Henchido de naturaleza va ese niño leyendo los signos de un paisaje en constante movimiento. Cuál es la música que danzan las arboledas, cuál es la que bailan las sombras breves del mediodía, a qué hora sonríen las flores, quién dirige el concierto de los pájaros. La oreja pegada al camino de las hormigas para espiarles sus relatos de paisajes fantásticos.  Los duendes que hacen helado de frutilla en cielos de ciertos atardeceres, el misterioso hueco donde la luna descansa  hasta que todo se oscurece. Una bandada de siriríes le arrebata la curiosidad y la lleva a volar hasta donde le alcanza la vista, conventillos de loros colgando de los eucaliptus lo desafían  a descifrar el idioma de sus agitadas conversas, también un abejorro le zumba palabras al oído y se aleja en vuelo recto. La tierra temblando con cada paso de un pavo en pleno cortejo, un alboroto de gallinas cuando la iguana descubre los escondites de sus huevos, los perros toreando la polvareda que se acerca envolviendo un auto, teros vigías que salen a su encuentro en vuelos rasantes como si quisieran robarle el sombrero.

Entretanto la abuela haciendo su magia en la cocina y el perfume del amor sobre la hornalla es un llamado irresistible y silencioso, una alegría que viaja por el aire. Y luego la campanita nerviosa de la galería anunciando la hora de comer. En esas vivencias simples de un pueblito de campo fue creciendo el niño que me habita y en el seno de una familia que entendió, vaya a saber por qué ancestral mandato, la necesidad de respirar la música cotidianamente. El despertar, una sobremesa de domingo, una tarde de lluvia, un antes de ir a dormir y como invitación al recogimiento de la noche. Tantas y tantas excusas para poner un vinilo y congregar la familia en ese ritual.

Así  también la música, como los aromas de una buena comida, viajaba por el aire hasta el rincón más recóndito de la casa y nos sorprendía donde estuviéramos y era también un llamado irresistible. Como la voz de un “escuchado”,  aquel que en el campo habla muy cada tanto y entonces todos se reúnen y  se sientan con la mente bien atenta para no olvidar ni una sílaba de sus verdades. Sonidos que venían de tierras lejanas,  a veces de la mano de algún moreno cantando su vida acompañado por un piano, un contrabajo y una batería, a veces la enormísima Elis Regina despertando el plumaje de un urubú, o “el varón del tango” amenazando con dejar sin aliento los parlantes del tocadisco, Claudio Arrau acariciando un arabesco de Schumann  y nuestra “Negra” susurrando con la dulzura más dulce “Tristeza” de los Hermanos Núñez. Y cada música inauguraba en ese niño una emoción diferente, una puerta hacia un nuevo lugar del alma. 

Pero lo cierto es que había un disco y especialmente una canción cuya emoción me superaba, como una flecha que hacía blanco en el mismísimo corazón de mi esencia. Me recuerdo saliendo casi corriendo de la habitación para escucharla desde afuera de la casa y escondido detrás de un crespón o un paraíso dejarme llorar de belleza. Tal vez sin conciencia alguna de muchas de esas palabras, pero a la vez con enorme conciencia del todo, del misterio de esas palabras sonando todas juntas.  Como si se revelara un atrás que el cantor no cantaba o no decía pero se olía, como la comida de la abuela con su atrás de tanta vida andada. Es que ya de chiquito me había disuelto paisaje adentro en tardes de ir solo hacia el silencio, ya había sentido el viento lavándome la cara cada vez que galopaba, las siestas apacibles perturbadas apenas por el murmullo dulce y hueco de palomitas de la virgen, ya había conocido también la amistad entrañable de un caballo y el abrazo del camino como si este fuera el único testigo de esa hermandad.

Y claro, a todo esto Yupanqui –ese pedazo de tierra que cantaba– lo había aprendido tan profundamente en tantos años de caminante que pudo condensar en una canción todo lo que a mi escasa edad y experiencia ya me fundaba. Más tarde supe que aquella maravilla se llamaba “El arriero”.