Seis mil ovejas atraviesan el sur de la Patagonia arreadas por tres jinetes y un puñado de perros. El viento helado sopla a ochenta kilómetros por hora. En su camino, un puente colgante de maderas carcomidas, construido hace más de cien años, es el único paso para cruzar el Río Mayer. Solo pueden atravesarlo de a una. El trabajo se detiene por completo cuando un pequeño cordero, que no debería estar ahí, queda paralizado en el medio del puente. Ninguna oveja se mueve. El cuerpo colosal que forman todas juntas queda suspendido. Ese instante será captado por el fotógrafo Eliseo Miciu –que acompaña el arreo desde hace tres días–, y bajo el título de “Pasarela”, la imagen pasará a formar parte de “Rústico”, uno de los cuatro capítulos –junto a “Recio”, “Indómito” y “Ariscos”– de su último libro: Tierra del viento.

Durante más de diez años, Eliseo Miciu –nacido en Uruguay y criado en las sierras cordobesas–, recorrió la Patagonia y lentamente se fue despertando en él la necesidad de describir esas tierras inhóspitas que observaba. Quería hacerlo de una manera personal, alejada de los trabajos “comerciales” que venía realizando para cadenas de hoteles, secretarías de turismo y medios gráficos. En esos paisajes y modos de vida había encontrado un patrón común que los moldeaba y que aún esperaba para ser retratado: el viento. Rostros ajados, manos curtidas de dedos pétreos e inmensos, árboles que crecen doblados y parecen estar a punto de rendirse, caballos criados en completa libertad, “baguales” que han escapado a los cercos del hombre, ríos encajonados que serpentean con arrogancia, montañas ocultas en cuyas cumbres se funden la nieve y las estrellas, cerros que parecen mecerse como olas, mares de hielo, cientos y cientos de kilómetros despoblados que van hilvanando un libro en el que Miciu los atrapa a todos en fotografías inquietantes que parecen desconocer las fronteras que las separan de la pintura. 

“Viajé al sur desde muy chico y fue como un imán que nunca dejó de atraerme. La ferocidad y la hostilidad del clima. Las estancias inmensas con los fuegos encendidos adentro, las caras trabajadas de los paisanos, gente que parece de 80 años y tiene 50. Y eso es por el viento, que seca y esconde todo”, dice Eliseo Miciu mientras ceba mate en su casa de San Martín de los Andes, donde vive desde sus doce años. “Me propuse hacer algo completo del sur. Ahí empecé a viajar más. Fueron por lo menos ocho viajes, algunos estando más de dos meses en cada provincia. Conocí puesteros, seguí arreos, fui encontrando estrategias para acercarme a los caballos salvajes. Recorría quinientos quilómetros sin ver una sola persona hasta llegar a un pueblito, y después otros cuatrocientos, construí refugios para pasar la noche en la montaña. Me fui metiendo cada vez más adentro”. 

Los viajes de Miciu le dejaron una primera selección de 1000 fotos, de las que finalmente 120 componen Tierra del Viento. Una de ellas –tomada en Caleufú, Neuquén–, en la que el cielo se confunde con un océano que parece desplomarse sobre la tierra, lo llevó a ser considerado como uno de los mejores 18 fotógrafos del mundo en el festival Loving Earth, donde expuso el año pasado junto a Sebastião Salgado y Yann Arthus–Bertrand, dos fotógrafos en los que encontró una manera de observar el mundo que lo fue guiando para dar con esas imágenes que iban surgiendo en su interior. “Después de hacer muchos trabajos comerciales, quise ir más allá de la postal, que tiene un impacto, llama la atención y queda ahí. Te da todo resuelto –explica Miciu–. Por eso elegí el blanco y negro para mis trabajos personales, que deja el color y el contraste sin resolver. Eso hace que uno intervenga y tenga su interpretación personal, y se pueda llegar a ver algo que está más allá de lo gráfico. Creo que esa es la función del arte, transmitir algo que está más allá de los sentidos exteriores”.

Los ojos del espíritu

Cuando Eliseo cumplió once años, su padre Georg le hizo una propuesta extraña. Le ofreció dejar la escuela por un año para dedicarse a profundizar algo que le interesara. Poco antes, su abuelo Constantino, pintor formado en la Universidad de Viena, le había puesto en las manos una pequeña cámara de fotos. Él se sentía atraído por las imágenes que observaba en las revistas de National Geographic que le enviaban a su familia, y que se habían convertido en su puente hacia mundos desconocidos y lejanos. Aceptó la oferta y comenzó a sacar fotos. Se mudó junto a su familia a San Martín de los Andes y ganó su primer concurso con una postal sobre la ciudad, que se transformó en estampilla nacional. Veinticinco años después, Eliseo Miciu comparte con su padre, su abuelo y dos de sus hermanos, una galería familiar en lo alto de uno de los cerros que rodean la ciudad de San Martín de los Andes (Museo Colección Georg), fue contratado en 2009 por National Geographic como fotógrafo exclusivo para el libro Traveler Argentina –con el que recorrió todas las provincias del país–, publicó tres libros con las fotografías que hizo en Salta, San Martín de los Andes y la Patagonia, trabajó y expuso en Centroamérica, Europa y Estados Unidos, el Lürzer’s Archives seleccionó tres de sus fotografías para el libro 200 Mejores fotos del Mundo en 2009 y 2010 y ganó el Silver International Pano Award en 2011 y 2012.

“Siento que todo fue una gran preparación para llegar a lo que pude contar en este libro. Yo no estudié fotografía, siempre fui autodidacta. Tampoco terminé el secundario. No quería tener un título que me permitiera conseguir otro trabajo y distraerme de lo que quería hacer, que era sacar fotos –recuerda Miciu–. Recién hoy siento que empiezo a hacer algo propio. Para muchos está la necesidad como motor, o la pasión, pero para mí ninguna de esas dos cosas fueron el eje. Si uno va al fondo, ¿qué es lo primero? Una convicción en lo que tengo que hacer, que viene de algo muy íntimo, de un vínculo espiritual que está relacionado con Dios. Ése es el motor para mí. Yo entiendo qué es lo que Dios quiere que haga, y eso es más importante que la pasión, que la necesidad o lo que sea”.

Ese llamado divino que atravesó a Miciu lo fue empujando a encontrar un camino para intentar transmitir los mensajes ocultos en la naturaleza. Lo primero fue aprender de ella: desprender la composición de sus imágenes de las líneas perfectas de una flor, de los bosques y las montañas, de los tajos abiertos en la tierra por el sol, del fluir del agua; darle el movimiento a sus fotografías observando la manera en que un puma persigue a sus presas, el galope de una manda de caballos en libertad, el vuelo de un cóndor que planea sobre miles de ovejas. Para aprender, tenía que perseguir las emociones que despiertan los rayos de luz filtrándose entre las nubes, los riscos inalcanzables, el hielo inquebrantable de un glaciar, los cielos oscuros que ocultan la tierra y se derrumban sobre ella. Luego de escuchar a la naturaleza, el desafío era otro: poder retratarla para que hable por sí misma. 

Al observar las fotografías de Eliseo Miciu, que por momentos van adoptando un carácter onírico, no se puede escapar a la sensación de que en ellas se está librando una lucha irremediable por la supervivencia. Todas llevan consigo una pregunta encriptada: ¿aún habitan en nosotros la ferocidad y la paciencia de la naturaleza? Miciu va en busca de un lenguaje que se ha ido adormeciendo con el progreso y la civilización, en el que las leyes son impuestas por las pulsiones de vida y de muerte, donde la razón desaparece y los impulsos gobiernan las acciones. Desde allí, en el centro de esa batalla que provocó el latido primigenio de esta tierra y que aún nos acecha,  llegan sus fotografías. 

Más allá de la belleza y el dolor

“Es mucho más sencillo cuando el eje es solamente mostrar la belleza. Lindo, feo y listo. También se utiliza mucho el sufrimiento, se sobreactúa, porque es el otro camino fácil. Pero cuando hay que intervenir con emociones y darle mayor profundidad es cuando empezás a ver las fotos de una manera distinta. –asegura Miciu–. Creo que ahí está el gran logro de Salgado por ejemplo, en trascender todo eso y buscar algo más esencial”. 

El trabajo de Sebastião Salgado, al que muchos críticos acusaron de haber querido tapar el dolor humano, mostrando la belleza que se ocultaba en situaciones en las que reinaba un sufrimiento extremo, tuvieron para Miciu un impacto definitivo en sus fotografías, y una interpretación muy distinta. “Hay gente que ve lo morboso, se bloquea y no avanza. Entonces si uno puede mostrar otra cara, es posible que ese mensaje llegue a mucha más gente para que pueda acceder a lo que hay detrás. Yo creo que Salgado usó eso de buscarle la otra cara para que tenga justamente llegada a más gente. Ese fue el objetivo de él, no trató de mirar para otro lado”. 

En el intento por trascender ese instante en que el dolor y la belleza pierden su potencia y se aplanan al volverse obvios, Miciu fue incorporando una herramienta que le permitió llevar más allá sus fotografías: la posibilidad de narrar una historia. “Lo primero que uno piensa es en poner las mejores fotos en términos técnicos. Pero es más una vanidad del fotógrafo, que quiere mostrar que saca buenas fotos. Esta vez me concentré en el sentido del libro. Al paisano adentro tomando mate hay que acompañarlo para mostrar lo que hace antes y después de ese momento. Fotos que trabajen en conjunto, que se complementen. Hay fotos espectaculares que quedaron afuera. Pero esta vez yo quería contar una historia, buscaba una unidad. Creo que finalmente en este trabajo pude llevar todo a otro plano. Es algo real, y está hecho con lo único que me dio parámetros de realidad desde que empecé a sacar fotos: la naturaleza”.