pasada: tres días después de ese encuentro, papá sufrió un derrame cerebral que lo dejó afásico. Nunca más estuvo en condiciones de contar una historia.

De regreso a las jornadas, César quiso sacarnos una foto. Es la última que tengo con papá en la que él se sostiene sobre sus pies.

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Una carta de Guillermo Saccomanno: «Durante la lectura de tus diarios, un relampagueo de la memoria: me acordé de otra coincidencia: también estuve en Villegas en ese homenaje a Puig. Y creo que allí te vi con tu padre. Creo recordar ahora que me emocionó que tu padre te acompañara. No me acuerdo si hablamos o no, igual ahora lo estamos haciendo». El viaje a Villegas, en octubre de 2001, fue el último que hicimos juntos con papá estando él sano (hacia fines de 2002, hubo un traslado en ambulancia desde Córdoba a Rosario, durante la noche, pero esa es otra historia). Lo conté varias veces: me acompañó para conocer mi mundo y para volver al de su temprana juventud (había manejado un colectivo que hacía el trayecto Rufino-Villegas, ida y vuelta, cuando salió del servicio militar). Lo que Saccomanno no recuerda, y mi memoria de crítico académico atesora, es que durante una pausa entre dos conferencias él pasó a mi lado y se detuvo un instante para decir «Me gustó tu libro». Lo dijo de sopetón, sin mediar presentaciones y sin detener la marcha, con un tono más bien seco. Lo atribuí a la timidez. Recuerdo que me sorprendió, porque no imaginaba que un escritor sin compromisos universitarios pudiese interesarse en mi libro, y menos que llegara a gustarle. Aunque me esforcé para que tuviese un tono y una forma con reminiscencias ensayísticas, Manuel Puig, la conversación infinita es la edición de lo que fue una tesis de doctorado y conserva las arideces propias del género (exceso de referencias bibliográficas, abuso de la retórica explicativa). Digo que atesoré el recuerdo de ese encuentro fugaz e inesperado con Saccomanno, porque si bien es cierto que los críticos académicos escribimos fundamentalmente pensando en nuestros pares, cuando no renunciamos a la fantasía de dialogar con la literatura, le atribuimos al juicio de los escritores un valor superior: tendemos a tomar el interés o los elogios de un narrador sobre lo que hacemos como una prueba de que hubo efectivamente un diálogo, de que nosotros también, en algún sentido, somos escritores. Mi formación teórica me advierte sobre los equívocos que entraña esa creencia, pero el corazón de un crítico académico tiene razones que la razón teórica ignora.

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De camino a la librería de Ángeles y Marcelo, en busca de un tesoro para Judith, paso por el geriátrico en el que papá vivió los últimos seis años. No exagero, aunque confiese mi parcialidad, si digo que El Lugar —bautizada así en homenaje a la novela de Levrero— es la más sorprendente librería de viejos que jamás haya existido en Rosario, al menos para los aficionados a la literatura y las humanidades. Visitarla es como revisar la biblioteca personal de un colega mejor informado y más curioso que uno. ¿En qué otro lugar hubiese podido conseguir un ejemplar de Hapening’s, la compilación de Oscar Masotta que la investigación de Judith sobre la crítica en los años 60 venía reclamando imperiosamente? De camino a El Lugar, derecho por 9 de Julio, paso por el último domicilio de papá (el primero y único en Rosario), justo un día después del día del padre. Se llama «Casa Club», hay nombres peores (el de Argüello, en las afueras de Córdoba, se llamaba «Vida plena»). Que el derrame lo hubiese dejado afásico —justo a él, que solía oficiar de orador excluyente— fue la ocasión de infinitas contrariedades, también de poder imaginar conversaciones que, sin faltar a las reglas de la verosimilitud, servían para ponernos de acuerdo sobre temas improbables (el recurso a la prosopopeya, tratándose de los padres, es un ejercicio de invención limitada: no alcanza con que ya no puedan responder para que les hagamos decir cualquier cosa). En una de esas conversaciones imaginarias, papá me dijo que entendía, que era justo que hubiese terminado en un geriátrico, habiéndose sustraído durante décadas de la vida familiar, ya que le tocaba extinguirse en Rosario, y no en Unquillo o Garmendia, como hubiese esperado. Lo único que me pedía es que lo siguiera sacando a pasear —¡la ciudad, los cafés!—, hasta destartalar la silla de ruedas, y que siempre trajese música. Después, para animarnos, coincidimos en que la proximidad de algunas enfermeras mitigaba, a veces, la sensación de abandono.

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La vez que, para sacármelo de encima, le ofrecí el discman con un cd de El Arranque que él nunca había escuchado. Estábamos en General Villegas, en unas jornadas de homenaje a Puig. Intervenía en las conversaciones y busqué una manera subrepticia de apartarlo. Como los padres viven en mundos paralelos, no advirtió, o no le importó, la astucia del hijo. Se alejó del grupo para poder escuchar. Enseguida lo capturó el sonido de la orquesta, la filiación con la escuela decareana. Pero lo que más lo entusiasmó fue la versión de «Mariposita» que canta Ariel Ardit (también Emilia, a sus dos años, advirtió que es extraordinaria). Cuando nos despedimos el lunes, en Rosario, me pidió el cd para llevárselo a Córdoba, como si no pudiese dejar de escucharlo ni siquiera un día. El miércoles tuvo el accidente. Nunca supe cuál fue el destino del único disco de tango que le regalé. La tarde en que visitamos la casa de su mujer, en Unquillo, unos meses después del accidente, lo busqué para robarlo pero no apareció.

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Después de la visita a la librería Oliva, en Corrientes y Santa Fe, tomé el colectivo que va hasta el Aeropuerto, es el que me deja más cerca. Alcancé a sentarme en el último asiento que quedaba libre. En Presidente Roca subió un grupo de unos diez adolescentes, camino a alguna pileta suburbana. En Oroño, otros tantos. El ómnibus se llenó pero sin alcanzar su punto de hacinamiento. Cerca de la Facultad de Medicina se desocupó el asiento pegado al mío. Quedó vacío hasta después de cruzar Avellaneda. Para mi sorpresa, ninguno de los chicos se precipitó a ocuparlo. El que finalmente lo hizo habrá tenido que vencer la resistencia que inmovilizó a los demás. Supongo que sentarse junto a un hombre mayor les provocaba algún tipo de incomodidad o de rechazo. La situación me recordó una de las últimas anécdotas de papá. Se la escuché contar tres veces, unos días antes del derrame que lo dejó afásico.

Había sucedido en Tucumán. Papá estaba solo en el campo, y un miércoles pasó alguien a visitarlo, un muchacho (desatendí las precisiones, no sabía que iba a ser la última anécdota). Le dejó un folleto con la publicidad de un seminario de liderazgo que se hacía durante el fin de semana en un hotel del centro. Cómo estaría de solo y desorientado papá, que el sábado asistió a la primera reunión. Que el resto de los participantes fuesen jóvenes, muchachos y chicas de alrededor de treinta años, no lo disuadió. Acaso fue un estímulo, la ocasión de fantasear con algún tipo de magisterio espiritual (como todos los varones dotados con destrezas retóricas, papá tendía a confundir elocuencia con sabiduría). Las anécdotas tenían que ver con los distintos ejercicios que les hizo hacer el instructor. Cada uno dejó un recuerdo gracioso, porque papá se había tomado las cosas muy en serio. La que recordé en el colectivo correspondía al primer ejercicio. Los asistentes se distribuyeron en dos grupos, cada uno en un extremo del salón. En fila india, los dos grupos tenían que caminar despacio y simultáneamente hacia el extremo opuesto. Cada vez que el miembro de una fila se cruzaba con uno de la otra, los dos al mismo tiempo tenían que decirse «Confío» o «Desconfío», según la impresión causada por los respectivos rostros. «Cuando íbamos por la mitad del ejercicio, yo ya había cosechado cuatro “desconfío”». Lo más gracioso era que papá usase «cosechar» por «recibir», como si de alguna forma se hiciese cargo de la impresión que había causado. (Los jóvenes pensarían: «¿Quién es este viejo, qué hace acá?»). Las tres veces que escuché la anécdota me reí con el remate, sin dejar de resentirme, con orgullo infantil, por lo que me parecía a todas luces una injusticia: papá era una persona confiable y eso, a mis ojos, se transparentaba en su rostro.

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A mi hija, que desde hace un tiempo, día por medio, me pregunta si lloré cuando nació —porque sabe que no y entonces cree que tiene algo que reprocharme—, le digo que hoy sí lloré pensando en ella, en lo rápido que pasó el tiempo, en que parece increíble que ya esté por cumplir quince años; le digo que hoy sí lloré cuando tuve que pagar el adelanto de la fiesta. Le hace gracia. Por eso insiste: «¿En serio no lloraste cuando nací?». «No, pero lloré hoy...». Y así, como diría ella, hasta que lo quememos.

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Una de las ocurrencias felices de Barthes, talentoso inventor de conceptos, es su teoría del punctum como acontecimiento sutil que desdobla la composición de las imágenes fotográficas. En algunas fotos hay detalles casuales que capturan la mirada y la absorben hacia la exterioridad de un vértigo sereno, el de la coexistencia de sentimientos antagónicos: júbilo, por el hallazgo circunstancial de una presencia conmovedora, y desasosiego, porque lo que aparece y cautiva testimonia la condición irrepetible, irrecuperable, de lo que pasó.

En la foto que capturó la reunión, trivial aunque extraordinaria, de las tres generaciones de Giordanos a fines de 2000, Emilia debe tener alrededor de cuatro meses; papá, setenta y cinco años, y yo, cuarenta y uno. Un típico encuentro familiar en el mes de las fiestas. Lo extraordinario —hay solo otra foto semejante, sacada nueve meses después— tiene que ver con las circunstancias: papá no vivía en Rosario y en menos de un año se iba a convertir en casi un despojo de sí mismo (no sé si hay fotos suyas con Emilia durante los siete años que estuvo en silla de ruedas, sin poder hablar; yo no les tomé ninguna). Esta foto es, entonces, un documento valioso por distintas razones sentimentales (el tiempo en que mi papá casi no tenía canas, dirá Emilia; el tiempo en que había que sostenerla, diré yo). Pero hay un detalle casual —podría no estar y la foto mantendría su valor— que tiene la fuerza de un flechazo (amor a primera y última vista): la simetría entre la mano derecha de papá acariciando el pie izquierdo de Emilia, y la manito derecha de Emilia agarrando el brazo izquierdo de papá (el que iba a quedar inmovilizado), todavía fuerte, con un vigor que desmentía los setenta y cinco años. La intimidad entre esos cuerpos, casual e irrepetible, salta a los ojos, absorbe la mirada y la proyecta hacia un afuera del tiempo en el que padres e hijos quedamos, para siempre, a salvo de cualquier malentendido.

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En su soberana condición de adolescente, a Emilia le importa más bien poco lo que escribo, incluidos los volúmenes de mis diarios. Cuando posteo algo en lo que aparece nombrada, se interesa por un momento, y enseguida sigue con lo suyo. A veces se queja de que le hago decir en la escritura algo que ella no dijo de la misma manera en la realidad. Entonces le explico, porque sé que la divierte pescar indirectas, que incluso los escritores que manejamos personajes vulgares tenemos que hacerlos aparecer con cierta elegancia. De verdad espero que, dentro de treinta o cuarenta años, cuando le toque pasar a ella por el trance de conmemorar al padre muerto, mis diarios le sirvan para aligerar el trámite.

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Si de algo sabía poco papá, aunque el tema lo apasionaba y podía tratarlo con la elocuencia del que se cree experimentado, era del alma femenina. Ningún varón sabe demasiado, pero papá estaba entre los que también desconocen su ignorancia. Sus razonamientos sobre el tema respondían por lo general a un ordenamiento paradigmático, a la complementariedad entre dos figuras femeninas antagónicas representadas, en la vida real, por su mujer, Marta, y por mamá. El paradigma extremaba la diferencia entre lo deseable y lo adecuado, a fuerza de simplificación y desconocimiento.

Las veces en que hablaba de Judith conmigo, parecía que papá no la identificaba con ninguna de las dos simplificaciones paradigmáticas, que podía considerar la existencia de pliegues espirituales menos estereotipados. Tal vez la imaginase como una síntesis superadora de la antítesis fundamental (o tal vez yo esté mezclando la imaginación de papá con la mía, en plan freudiano de ir más allá de él, sirviéndome de él). «La joyita», así llamaba papá a Judith cuando conversaba conmigo. El tono, que todavía puedo escuchar con nitidez en los recuerdos («¿Cómo anda la joyita?»), mezclaba cariñosamente ironía y celebración. A papá le gustaba repetir que Judith era una mujer inteligente... porque me había sabido esperar mientras fuimos amantes. Que durante la supuesta espera ella se hubiese casado con otro lo atribuiría tal vez a la necesidad de distraerse para hacer que el tiempo pase. La misoginia por sustracción alimentaba también otra certidumbre: cuando las mujeres eligen a un hombre —sentenciaba papá—, eligen sobre todo a un padre para sus hijos. Judith, como inteligente que era, había elegido bien.

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Un domingo a la noche, septiembre u octubre de 1992, recibí una llamada telefónica de Aira. Quería saber si yo aceptaba convertirme en protagonista de una novela escrita por él. «Un folletín rocambolesco», fue lo único que anticipó. Acepté entusiasmado. Enseguida pensé en papá, en su sorpresa cuando la novela se editara y yo se la mostrase (como si hubiese algún mérito en haber despertado ese tipo de interés en un escritor admirado).

No tuve en cuenta las experiencias previas: el modo grotesco en el que Aira había tratado a otros jóvenes amigos, incluso a sí mismo, al convertirlos en personajes. O habré supuesto que mi caso sería diferente, a juzgar por la atención y el afecto que me demostraba.

 

La novela se publicó en 1994. Papá nunca se enteró.

* Santiago de Chile, Bulk editores, 2020