En los últimos años el true crime –crimen verdadero-- se convirtió en un género arrasador. En libros, en documentales, en cientos de podcasts, como el pionero Serial; a veces se rescatan casos no resueltos o se recurre a nueva evidencia o interpretaciones sobre asesinos muy famosos, en general, los seriales. La cuestión es cómo volver a contar a estas celebridades del crimen sin el recurso habitual de convertirlos en superestrellas. Su construcción como celebridades es tan sólida que incluso se cree que estos criminales son únicos de Estados Unidos, un producto de la cultura norteamericana, pero sólo un repaso por sitios de información tan elementales como Wikipedia demuestra que asesinos seriales existen en todo el mundo, lo que no hay es una maquinaria judicial, mediática, cinematográfica y transnacional que pueda convertirlos en figuras globales. Luis Alfredo Garavito, por ejemplo, es el asesino serial con mayor número de víctimas registradas hasta hoy: casi 200 niños en los años 90. Es colombiano y está preso. Si hubiese matado en el Medioeste su nombre sería tan conocido como el de Charles Manson.
Hoy, el tratamiento del personaje asesino serial ya no está revestido de aspectos míticos o glamorosos, salvo excepciones. La serie Mindhunter se ocupó de este giro al ficcionalizar la tarea de investigadores reales en los años 70: con producción y dirección de David Fincher (Seven, Zodiac) y la participación de otros nombres importantes en el equipo como Charlize Theron o Asif Kapadia significó un cambio de mirada. Fincher ya lo había explorado en Zodiac, su película sobre el “asesino del Zodíaco” focalizada en el trabajo de los policías y los periodistas de San Francisco ocupados del caso. En Seven, en cambio, había planteado al asesino (ficticio) como una fuerza imposible de vencer, una espada del Mal idealizada. Seven es una gran película pero no es tan fácil construir a un personaje así cuando las víctimas son reales, hay comunidades traumatizadas y vidas marcadas por la más aberrante violencia. Preguntarse por qué durante décadas las víctimas fueron secundarias tiene que ver con reconocer la enorme atracción que generan las narrativas de la crueldad y lo inútil que resulta moralizar la curiosidad morbosa. Otras aproximaciones son necesarias porque este tratamiento no sólo es injusto con las víctimas sino que las pone en el lugar del sacrificio a estos falsos dioses.
La más inteligente y amorosa mirada reciente sobre una víctima fue Érase una vez en Hollywood de Quentin Tarantino: lo que hace por Sharon Tate es nada menos que sacarla de esa imagen de la embarazada que rogaba por su vida y convertirla en lo que era, una mujer hermosa que empezaba su carrera. Pero también es fantástico el documental Helter Skelter de Lesley Chilcott: en seis episodios detalladas, sin voz en off, explica todo exhaustivamente, de forma definitiva, y queda clara toda la complejidad y la banalidad del asunto. Se entiende que Manson y sus seguidores eran marginales y también que eran aprovechadores, narcisistas, cuando no francamente estúpidos, además de tener los cables pelados por las drogas y el abandono y la decepción del final de los 60. Explicar lo que creían y su forma de vida y su época no los enaltece: escuchar argumentos no es justificarlos, algo que Mindhunter entiende muy bien.
Ahora Netflix acaba de estrenar una docuserie acerca de unos de los seriales más famosos: Richard Ramirez. El acosador nocturno (“The Night Stalker”) tiene cuatro episodios e intenta la difícil tarea de no mitificar más aún a un personaje icónico, incluso sexualizado; en la serie American Horror Story, por ejemplo, en la temporada 1984, lo interpreta Zach Villa, un actor tan atractivo que hace olvidar que el verdadero Ramírez tenía los dientes podridos y casi nunca se cambiaba la ropa.
Ramírez aterrorizó la ciudad de Los Angeles –y un poco la de San Francisco-- durante la primavera y el verano de 1985. No tenía patrón salvo un incierto satanismo. Eso lo hacía difícil de atrapar: mató ancianas, adultos y chicos, a veces violaba, a veces no, asesinó muchos asiáticos pero no puede decirse que fuesen su objetivo porque también mató latinos y blancos. Secuestró niños y niñas: los violaba durante un día entero y solía dejarlos libres. Una de esas víctimas, Anastasia Hronas, cuenta su rapto en el documental. Abusaba de ella, recuerda, mientras escuchaba a Madonna. Son los 80: la dirección de Tiller Russell, a pesar de ciertos lugares comunes del género –reconstrucciones triviales, esas imágenes ya tontas de un martillo ensangrentado que cae-- pone atención en la época y en la ciudad. Sobre todo remarca el impacto del criminal en la comunidad, un poco a la manera de Spike Lee en la excelente Summer of Sam (1999) donde los crímenes de “El hijo de Sam” están ligados a la Nueva York de los 70, al punk, al disco, a los apagones, a la violencia en las calles (es apenas una referencia: El acosador nocturno no tiene tantas ambiciones).
Los protagonistas de la docuserie son los investigadores, el recién llegado a Homicidios Gil Carrillo --de origen mexicano-- y el experimentado Frank Salerno, ítalo-norteamericano y ya un policía famoso por haber resuelto otro caso pavoroso. El foco en los policías los presenta sin mácula a pesar de las torpezas cometidas, pero es una decisión que se sostiene y sirve para hablar de esa otra Los Angeles, ciudad de inmigrantes, de trabajadores, de solitarios. Es importante señalar que Ramírez era texano de El Paso, en la frontera. No es el asesino blanco del estereotipo. Es posible que en el documental falte una mirada más profunda en este sentido, pero los problemas de la serie son otros. Por un lado, Ramírez queda en una especie de nebulosa porque no se le da voz. Dejarlo en segundo plano de una manera tan deliberada, más allá de sus pavadas discursivas (“soy un instrumento del diablo” y otras letanías que se usan en off) también es darle un aura de misterio. Cada uno de los entrevistados habla del terror que daban sus intensos ojos oscuros y cómo se sentían en presencia de un ser maligno (un bibliotecario incluso afirma que tenía “olor a cabra”, casi asegurar que se sintió en presencia de Satanás). No hay testimonios que los desmientan.
El uso insistente de fotos de las escenas del crimen se entiende porque la serie quiere destacar la crueldad y la voracidad del asesino, pero las imágenes son muchas y es imposible no pensar en la privacidad de estas personas y su horrible final. ¿No es esta una nueva forma de pornografía disfrazada de intento de hacerle entender al público "aquí no hay nada que admirar"? La saturación pop de la narrativa sobre los asesinos seriales está en discusión y El acosador nocturno intenta entrar en ese debate. El mejor momento en este sentido es la escena que narra la nieta de Joyce Nelson, una de las víctimas: la joven sale de la sala de juicio –no soporta más la presencia de Ramírez, que además se comporta como un rockstar, anteojos oscuros incluidos-- y se sienta al lado de un adolescente. Se pregunta de quién será pariente, está a punto de hablarle. Entonces el joven se arremanga y ella ve que tiene tatuados pentagramas en los brazos, el símbolo “satanista” que Ramírez dejaba en algunas escenas del crimen, pintados en sangre o lápiz labial, y que también se dibujaba en las manos para las fotos dedicadas a la prensa. La nieta se da cuenta, como si tocara a una serpiente en la oscuridad, de que está junto a alguien que no registra a su abuela ni a su dolor. Esa distancia es fascinante de explorar y aunque El acosador nocturno lo intenta, le falta voluntad para ser algo más que una muy impresionante docuserie sobre un asesino fetichizado desde muchos ángulos: hasta el cantautor indie Sun Kil Moon tiene una canción que se llama “Richard Ramirez Died Today of Natural Causes. “No queríamos caer en las garras de su corruptor, falso y peligroso mito”, explicó Russell. El problema es que, al evitarlo, se vuelve a abrir el misterio. La oscuridad cerrada es una invitación a ingresar en las tinieblas.