Las (pocas) reseñas biográficas sobre Rosa Wernicke afirman, sin mayores precisiones, que nació en 1907, dato que se ha tomado como canónico. Sin embargo, en la partida de su matrimonio, la escritora declaró haber nacido en Pergamino el 13 de marzo de 1905.

Vivió en Córdoba (donde publicó su primer libro, En los albores de la paz) y en Santiago del Estero, hasta que en 1934 se radicó en Rosario porque, escribió, “Siempre soñé con vivir en una ciudad junto al río. A los pies de Rosario corre el más hermoso de los ríos de América: el Paraná. Y sin embargo es como si no existiera. Galpones y elevadores, ferrocarriles, tanques, silos y rejas interminables, le roban a la ciudad la maravillosa vista de su río para entregarlo a los caprichos de un Mercurio insaciable. Cuando los poderes públicos se den cuenta de que no sólo las riquezas materiales hacen la felicidad de un pueblo, entonces le será devuelto, y la ciudad recuperará su verdadera identidad”.

No tardó mucho en conocer a un@ de l@s más grandes artistas plástic@s de la ciudad, Julio Vanzo, con quien se fue a vivir al poco tiempo, desafiando las convenciones sociales de la época y las habladurías de “las fuerzas vivas de la ciudad” que veían con (muy) malos ojos que una pareja conviviera sin casarse y mucho menos si una de las partes (peor si era la mujer) ya estaba casada. Rememora Julio Chiappini: “Vanzo me contó que un día se llegó hasta su casa y le dijo: «Julio, ahora soy por fin libre. Quiero quedarme con vos toda la vida». Según Vanzo había sido el momento más feliz y emotivo que tuvo”.

Por más que much@s afirmen que la pareja nunca se casó, la sobrina, única heredera y albacea de Julio Vanzo, Mercedes Naidich, posee el acta de matrimonio emitida en Temixco, ciudad del Estado Libre y Soberano de Morelos, México. Allí se lee: “…el día catorce de mayo de mil novecientos cuarenta y siete, ante mí, JUAN VARGAS, Presidente Municipal, y por mandato de Ley, Encargado del Registro Civil de esta población, comparecieron a fin de celebrar su enlace matrimonial los señores Julio Carlos Vanzo y Rosa Wernicke, por conducto de sus apoderados jurídicos señores licenciados Miguel López S. y Jesús López Rodríguez (…) La segunda dijo ser de nacionalidad argentina, divorciada, nacida en Pergamino, Provincia de Buenos Aires el día trece de marzo de mil novecientos cinco, escritora, hija del señor Gregorio Wernicke, ruso, naturalizao (sic) argentino, de setentidos (sic) años de edad y de la señora Clara Glujovsca, fallecida”.

La pareja, que formaba parte de la reducida intelectualidad vernácula, habitó el departamento B del quinto piso del edificio art déco de Corrientes 626, donde vivió hasta 1963, cuando (con Rosa ya enferma) se muda a la casa-taller de Cochabamba 2010, obra del inmenso arquitecto trebolense Ermete De Lorenzi.

Wernicke comenzó a colaborar con el Suplemento Literario de La Capital y era la encargada de la sección de Crítica Literaria de La Tribuna. En 1938 publica su primer libro rosarino, Los treinta dineros, un cuerpo de once cuentos que ganó el concurso de la Asociación Artística del Magisterio de Rosario. Su tapa estaba ilustrada (por Vanzo) con la imagen de una moneda de plata, símbolo de la paga al traidor. Los textos que integran el libro no hablan de felicidad ni de seres esperanzad@s en un futuro promisorio: la realidad oprime a es@s personajes sombrí@s y derrotad@s, pertenecientes a una clase media urbana en cierne, pre peronista, con un trabajo de oficinista mal pago y un futuro que no prometía absolutamente nada más que no fuera más de lo mismo.

En 1939 Rosa Wernicke recibe el premio especial en el concurso de cuentos organizado por el diario La Prensa de Buenos Aires para tod@s l@s escritores de América por El mejor amigo de Simón Lesseps. El cuento se incluye en su siguiente trabajo, Isla de angustia, un libro de doce cuentos publicado en 1941 (con viñetas, otra vez, de Vanzo). También éste fue un libro premiado, esta vez por la Comisión Provincial de Cultura de Santa Fe en el rubro Prosa. El diario Crítica dijo que es “una serie de relatos que son de lo mejor del género que se ha publicado en los últimos años entre nosotros”. Nuevamente, cuentos duros como un golpe al mentón: bastaría con enfrentarse a Cuarenta minutos, un terrible relato que cuenta la historia de dos hermanos, uno huelguista y el otro el jefe policial que debe desarmar la huelga y recuperar la fábrica tomada, todo en los cuarenta minutos del título.

Ese mismo año, en el número 2 de la revista Paraná, Wernicke se define como …una mujer más, que escribe en lugar de tejer medias. ¡Es una lástima! Pero yo creo que una mujer lo mismo puede escribir perfectamente una novela o un cuento, como tejer un par de medias. Será menos útil pero es más divertido”. En esto también fue una adelantada, porque no había mujeres escritoras en Rosario por aquellos años. No escritoras sociales, al menos. Wernicke rompe con aquella (mala) tradición: siendo ya reconocida (todo lo reconocida que se podía ser en aquellos años), publica Las colinas del hambre. Allí, como señala D’Anna, ”escribe la primera representación no regionalista de Rosario, sino realista. A ella no le interesa Buenos Aires, ni el parecido, ni nada: eso es muy importante en la literatura de Rosario: no copia a un tipo que haya hablado de una villa en Buenos Aires. Y, además, a ella le jode la indiferencia de la burguesía para con esa gente: no plantea que son los pobres los que tienen que resolver sus problemas, sino los ricos los que tendrían que abandonar su indiferencia. Para la época, eso fue un bombazo”. Wernicke, por cierto, lo dice claramente: “los ricos odian el espectáculo de la miseria, pero no dan un solo paso voluntariamente para remediarla”.

La única novela publicada por la escritora se terminó de imprimir el 25 de noviembre de 1943 en la editorial porteña Claridad, del Grupo Boedo, que adscribía a una literatura social, comprometida, y muy cercana a l@s trabajadores y que, además, editaba libros de altísima calidad a muy bajo precio. No es casual que la novela de Wernicke se haya impreso en aquella editorial.

Ese mismo año, en Rosario, Las colinas del hambre ganó el premio municipal Manuel Musto, el más importante que recibiera la escritora por el que fue, paradójicamente, su último trabajo publicado.

Las críticas fueron tan unánimes como lo habían sido con sus anteriores obras: en la revista La Mujer de julio de 1944, por ejemplo, se lee que “Con valentía extraordinaria (…) Rosa Wernicke ha logrado producir un libro americano en toda la acepción del vocablo”. Y es que Las colinas del hambre es la primera novela latinoamericana que transcurre íntegramente en una villa miseria, aun cuando todavía no se había extendido el uso de ese término para designar a los asentamientos irregulares que iban apareciendo a medida que surgían las grandes ciudades.

La tapa de la primera edición tiene inmensas letras, como se usaba en la época, y un dibujo en blanco y ocre-naranja de Julio Vanzo, donde se pueden ver montañas de basura y un par de carros tirados por caballos. En el interior hay otros 34 dibujos de su marido, todos en blanco y negro.

Lo primero que salta a la vista es la reafirmación de algo que ya se sabía: Wernicke es una escritora tremenda, dueña de un estilo seco y directo pero de una gran densidad y propietaria de una vastísima cultura, a lo que agrega una aguda percepción de lo que sucede a su alrededor y una enorme sensibilidad por el sufrimiento del otro. Esto llevó a Gary Vila Ortiz a calificar la novela como una “desgarrada y compasiva y tierna visión de un viejo sector de la ciudad”. Y Eduardo D’Anna afirma que “desde el punto de vista del dominio técnico de la literatura es una mujer completa, superior a Greca, superior a Mateo Booz. Bueno… en los cuentos quizás no, pero en la novela sí”.

Las colinas del hambre está ambientada en 1937 y describe el día de la llegada de la primavera en una de las zonas más pobres y emblemáticas de la ciudad, el Matadero, a la altura de las actuales calles Grandoli entre Bv. Segui y Ayolas. Allí, como es lógico, se fueron instalando una serie de negocios satélites y alrededor de éstos creció una gran villa miseria, formada por quienes intentaban (sobre)vivir de los restos de la faena. A este conglomerado se lo llamó Villa Manuelita, porque el primer caserío y la calle sobre la que se encontraban pertenecían a doña Manuela, viuda del dueño de la curtiembre.

El barrio y l@s vecin@s que describió Wernicke existían, eran reales, al igual que el matadero, el basural, las calles imprecisas, la mugre, el hambre y la desesperanza. Y ella lo sabía porque, en un hecho inusual, se había instalado allí: Mercedes Naidich, cuenta que “hablaron con alguien que manejaba el lugar y vivieron en un ranchito, desde donde ella tomaba notas y él sacaba fotos. Pero como a la gente del lugar no le gustaba que le sacaran fotos, Vanzo se ponía un sombrero panamá con la cámara debajo, y el pulsador en el bolsillo, así que iba caminando con la mano en el bolsillo sacando fotos por el sombrero”.

Jesús Pérez, el dueño del basural, era el verdadero nombre de quien en la novela es el concesionario Manuel Fernández. Pérez era un ciruja que, por un golpe de suerte, comenzó a acumular dinero como para contratar a otros, se hizo rico y construyó una mansión en el borde del basural. El español era una especie de paria, porque la alta sociedad rosarina lo rechazaba por sus orígenes, mientras que para l@s obrer@s era un explotador. La leyenda cuenta que Pérez, al enterarse de la existencia del libro, compró y quemó toda la edición, ayudando de ese modo a que no trascendiera la denuncia que realizaba Wernicke y a que la novela quedara descatalogada por siete décadas. Recién volvió a ver la luz en 2009, cuando la rescató una edición del diario La Capital. En 2015, la editorial rosarina Serapis la publicó con los dibujos originales de Julio Vanzo.

Aquí, a Wernicke no le interesa volver a contar la vida del centro rico de la ciudad, de l@s oficinistas y de los trajes de confección que ya había narrado en sus libros de cuentos; ahora describe el barrio, ese lugar que es “un abigarramiento confuso donde los hombres, las mujeres, los niños y los animales viven una existencia en común. No hay patios, ni paredones, ni cercas, ni nada. La vivienda consta de un cuarto o dos y una cocina construida con tres tablas, cuatro latas, sunchos, arpilleras y elásticos de cámara agujereados y mordidos por la herrumbre. A veces los techos son de chasis de autos desechados hasta del cementerio del automóvil”. Y como si se tratara de un primitivo y nada glamoroso Facebook, “las mujeres lavan la ropa y la extienden al frente de la casa, cocinan, despiojan a sus hijos, discuten, luchan, reniegan todo el día. Cada uno muestra a su vecino lo que hace, lo que come, lo que guarda, cómo se viste, se peina, se lava o se emborracha. El barro y la mugre lo invaden todo”.

Wernicke cuestiona las bases mismas de la organización social cuando remarca que aquellas pobres gentes “son en verdad seres olvidados, las únicas víctimas, criaturas que serían felices con sólo una parte del dinero que se gasta en mantener un zoológico, en elevar la categoría de un club instituido para mejorar la raza canina o caballar, o en levantar un monumento público con destino a la Historia del Arte”.

Un párrafo aparte merecerán las mujeres de la villa, las niñas que “cuando tenían edad suficiente, y aún sin ella, eran explotadas por los varones de la familia. Con sus rostros pálidos ojerosos, sonreían tristemente ocultando su prematura desilusión y su asco por la vida y por los hombres. Ni Eulalia, ni Elena, ni Elisa tuvieron nunca oportunidad de poseer una muñeca pero, en cambio, desde muy temprano sabían ya de abortos provocados clandestinamente y hablaban una jerga impúdica que hubiera hecho sonrojar a cualquier persona de edad madura. El marido de Eulalia era el administrador de las tres mujeres, les quitaba el dinero que ganaban y de tanto en tanto cobraban una paliza para que no olvidaran su autoridad”.

Entre los papeles que guarda Mercedes Naidich existe una carpeta con decenas de recortes de diarios sobre la escritora. Uno de ellos da cuenta que “El doctor José L. Araya, juez de menores de la segunda circunscripción judicial, estudioso y humano, viene luchando con tesón por la solución de este grave problema social. (…) En las barriadas de Rosario, forman legión los niños que viven en un estado degradante de corrupción, desnutridos, con taras orgánicas y enfermedades…”.

Otro de los recortes corresponde a la revista La acción del 19.12.44: allí se informa que el entonces gobernador de facto de Santa Fe, Coronel Arturo Saavedra, “…ha establecido ya el costo de la construcción de hornos incineradores para desperdicios en nuestra ciudad (…) Con la decidida acción del gobierno, serán eliminadas, dentro de muy poco «las colinas del hambre».

Repasemos: alguien que se siente aludido por una novela compra toda la edición de la misma y la manda a quemar; un Juez de Menores, después de leer el libro, interviene en favor de l@s niñ@s mencionad@s en el texto; el gobernador de la provincia, impresionado por las escenas que describe la autora, decide cortar de cuajo la situación realizando una inversión que equivale al tercio del presupuesto municipal para crear un horno incinerador. Y es “sólo” una novela…

Si bien aparecieron ocasionalmente algunas colaboraciones más en los diarios de la ciudad, Las colinas del hambre fue el último trabajo publicado por Wernicke. Hacia 1957, la compañera de vida de Julio Vanzo, padece un ACV. “Yo era chiquita, pero me acuerdo de pasar por el pasillo de la casa y verla en una habitación, postrada. Después, por suerte, se pudieron mudar a calle Cochabamba”, cuenta Naidich. Y Chiappini, amigo de la pareja, agrega que “Julio Carlos se portó de manera nobilísima y cuidó a su mujer, la ‘Gringa’, hasta el último instante”.

El propio Vanzo contó que “pinto como he vivido, dentro de una terrible realidad. Huyo inútilmente de los recuerdos de mi vida y me recluyo en la realidad de mis sueños que son mis pinturas, cuyos colores han sido sacados de la más profunda oscuridad”.

Catorce años duró el calvario de Rosa, hasta que el 3 de septiembre de 1971 no pudo más. Fue enterrada al lado de la madre de Vanzo en el Cementerio La Piedad de Rosario.

Las mismas reseñas que erran en su fecha de nacimiento, informan que habría dejado algunas novelas, textos teatrales y guiones cinematográficos inéditos. Mercedes Naidich desconoce que exista ese material.

 

Desde 1977, Rosa Wernicke tiene su merecida calle a la altura de Grandoli al 4600, a pocas cuadras del vaciadero que describiera en Las colinas del hambre. Y en 2019 fue instaurado el premio municipal Rosa Wernicke para novelas que aborden la temática del realismo social. 

* Texto incluido en el libro Insumisas (Homo Sapiens Ediciones, 2020).