“Creo que uno solo puede comprender a la gente de su generación” afirma Fran Lebowitz en uno de los últimos episodios de la serie documental Supongamos que Nueva York es una ciudad, estrenada en Netflix hace dos semanas. Y qué mejor contemporáneo que Martin Scorsese, quien por segunda vez le ha dedicado un documental, quien celebra con sonoras carcajadas sus intervenciones más ocurrentes, quien disfruta el acogedor entorno de The Players Club donde se realizaron las entrevistas. Nacidos con menos de una década de diferencia, Scorsese y Lebowitz son algo más que director y personaje, son amigos desde hace años, neoyorkinos de paladar negro, amantes de aquella ciudad emblema de los 70 que ha cambiado su rostro y su fisonomía en los últimos 30 años y eso se convierte en eje de sus quejas y debates. Si en la primera película juntos, Public Speaking (2010), producida por HBO, Scorsese redescubría a Lebowitz como una resabio único de la edad de oro del periodismo cultural, en esta nueva evocación documental, filmada justo antes de la pandemia, se decide a explorar sus profundos vínculos con esa ciudad que es también la propia, la transitada en tantas de sus películas, territorio de glorias y calvarios, la cúspide de ese mundo compartido.
En una entrevista publicada en el sitio Curbed, propiedad de la revista New York, le preguntan a Scorsese porqué decidió hacer un nuevo documental sobre Fran Lebowitz. “Siempre quise retomar las cosas con Fran porque es inagotable, su personalidad, sus conocimientos, su brillantez, sobre todo su humor. Ella me hace reír”. Y eso se nota en cada uno de los episodios en los que Scorsese apenas interviene con su silueta desde el filo del encuadre, como un interlocutor respetuoso, incapaz de alterar el fluir de las conversaciones, deslizando alguna que otra afirmación discreta, el pie justo para el despliegue de la afilada verborragia de su invitada de honor. Es curiosa esa profunda devoción que embarga a Scorsese, quien hasta ahora solo había dedicado dos documentales a Bob Dylan, quien se libera de la fricción que puede haber ejercido con algunos de sus colegas a quien también ha documentado, como Elia Kazan o los directores italianos de su infancia. Con Lebowitz prima la cofradía, el sentarse en el café neoyorkino que la tiene a ella dibujada en el mural del fondo, el reírse incansablemente de sus ocurrencias, rendirse a sus caprichosas opiniones como a la más encendida de las pasiones.
Fran Lebowitz fue la perfecta ciudadana de la Nueva York de los 70. Nacida en un pueblo de Nueva Jersey, su encuentro con la ciudad anónima fue un camino de exploración y descubrimiento. Judía, lesbiana, lectora empedernida, trabajó como taxista para alquilar un pequeño departamento en el Greenwich Village y deambular por los bares charlando con los artistas, formando sobre el molde de su agudo ingenio ese saber imperecedero que brinda la calle. Trabajó en revistas como Changes y Mademoiselle, fue amiga de Charles Mingus, secreta enemiga de Andy Warhol, columnista estrella de la revista Interview, y a los 27 años publicó su primer libro y vendió un millón de ejemplares. A partir de allí su figura se convirtió en referente de la cultura neoyorkina, citada como la versión moderna de Dorothy Parker pese a que en su corazón siempre admiró a James Thurber; comensal preferida de los restaurantes, con su cigarrillo y su lapicera, invitada asidua a las fiestas del mundillo intelectual, avezada conferencista en universidades y programas de televisión. Ese afilado ingenio del que hizo gala en su escritura se convirtió en la exquisita verborragia de sus presentaciones, con una opinión formada para cualquier tema, con la exquisita arbitrariedad de quien solo dispone de certezas.
NEW YORK, NEW YORK
En una entrevista conjunta para Los Angeles Times el pasado 11 de enero, Scorsese y Lebowitz intentan recordar dónde fue que se conocieron. “Creo que fue en una presentación literaria en el Upper East Side con Nick Pileggi, aventura Scorsese. “No, esa no pude haber sido yo. “Quizás fue en la fiesta del cumpleaños número 50 de John Waters”, insiste el director. “No creo, eso fue apenas 25 años atrás”. El misterio nunca se dilucida pero ambos acuerdan que seguramente fue en una fiesta en Nueva York. Es esa la ciudad que los convoca y los desvela, allí fue donde nació Scorsese hace casi 80 años, en los contornos de Queens para luego mudarse a Little Italy, esa fue la ciudad que apareció infinidad de veces en su cine, convertida en un paisaje mental como lo había sido la Roma de Federico Fellini. Y para Lebowitz, Manhattan también fue ese escenario alejado de las postales de los turistas, el de las escaleras de incendio y los grafitis en los subterráneos, el de los tachos de basura y el tránsito infernal, una ciudad previa a la era Giuliani, una ciudad para perderse en la multitud.
“Cuando decidieron sacar a Nueva York de la bancarrota convirtiéndola en una atracción turística todo cambió”, explicaba Lebowitz en Public Speaking. “Decidieron convertirla en un lugar similar a aquel del que provenían los turistas. Y entonces yo pensé: “No, esto es Nueva York. No necesitamos bañarla del costumbrismo de las novelas de Sinclair Lewis. ¿Qué haríamos con Times Square si no hubiera turistas? Es un lugar construido para ellos. Antes era un barrio más. Ahora si un neoyorkino se cruza con otro neoyorkino en Times Square, es como cuando en los 70 te encontrabas con algún conocido en un bar gay. Ambos comienzan a inventar excusas”. Esa ciudad gloriosa e infernal es la del despertar de Charlie en Calles salvajes al ritmo de “Be My Baby” de The Ronettes, la misma que se vislumbra desde las ventanillas del taxi de Travis Bickle en Taxi Driver, aquella que nutrió las ambiciones del saxofonista Jimmy Doyle en New York, New York y la que cristalizó los miedos de los yuppies en Después de hora, los mismos que luego bregarían por su transformación en una ciudad segura.
“Nueva York no era mejor en los 70 porque era más peligrosa sino porque era más barata. Cuando una ciudad es demasiado cara solo los que tienen mucho dinero pueden vivir en ella. Y ese es el problema. Te puede gustar o no la gente con mucho dinero pero nunca podés decir que una ciudad entera con habitantes ricos es un lugar interesante. No lo es”. Las frases encendidas de Lebowitz se imprimen sobre las imágenes de Nueva York que aparecen en el documental. Las placas incrustadas en las veredas que ella lee con atención mientras los transeúntes miran sus celulares, los restaurantes en los que pasa mediodías y noches esquivando miradas curiosas de quienes la consideran ya parte del paisaje urbano, la gran maqueta de la ciudad en el Queens Museum, una de las pocas excursiones fuera de Manhattan que ella y Scorsese acordaron cuando decidieron filmar la serie. Y ella también fue quien definió el título – Pretend It’s a City en el original- y lo que significa. “Es lo que le grito a la gente por la calle desde hace 15 años. Cuando digo gente, me refiero a los turistas. Hacé de cuenta que es una ciudad y movete, seguí caminando. No es el living de tu casa”.
VIDA METROPOLITANA
Ese tono irascible que se desliza tras el título de la serie de Netflix es el que define al estilo de Fran Lebowitz, como escritora en el pasado y hoy como eminente conversadora. Es el mismo tono que incomodaba a sus maestros en el colegio de Morristown, su pueblo natal, y que hacía que su madre la mandara a dormir a las 7 de la tarde porque ya se había cansado de escucharla. Nacida en el seno de una familia judía se declaró atea desde su temprana adolescencia, fue expulsada del colegio secundario por leer en lugar de hacer los deberes, y a los 18 años decidió irse a Nueva York a probar suerte. Allí hizo de todo, limpió casas, manejó un taxi, vendió cosas en la calle, siempre lo necesario para pagar el alquiler y los cigarrillos e irse a pasar el tiempo en los bares de Manhattan. Su primer trabajo como escritora fue en la revista Changes, fundada por la productora musical Susan Graham Ungaro, cuarta esposa de Charles Mingus. Allí escribió reseñas de libros y películas, vendió publicidad, y comenzó a codearse con la movida artística neoyorkina.
“La historia del arte en los tiempos de mi llegada a Nueva York se formó en los bares, donde toda una generación mayor se juntaba a conversar y fumar cigarrillos. Todos mis amigos eran mayores que yo y la mayoría eran gays. Cuando se habla del efecto del SIDA en la cultura, fue esa generación la que desapareció en unos pocos años y también el público que había elevado el nivel de la producción cultural. Mi primer público fue el de la revista Interview, que era un público conocedor de todos los fenómenos culturales, formado intelectualmente y con verdadero interés en una amplia variedad de temas. Ese público fue tan importante como los artistas”. Lebowitz entró a la revista Interview casi por casualidad. Conoció a Andy Warhol en La Factoría el mismo día en que fue a pedir trabajo. La puerta del ascensor se abrió y apareció un cartel que decía. ‘Llame fuerte y anúnciese’. Ella tenía 20 años en ese entonces y justo ese día estaba de buen humor. Golpeó la puerta y cuando Warhol preguntó quién era, ella contestó Valerie Solanas, la escritora que había intentado asesinarlo en 1968. Por supuesto Andy abrió la puerta de inmediato.
Interview fue la plataforma perfecta para la escritura de Lebowitz. Allí consiguió una columna titulada “I Cover the Waterfront” donde afinó sus frases punzantes y sus agudas observaciones sobre la vida metropolitana. Eran textos de variada extensión, que jugaban con formas de absurdas clasificaciones –“Un manual: Entrenamiento para caseros”-, que parodiaban las recomendaciones de las publicaciones femeninas –“La causa primaria de la heterosexualidad entre los hombres de las áreas urbanas”-, que daban cuenta de las tendencias artísticas –“El sonido de la música: Ya es suficiente”-, los lugares comunes de la intelectualidad – “Escritores en huelga: Una profecía escalofriante”-, las formas de vida de la juventud de ese entonces –“Guía para padres”-. A veces combinaba pasajes de ficción, relatos sobre la vida de su abuela en Europa antes de emigrar, recuerdos de su etapa escolar, juegos de palabras para diseccionar la dinámica citadina. Ese fue el material esencial de su primer libro, Metropolitan Life, publicado en 1978. “Cuando se publicó Metropolitan Life yo tenía 27 años. La editorial me dijo que no me ilusione con vender muchos ejemplares porque desde los años 20 que un libro de ensayos y humor no vendía muchos ejemplares. El libro finalmente vendió un millón de copias”. Luego escribió para la revista Mademoiselle, en 1981 publicó su segundo libro de ensayos, Social Studies, y en los 90 los editó en conjunto bajo el título The Fran Lebowitz Reader.
FERIA DE VANIDADES
“Los escritores tienen que saber cosas sobre la vida. Otros artistas, como los músicos, no. Por eso hay niños prodigio en la música, como Mozart. No hay un equivalente a Mozart en la escritura. A medida que envejecés, podés o no aprender cosas sobre cómo escribir. Hay gente que ya está totalmente formada en su primer libro, como Philip Roth. Desde el principio tienen una voz propia. Algunos escritores se especializan en temas juveniles y lógicamente cuando envejecen empeoran. Hay otros que se quedan sin material, como le pasó a Fitzgerald”. Lebowitz también parece haberse quedado sin material a partir de los años 90, en consonancia con los cambios en la ciudad de Nueva York y la desaparición del mundo que había formado su voz y su identidad como escritora. En varios programas de televisión hacía bromas sobre el bloqueo creativo que se había extendido los mismos años que la guerra de Vietnam, sobre su asombrosa capacidad para perder el tiempo y evitar la escritura por excesivo respeto a la palabra escrita, y sobre el nuevo placer que experimentaba dando conferencias y entrevistas a lo largo de todo Estados Unidos. “Me gusta dar conferencias porque es lo que quise hacer toda mi vida, que la gente me pague por mis opiniones”.
En 1994 finalmente publicó su último libro, un relato infantil titulado Mr. Chas & Lisa Sue Meet the Pandas. Al parecer no tuvo buena recepción entre los especialistas en la vida de los pandas porque se quejaron de que los simpáticos ositos no se alimentaban de pizza como había afirmado Lebowitz. Si bien esa incipiente controversia sirvió para una nueva galería de chistes, terminó de extinguir su voluntad de volver a publicar. Sí escribió columnas ocasionales en Vanity Fair desde 1997 y también ofició de editora consultante para coberturas especiales de la revista. También aumentó la cantidad de charlas y conferencias, con viajes a todas las ciudades e incluso fuera del país, pese a la aversión a compartir espacios cerrados con otros seres humanos. Fue en esos años en los que su personaje adquirió la distintiva cualidad que captó Scorsese en Public Speaking en 2010 y reafirmó en la serie de Netflix diez años después.
En una charla con la escritora Toni Morrison, una de sus más entrañables amigas, lo sintetiza: “Hay una distinción entre el humor y la comedia en los escritores y es la amabilidad. Hay un montón de comediantes porque a la gente le gustan, y a la gente le gustan porque el comediante se burla de alguien que no es su interlocutor. Pero en la escritura el humor es otra cosa. Es frío, tiene que serlo. Y el ingenio humorístico implica siempre un juicio. La frialdad del estilo de Oscar Wilde, que es única porque no hay nadie como él. El ingenio es breve y está lleno de sobreentendidos, y eso es algo que no les gusta a los americanos. No quieren que supongas, presumas o juzgues algo. Porque eso es elitista. Y nadie odia tanto a las elites como los americanos”. Lebowitz ha reivindicado desde siempre la importancia del talento en la producción artística y ha afirmado que no cualquiera que publica libros puede llamarse escritor. “Hay demasiados escritores hoy en día porque a todos se les enseñó a tener autoestima. Entonces deben pensar: ‘¿Sabes qué? No debería guardarme estos pensamientos para mí. Debería compartirlos con el mundo”.
RACISMO Y FEMINISMO
La profunda admiración de Lebowitz por la generación de posguerra que formó la cultura literaria americana siempre fue una constante en sus reflexiones. En ese sentido, la obra de un novelista y dramaturgo como James Baldwin fue clave para su formación. “Recuerdo cuando vi por primera vez a James Baldwin en televisión”, contaba en Public Speaking. “Nunca había oído hablar a nadie así. Siempre he dicho que soy la única judía de Estados Unidos cuya primera impresión de un intelectual fue un hombre negro”. El rol del racismo en Estados Unidos fue algo que Lebowitz exploró en un célebre artículo publicado en Vanity Fair en 1997, citado por Toni Morrison en una de las conversaciones públicas entre ambas luego del triunfo de Barak Obama. “Creo que a la gente le da miedo hablar sobre raza porque no quiere ofender a los demás”, explicaba Lebowitz. “O porque la forma en la que se refiere al tema usualmente es ofensiva, aunque intentan idear una forma no ofensiva de abordarlo. Yo creo que el racismo no va a terminar en Estados Unidos. Podría terminar, porque en el fondo es una fantasía de superioridad, pero dudo que eso se concrete en la realidad. Y, en este sentido, creo que la elección de Obama no implica el fin del racismo pero es una demostración de lo máximo que podemos aspirar. De hecho creo que muchos nos quedamos atónitos de que los americanos finalmente hicieran algo bueno”.
Lebowitz siempre se corrió de la órbita del feminismo, pese a que ella misma desafió las limitaciones de una mujer en su época. Cuando recordaba los trabajos que había realizado en sus años de juventud siempre aclaró que evitaba ser mesera porque eso siempre implicaba una lucha con el gerente del restaurante para evitar caer en su cama como condición para no ser despedida. Al igual que con el racismo, cree que la desigualdad entre los hombres y las mujeres no terminará, aunque en el presente se ha avanzado notablemente. “Los hombres no quieren que las mujeres tengan poder porque ellos ya lo tienen. Y la gente no quiere que los demás tengan lo mismo que ellos”. De alguna manera, la fuerza de Lebowitz se halla menos en la solidez de sus argumentos que en la elocuencia de su conversación. Siempre quiere tener razón y la sensación de que tiene una respuesta para todo es lo que permite distraer a cualquier interlocutor del capricho de sus conclusiones. “Sé que hay gente que me detesta profundamente, pero apenas hay personas agresivas conmigo porque temen que yo les conteste algo peor. Una vez estaba dando una conferencia en una universidad de Nueva Orleáns y había un grupo bastante numeroso de chicos de fraternidad, que no suelen ser mi público habitual. Estaba lloviendo y el pelo se me había erizado demasiado por la humedad. Cuando ya llevaba un largo rato hablando, uno de los chicos me gritó: ‘¿Quién te arregla el pelo?’. Y entonces le contesté, así sin pensarlo: ‘¿Querés que te lo presente?’. Un mes después su madre me escribió diciéndome que le había arruinado la vida. Me dijo que había tenido que dejar la universidad por cómo lo llamaban. Obvio que no usó la palabra homosexual. Y yo pensé: ‘¿En serio tuvo que dejar la universidad por cómo lo llamaban? Entonces debería agradecerme por haberlo sacado de una universidad tan estúpida”.
LA VIDA CONTEMPORÁNEA
Lebowitz no tiene computadora, ni celular, ni conexión a internet, ni siquiera una suscripción a Netflix para ver el documental que la tiene como protagonista. “Cuando le pregunto a alguno de mis amigos si tiene Netflix siento que es como si les estuviera preguntando si tienen electricidad”, explicaba en la entrevista vía Zoom que dio a Los Angeles Times desde las oficinas de la empresa de streaming. En su casa era imposible por obvias razones tecnológicas, pero también porque es recelosa de permitir la entrada de seres vivos a su departamento. Allí guarda su colección de 12 mil libros –según se enteró en el inventario de su última mudanza-, una cocina de la que no sabe usar el horno, un teléfono de línea y la infinidad de blazers y jean Levi’s que constituyen su atuendo habitual. Nunca convivió con nadie en su vida adulta –“la única relación monógama que he tenido fue con mi auto, un Cheker Marathon del 78 que compré con lo que gané con mi primer libro”-, nunca dio una fiesta en su casa salvo para un cumpleaños de su madre en el que se la pasó despotricando porque no había suficientes ceniceros hasta que una amiga le recordó que ella era la anfitriona.
Sus anécdotas son infinitas y divertidas. La que cuenta de la cena en de los Nobel cuando premiaron a Toni Morrison es increíble: “Cuando Toni Morrison ganó el Premio Nobel de Literatura llevó a un grupo de amigas para la ceremonia y la cena de gala posterior en Estocolmo. Cuando llegamos, había una persona en la puerta encargada de asignar los lugares en las mesas. Todas las amigas de Toni se sentaron en la misma mesa menos yo, que me ubicaron con los hijos de todos los ganadores. El mayor de los comensales tenía 12 años. El chico de ocho años que tenía al lado me preguntó qué era lo que nos habían servido de comida. Le dije que era carne, lo cual era cierto. Cuando terminó de comérselo su hermano le dijo que era ciervo. ‘Te comiste a Bambi’, lo acusó. Él me miró indignado y me dijo: ‘Me mentiste, no voy a confiar más en vos’. Indignada, le contesté: ‘¡No me importa! ¡No soy tu madre! ¡Tienes ocho años y vives en Kansas así que nunca más vas a volver a verme!’”.
El cierre del documental, como había ocurrido hacia el final de Public Speaking, le permite a Lebowitz evaluar el devenir de la cultura contemporánea y el futuro de la ciudad en la que habita desde hace cincuenta años. Una cultura que ella cree empapada de nostalgia, confinada al persistente reciclaje del pasado. Quizás producto de las recientes generaciones que se concentran en sí mismas y no en el vínculo con los demás para crear algo nuevo. “Antes la gente se mudaba a una gran ciudad para pasar desapercibido, para hacer las cosas que no podía hacer en su pueblo, donde todo el mundo lo conocía. El vecino chusma no existe en la ciudad, es un personaje de pueblo. Y poder hacer lo que uno quería era el objetivo principal cuando vine a Nueva York. Pero ahora el anonimato es lo peor que le puede pasar a la gente. Hay un deseo generacional de fama que lo ha cambiado todo. En los últimos 35 años la fama se ha convertido en algo valioso en sí mismo, por encima de todo lo demás. Y eso es culpa de Andy Warhol. Una de las cosas que Andy hizo fue hacer famosa a la fama. Al principio comenzó como una broma y luego terminó destruyendo el mundo. Eso es lo que pasa cuando una broma comienza a convertirse en algo serio”.
Manhattan se ha convertido en una ciudad espectral desde el cierre por la pandemia, pero a los ojos de Lebowitz todavía resiste. Pese a las los cambios constantes en los protocolos de sanidad, a la biblioteca con la persiana baja, a los restaurants con comensales en la vereda, a la merma en el pulular de transeúntes que hizo siempre la vida de aquella metrópoli. En la entrevista con Los Angeles Times, Lebowitz recuerda junto a Scorsese los edificios que todavía persisten pese a las transformaciones inmobiliarias. El Osborne en el que ella vivió 26 años pese a los problemas de plomería y la reforma de los ascensores, o el edificio de Little Italy en el que él vivió en su adolescencia y todavía sigue de pie. Esos lugares hoy cerrados brindan un paisaje diferente del que puede vislumbrarse en las caminatas de Lebowitz en la serie, en la Nueva York todavía vibrante previa a fines del 2019. Pero tanto ella como Scorsese esperan su nuevo renacimiento. “Nueva York siempre ha renacido como un ave fénix”, suspiran. Lebowitz recuerda con horror el impacto de las morgues ambulantes frente a los hospitales, observa con su habitual sarcasmo la llegada de los turistas desde las vacaciones que antes que a gastar dinero vienen a estornudar sobre ella, anhela deambular por bares y recovecos de librerías como en un día habitual. “La gente que cree que la idea de Nueva York se terminó es mejor que se vaya de la ciudad. No la necesitamos. Al que cree que el centro de la cultura del país no va a estar aquí, le preguntaría: ¿Y dónde crees que va a estar? ¿En Sarasota? ¿En Omaha? No, querido, va a seguir estando aquí”.