Como todo lo que está un poco al margen, las madrugadas radiales suelen ser tan fascinantes como extrañas. Esos horarios destemplados en que la agenda del día ya es un bollo de papel convoca, se supone, a un tipo de oyente también un poco extraño y leal. Gente que escucha con la atención que sólo otorgan la soledad y el silencio. Entre pastores, astrólogos, comentaristas del alma y otros diletantes, se ocultan alhajas que piden ser descubiertas. El Rastrojero fantasma se emite desde hace un mes en la madrugada, cuando el martes se vuelve miércoles, y es una obrita de arte de una hora que, en principio, aparece atravesada por paradojas. Tiene una estética de rock y sale por Nacional Folklórica (98.7); remite a un hito de la cultura rock radial como fue El tren fantasma, que a su vez era conducido por uno de los grandes talentos de la locución relacionada con la música de raíz como fue Omar Cerasuolo. El círculo cierra, pero hasta ahí: hay más fugas, más citas. Porque la frase con la que arranca cada semana El Rastrojero fantasma –“los martes a la medianoche, un programa de miércoles”– es un link directo a Piso 93, el glorioso ciclo por el que respiró la Rock & Pop entre 1987 y 1993.
Son muchos pensamientos para una sola cosa. Esa ‘cosa’ es un programa meditado, seductor, elegante, clásico en su modernidad, un artefacto radial en estado de máxima pureza. En los 80 y en el 2017 también. El que se entrega al torbellino de esos pensamientos, el orfebre de estas delicadas artesanías radiofónicas que confunden estética y contenido, es un hombre invisible conocido como el Rafa Hernández. Técnicamente se trata de un simple locutor, pero es mucho más. Para empezar –ahora mismo y muchas horas por día– es una espalda encorvada sobre la computadora. Hernández tiene el dedo índice inflamado de tanto mouse obsesivo. Le gusta, como suele decir, “cirujear por internet”. Cartonea con rutina posibles voces: Hugo del Carril cantando zambas, un cordobés ignoto embelesado por las bondades del Rastrojero, una poesía recitada por Hamlet Lima Quintana, el Cuchi Leguizamón divagando ante un auditorio en Alemania. Se encierra en su casa de Almagro como un murciélago sin tiempo, se hunde en el océano de internet y no sale hasta que no tiene la chata llena de material suficiente para una hora limpia y pulida. Ahora mismo descubrió a José Larralde haciendo un tango y a un tipo contando temerarias historias del Pombero, el duende fantástico que dicen que habita el Litoral argentino y toda la zona guaraní.
Esta tarde detiene su expedición para tomar mate en la cocina y convidar unas galletas. Resulta curioso ver el rostro de alguien invisible pero con una voz familiar. Esa voz que proviene de quién sabe dónde. Ahora resuena a la de los especiales del programa de Tato Bores, cuando el Rafa Hernández relataba en off las peripecias de una civilización perdida llamada la Argentina. Acá está: con un perfil subterráneo a nivel casi del auto boicot, relativiza su talento y dice: “Hago todo en casa, en mi escritorio. Pienso mucho el programa, lo cambio, lo borro. Lo mío es puro entusiasmo: edito con guantes de box. Me interesan los mitos populares, la Salamanca, el Pombero. Y les tengo un gran respeto, hay gente que cree en serio en esas leyendas. Es patrimonio de una cultura que está muy viva. Hay que ser cuidadoso en el tratamiento de ciertos temas. Por eso no me van a escuchar hablar de folklore. Son otras voces las que hablan por mí. Hay mucho para descubrir. El folklore tiene algo que el rock no tiene: pasado”.
No hablás de folklore, pero la selección musical tiene una gran calidad...
–Paso unos diez temas: busco versiones raras, rescato esas canciones que resisten el paso del tiempo. Me gusta el sabor de lo inoxidable. Ahora estoy enamorado de Nelly Omar. Ya sé: no soy muy original.
Otra paradoja: El Rastrojero fantasma es el programa de un locutor que no habla.
–Es raro, ¿no? Mi voz no aparece. Y si aparece está procesada. Estoy de culo con mi profesión, con mis colegas. ¡Se ha convertido en algo tan poco importante la locución! Qué querés que te diga: extraño el comportamiento ejemplar de los Guerrero Marthineitz , de los Carrizo. Quedan pocos, Larrea, Simón... Escuchame, el Negro Guerrero Marthineitz también hacía el programa desde su casa, ¡y era todo análogo! Se juntaba con su operador histórico, Frank Boga, y jamás el toc de la hora caía un segundo antes o un segundo después. Caía exacto. Una muestra del rigor con el que laburaba.
NACIONAL Y POPULAR
Hace cuatro años que trabaja en Radio Nacional como personal de planta. Fue rescatado luego de un ostracismo obligado: una enfermedad de la que no se quiere extender demasiado lo había dejado fuera de combate, sin voz. La idea del programa propio lo conversó con el director de la Folklórica, Marcelo Simón, que le dijo una sola y mágica palabra: “Avanti”. Nunca le dieron cabida en la señal de la Rock, “ni en la gestión anterior que estaba dominada por La Cámpora, ni en la actual que la dirige Bobby Flores –dice, y no suena a queja–. Está todo bien. Ahora en la Folklórica siento que se me amplió el mundo”.
El título del programa es ganador y un doble homenaje: al ciclo realizado por Daniel Morano y conducido por Omar Cerasuolo y al Rastrojero argentino, un utilitario “nacional y popular” que empezó a fabricarse en serie a partir de 1952. Bautizado así por su capacidad de marchar sobre los rastrojos del campo, señala la muesca de origen de Hernández, un pedazo de barro seco en sus tamangos. “Soy de Pehuajó y en la llanura este fierro está vivo. El chacarero adora al Rastrojero. Dejó de fabricarse en 1980, gracias a Martínez de Hoz. Hay una página en internet que reproduce charlas entre los fans del Rastrojero: son maravillosas. Hago una antología con los mejores dialoguitos y los meto en el programa”.
¿Y por qué el homenaje a El tren fantasma?
–Primero fui oyente, después llegué a hacer algunas suplencias de Cerasuolo. Siempre es así, uno arrima la oreja al parlante y después intenta arrimar la voz al micrófono. Yo creo que en El tren fantasma empezó todo: tenía la mejor música por los discos que Morano traía de afuera, la mejor presentación y una locura lisérgica increíble. Cerasuolo deliraba entre tema y tema y te ponía en las nubes.
Llegaste a coincidir con él en Nacional.
–Sí, lo pude conocer. Pero no fue fácil. El estaba en el Parnaso de los grandes y podía ser hermético, inaccesible. Yo a veces leía las noticias en su programa. Era muy gracioso. Me llamaba ‘gallego’. Me gritaba: “Vení gallego, mirá”, porque se ponía a ver pornografía por internet durante el informativo. Era vecino. De lunes a viernes vivía acá a la vuelta, los fines de semana se iba a su ciudad, Río Segundo. A veces tomábamos alguna cerveza juntos.
MASACRE EN EL PUTICLUB
Hernández pegó sus primeros pininos en la FM Rivadavia donde arrancó El tren fantasma. Tenía el pelo largo, era rockero de Mordisco y del Expreso Imaginario y con una valijita se había alejado de su pueblo y de sus padres, que nunca lo entendieron. Vino a Buenos Aires en plena dictadura y se hizo de abajo en pensiones infames. Trabajó de arreglar matafuegos y sifones Drago, hizo las correspondientes inferiores de la locución –”nunca me voy a olvidar que tuve que dar la noticia de la muerte de Lennon”, dice– y gracias al prodigio de una voz luminosa y firme pasó de Rivadavia a Del Plata, donde fermentaba el germen de la Rock & Pop, con el 9 PM de Lalo Mir y Elizabeth Vernaci a la cabeza.
Cuando Del Plata empezó a naufragar para convertirse en una radio de música latina, recibió un llamado de Raúl Fernández para sumarse a la Rock & Pop de Daniel Grinbank. Al principio solo había música, era la prehistoria de la famosa 106.3. Otra vez, fue más que un mero locutor. Participó del diseño creativo, fue la principal voz oficial de la emisora e, incluso, el autor de la más célebre frase publicitaria de la radio: “Rock & Pop: donde el rock vive”. “Pero tranquilo –dice ahora, con una sonrisa agria–. No soy millonario. Más bien soy modesto y pelotudo”.
En la Rock & Pop fue el alma pater de Piso 93, un programa de aristas legendarias en el que era tan importante lo que pasaba en el estudio como lo que continuaba, por ejemplo, en Pippo hasta las cuatro de la mañana. La Rock & Pop había hecho trizas la idea de que una FM era sinónimo de música lavada, ese concepto que Seru Giran definió en su canción “Frecuencia modulada”, de 1979 (“tanta música absurda/ es mejor que comencés a hablar”). Lo más interesante de la época pasaba en esa radio, como fotografía de lo que ocurría y también como generadora de contenidos. Piso 93 era lo alternativo de lo alternativo, y aparecía siempre en un borde, un poco paria. En esas noches convivían H. P. Lovecraft con poemas de Juan Gelman o música de Lou Reed. Rafa Hernández ponía la voz exacta en un territorio extraordinario y minado en el que desfilaban, trabajando o acompañando, Alfredo Rosso, Ricardo Ragendorfer, Claudio Kleiman, Sergio Marchi, Martín Pérez, Enrique Symns y el Indio Solari, entre otros. “Laburábamos muchísimo para Piso 93. Pero a escala humana. A ver si se entiende, sobre todo los que ahora van a ver al Indio: venían Los Redonditos al estudio. A charlar, a tomar fernet. Pero los Redonditos no eran los Redonditos, eran amigos. El clip de “Masacre en el Puticlub” lo vimos por primera vez en mi departamento de Güemes y Serrano porque nadie tenía videocasetera. Hicimos una reunión, y después nos fuimos a comer a Hermann. Me acuerdo de que el Indio me dijo que le gustaba comer sin que nadie le rompiera las pelotas. ‘A veces estoy cenando en un restaurant y se me llena la milanesa de gente’, decía, cuando se tomaba en broma el tema de la popularidad. También íbamos a Cemento para sentarnos bien atrás para conversar y tomar un vino mientras tocaba alguna banda. Después todo se hizo demasiado grande, y empezaron las plumas, el conchero...”
El año pasado salió el libro La vida es otra cosa. Los poemas de Piso 93 (El 8vo. Loco Ediciones), que reúne algunos de los textos de Martín Pérez que salían al aire. Rafa Hernández escribió a la manera de prólogo: “‘Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza. Va de la vida a la muerte. Basta con cerrar los ojos. Está del otro lado de la vida’. Cosas así decíamos en la radio. Este libro se empezó a escribir a fines de la década del ochenta: textos radiales, viñetas de un programa que encendía la noche con palabras más o menos elegidas y deliberadamente provocadoras. Se las robábamos a Céline –escritor que arranca Viaje al fin de la noche con la frase que nos apropiamos– o las inventábamos nosotros, la autoría era lo de menos. Lo importante es que eran dardos en el aire, balas trazadoras buscando impactar en cabezotas desveladas y desprevenidas. Íbamos de madrugada y con los botines amorosamente de punta; caricia áspera y dulce del buen decir. Del buen oírnos, trasnochados. La poesía es la forma divina o pagana de expresar sentimientos, según le cuadre al autor. Sale del alma, del cuerpo y va al aire. Es palabra que se pianta.”
Todo y nada ha cambiado. El Rafa Hernández sigue impactando en cabezas desveladas y desprevenidas. Va con los botines amorosamente de punta y conmueve con la caricia áspera del buen decir. El Rastrojero fantasma es la profundización de su propia obra, que tiende al anonimato. Así lo quiere él. Un hombre invisible no tiene mucho más para ofrecer que voces, sonidos, música, la ilusión de la belleza. Una poética. Sólido y honesto como un Rastrojero, al Rafa Hernández se le va la vida en esa delicada tarea.