EL CUENTO POR SU AUTOR

Cada vez que tengo que hablar de los relatos breves que escribo, reemplazo la palabra “cuento” por la palabra “texto”. A veces uso “prosa”, también, que me gusta por su sabor añejo. No lo hago por afectación sino por desconfianza. La palabra “cuento”, que se usa para “El tonel de amontillado” tanto como para “Un corazón simple”, es siempre problemática. Y sin embargo, a la vez, todo es (todo puede ser) cuento. Un cuento.

Como la historia de estos dos amigos, que se me apareció una tarde del año de la pandemia (que amenaza continuar), mientras leía El conde de Montecristo. De la fugaz concurrencia de una frase, un recuerdo y una suposición, surgió “Cenizas”, surgieron Saavedra y Almirón, Celia y el apacible encuentro dominguero. Durante los meses de encierro, previsiblemente, extrañé los encuentros con amigos; y en particular el rito celebratorio del asado, que siempre es bueno, pero que cuando reúne a personas con las que no convivimos es mejor. Por eso es que Saavedra y Almirón repiten con tanto entusiasmo esa ceremonia que actualiza su amistad.

Proust dice que las únicas fiestas verdaderas son las religiosas, y yo le creo. También creo que todo vínculo auténtico entre personas se sostiene en el persistente reconocimiento de un amparo. Sin embargo, ya sabemos que cualquier minucia puede alterar la intensidad de ese reconocimiento, como le ocurre a Almirón. A él, por ejemplo, la fugaz concurrencia de una frase, un recuerdo y una suposición le arruinan la tarde.

Esos fueron los materiales del (en fin) cuento. Después, los problemas técnicos que supone contar algo sin decir lo principal, pero sobre todo, el esfuerzo creativo que supone para el escritor ignorar qué es lo principal, siempre termina siendo lo más laborioso. Espero que el resultado sea convincente.

CENIZAS

Un secreto no es un silencio, sino más bien lo contrario: un ruido que es preciso no dejar oír. Con esa idea, resabio seguramente de algún sueño, o de un recuerdo que no termina de subir, Almirón se ha levantado hoy, y no ha podido quitársela de la cabeza. Tal vez por eso recién ahora repara en que no ha traído los fósforos de siempre a la parrilla, sino un encendedor rojo, que habrá manoteado en la cocina sin fijarse; un detalle, piensa, mientras prende el fuego, solo, como suele ser, y las llamitas empiezan a bailar. Le gusta ocuparse del asado en casa de su amigo, le gustan esos encuentros de fin de semana, que aligeran el peso de su vida solitaria. Guarda ahora el encendedor en el bolsillo y se queda mirando arder la leña, en silencio, como siempre.

Saavedra, que conoce bien el capricho de su amigo de empezar el fuego solo, se acercará después, cuando la cosa esté encaminada. Mientras tanto se queda en la cocina, con Celia, y preparan la picada, juntos, mientras escuchan la radio.

Saavedra y Almirón se jactan de su amistad. Se conocen desde niños; vivieron en la misma cuadra; jugaron a los mismos juegos. Fueron compañeros de escuela hasta que los padres de Saavedra se mudaron a otra provincia, y por una década se perdieron el rastro. Tanto Saavedra como Almirón sufrieron la ruptura de aquel vínculo, pero llegaron con el tiempo a convencerse de que jamás volverían a verse. No obstante, terminado el secundario, Saavedra regresó a la ciudad de la que había partido. Nunca con particular celo, pero siempre con vaga esperanza, buscó a su amigo; mejor sería decir que se abrió a la posibilidad de reencontrarlo: volvió al barrio, hizo algunas preguntas, recorrió los lugares que solían frecuentar, pero no obtuvo resultados. En la universidad tuvo la certeza de que tarde o temprano Almirón pasaría por algún pasillo, pero no sabía qué lo llevaba a suponer que los intereses de su amigo correrían por los mismos senderos que los suyos. Y sin embargo, contra toda posibilidad, había estado en lo cierto. Promediaba la carrera cuando una noche se lo encontró en una fiesta organizada por el centro de estudiantes. Pensó que su amigo no había cambiado tanto, y que, a pesar de que estudiaban cosas diferentes, la simpatía que los había unido los había llevado a coincidir en la misma facultad. Retomaron su amistad como algo natural.

Tardaron en sentar cabeza, como se decía entonces, y ambos se casaron más o menos por la misma época. Primero lo hizo Almirón, con una mujer que Saavedra le presentó. Después fue Saavedra, que se casó con Celia, a quien Almirón ya conocía.

Pero Almirón se separó pronto. No está hecho para vivir en pareja. Saavedra, en cambio, lleva más de veinte años con Celia. En eso reconocen que llevan vidas muy distintas. A veces, cuando lo piensa, Saavedra envidia un poco la soledad de su amigo. Aunque no hablen mucho de ello, porque su amigo es reservado en ese aspecto, sabe que Almirón se ve frecuentemente envuelto en tramas de celos y desengaños; es un solterón alegre y algo ciclotímico, que se resiste a aceptar la pérdida de la juventud pero que añora al mismo tiempo el equilibrio que nunca consiguió tener. Ese tenaz estiramiento de la vida aventurera, dentro ya de la plena madurez, a Saavedra lo enternece, pero también lo fascina, no importa cuánto goce él de la vida junto a Celia. A Almirón, por su parte, es la estabilidad de su amigo Saavedra lo que le atrae, sus ritos hogareños, su bonhomía nunca afectada, su serena vida amorosa, nada menos que con Celia.

Es invierno pero está templado. Almirón, oliendo a humo, entra en la cocina. Viene a buscar la fuente con la carne. Saavedra sabe entonces que es hora de destapar el vino, llevar al patio los platitos con queso, fiambre y aceitunas, la botella, los vasos, disponerlos en la mesita del jardín, y sentarse, cerca de la parrilla, para que Almirón, cuando quiera, venga a sentarse junto a él, a picar y beber la primera copa.

Cuando vuelve a la parrilla, Almirón se dice que hay pocas cosas que disfrute más que visitar a su amigo, ver a Celia, ocuparse del asado; es profundo el afecto que siente por Saavedra, para quien no tiene secretos, por más que haya muchas cosas sobre las que guarda silencio, porque, al fin, recuerda ahora Almirón, venía pensando que silencio y secreto son asuntos diferentes.

Mientras acomoda las cosas en la mesita de jardín, Saavedra huele el perfume de la leña encendida; después se sienta y ve cómo su amigo, de espaldas, dispone la carne sobre la parrilla, se limpia las manos, evalúa el fuego, se acerca a la mesa con la expresión satisfecha y se sienta en la otra silla; se reclina un poco, alza el vaso de vino y, sin decir nada, le guiña un ojo y da el primer sorbo; Saavedra replica el gesto, y así, ambos dan por inaugurado el encuentro.

Celia vendrá después a sentarse con ellos, prenderá un cigarrillo y participará de la conversación, de un diálogo lleno de sobreentendidos, del que nunca puede extraer los sentidos plenos, porque la amistad de Saavedra y Almirón es exclusiva, y en cierto sentido excluyente. Sin embargo, cuando la carne esté lista y se sienten a comer, en esa misma mesita, el diálogo de los amigos se distenderá y se abrirá para volverse una conversación de tres, en la que Celia, celebrada por esos dos cincuentones, a los que quiere de manera distinta pero intensa, brillará. Después, al caer la tarde, ella los dejará solos, irá a merendar con alguna amiga, y ellos se sentarán a escuchar música hasta que oscurezca como si fueran otra vez chicos.

Siempre es así. Pero hoy, mientras Saavedra discute con Almirón la calidad de las aceitunas que se van, una a una, llevando a la boca, Celia, que aparece trayendo su vaso de aperitivo, se sienta y apoya, como nunca, sobre la mesita, una caja de fósforos; después saca uno, lo prende y acerca la llamita al cigarrillo. Saavedra, que está distraído mirando la carne sobre la parrilla, no repara en el detalle algo anacrónico del fósforo, pero sí Almirón, que observa todo el procedimiento del encendido con curiosidad y sorpresa. Cuando Celia advierte su mirada, apaga el fósforo, sacudiéndolo, lo arroja al pasto, da una pitada profunda, exhala un chorro blanco de humo y dice, irrebatible:

-Tuve que sacarlos del cajón, porque te lo llevaste sin pedir permiso- y agrega, fingiendo un reto-. Usaste mi encendedor para prender el fuego.

Primero Almirón se palpa el bolsillo y comprueba la presencia del encendedor rojo. Después sonríe. Pero, de repente, se pone serio, se ruboriza y desvía la mirada. Esa reacción, por leve que haya sido, parece provocar, a destiempo, el rubor de Celia. Los dos están abochornados y sorprendidos de sentirse así, sin querer, como si se reconocieran, de pronto, atados a un recuerdo común. Todo ocurre en un instante y, en apariencia, se diluye igual de pronto, con la velocidad con que la frase de Celia entró y salió del mundo.

Saavedra, que no ha reparado en esa sucesión de detalles, que no ha asistido a ese confuso drama, sentado frente a Celia y Almirón, pero inmensamente lejos, comenta, con candor, que está leyendo un libro clásico en el que halló una frase que alude a dos amigos:

-“Ningún hombre puede ser traidor antes de los treinta años”- cita. Pero no consigue el efecto buscado, porque Celia y Almirón parecen pensar en otra cosa. Comprensivo, Saavedra repite la frase, como para sí, pero para que lo escuchen.

Celia, que se recompone y sonríe, opina, con desdén, que la frase es demasiado epigramática; pero Saavedra, que esperaba esa respuesta, exclama:

-¡Exactamente! ¡Exactamente!, ¡en eso radica su carga simbólica! Sólo alguien que ha superado los cincuenta puede decir algo así- ríe y sentencia, el dedo alzado, ante su esposa.

Pero Almirón no interviene; está pensando en otra frase, la de Celia, su alusión al encendedor, a los fósforos, al fuego. Sólo después, ante la risa de su amigo, la cita de Saavedra le llega como un segundo golpe de sentido, como si en un instante se le revelaran hondas cosas de sí mismo: “Nadie puede ser traidor antes de los treinta años”. A los treinta años, él, Almirón, que ya se había reencontrado con Saavedra, conoció a Celia; todavía fumaba, y se sentía solo, y no podía ser un traidor.

Saavedra inicia una reflexión sobre la traición, la amistad, la irresponsabilidad de la juventud, los desencantos. Almirón quisiera ahora cambiar de tema; toma un trago de vino y lo siente agrio en la boca. Celia se levanta y entra en la casa. Una brisa repentina hace volar cenizas que se posan, inocentes, en la carne.

Saavedra termina su perorata y alegremente pregunta a su amigo:

-¿No te parece que es así?

Almirón asiente, en silencio. A Saavedra le parece que su amigo, su amigo de toda la vida, está distraído ahora, como recordando, y sonríe, paternal; su amigo no le presta nada de atención, eso piensa Saavedra ahora; tal vez no está recordando; tal vez guarda silencio por un motivo más trivial, porque vio las cenizas sobre la carne, porque el vino lo ha adormecido, o porque, viniendo de un sitio que Saavedra no precisa (ha de ser eso), Almirón acaba de escuchar un ruido, un crujido, tal vez, que a él, seducido por su propio discurrir, se le ha escapado.