¿Qué tiene un sueño? ¿Qué es lo que hace que esas imágenes dispersas aparezcan en nuestra cabeza cuando cerramos los ojos? Los sueños han cautivado a la humanidad desde que existe, hasta tal punto que todos nuestros saberes giran en torno a desarmar esas pequeñas historias nocturnas, a entender por qué soñamos o por qué lo hacemos de tal o cual manera. Desde los sueños proféticos de la Biblia, en donde se pensaban a las imágenes oníricas como símbolos de lo que va a venir, hasta el psicoanálisis, que está obsesionado por interpretar lo que nosotros decimos de los sueños para entender nuestro pasado: de una u otra manera, la historia del hombre es la historia de un sueño. En La parte soñada, Rodrigo Fresán esculpe un monumento de palabras dedicadas al sueño, contando no una, sino varias historias que se mezclan, se confunden, se cruzan y se reescriben como si todas fueran partes del vértigo atroz de ir pasando de una instancia onírica a otra. ¿Acaso no pasa eso, cuando un detalle mínimo de tal o cual escena se expande, se agiganta hasta comprometer a todo el sueño, y pasamos de un momento a otro sin darnos cuenta? Así, vamos de las andanzas de un soñador concentrado en una figura femenina que sólo conocemos con el nombre de “Ella”, pasando por un conjunto de hermanas espaciales que nos recuerdan a las Brontë –sólo que cambian la soledad terrenal por la lunar–, por Stella D’Or, un personaje que aborrece a la luz y defiende a la oscuridad como auténtico patrimonio de lo humano, por Penélope, escritora de best-sellers góticos, por la figura alucinante de Vladimir Nabokov y por las penas (aunque tal palabra podría llegar a ser una exageración de nuestra parte) de un escritor que sufre insomnio. Todo metido en el mismo libro, una obra escrita con temas bastante parcos, que se prestan quizás a cierto tono triste, pero que están condimentados por un palpable placer por escribir, por contar historias, que hablan de esta pasión desmedida por la literatura. “Yo me divierto escribiendo”, acota Fresán con respecto al proceso de producción (¿vale la metáfora fabril?) de esta novela. “A la hora de la verdad, yo entiendo que, si hice las cosas bien, el que lee La parte soñada tiene que divertirse, como mínimo, un poquito menos de lo que me divertí yo. Lo ideal es que sea un poco más, pero tampoco voy a pedir tanto”.
En relación con la novela anterior, La parte inventada, parece que con La parte soñada explorás otro punto de lo que es la vida de un escritor, o los momentos mismos del acto de escribir, sólo que aquí da la sensación de que todo es más maleable, que trabajás directamente con un material en crudo, que son los sueños.
–Bueno, los sueños siempre son material en crudo, material que nunca está del todo procesado. Y, al mismo tiempo, es material hípersofisticado, porque es como una especie de destilado del inconsciente absoluto. También es cierto que cuando había sacado La parte inventada yo no pensaba que esto iba a ser una trilogía, se me fue imponiendo esa idea. En ese sentido, el otro día fui al programa de radio de Rep, “El holograma y la anchoa”, y me dijo una cosa que me ha resultado muy útil para terminar de ver el proyecto. Me dijo que no es una trilogía, sino que es un tríptico, algo que tiene mucho que ver con la realidad del objeto: las trilogías son bastante lineales y van recorriendo una historia, esto es como una especie de biombo de tres cuerpos, de espejo de tres cuerpos que los plegás de diferentes maneras, como cuando se hace esta especie de idea del espacio tiempo, que es plegar la hoja para explicar el viaje temporal. Empecé con La parte inventada, sigue La parte soñada y el último, que todavía estoy escribiendo, La parte recordada, va abordar la cara que le falta al tríptico. Con respecto a la idea de material crudo, me gusta que me lo digas, pero en un sentido muy específico, este material está muy trabajado. Por ejemplo, el tríptico está en español, pero que en ese mismo idioma, cada libro tenga un estilo diferente, una lengua diferente, se convierte en un desafío que asumo. El libro anterior estaba en una lengua que tenía esa especie de orientación a lo armado, porque cada parte del libro funcionaba como la pieza de un Meccano. La parte soñada está escrito con el lenguaje de los sueños y del insomnio, y para mí el insomnio no es otra cosa que soñar con los ojos abiertos. El próximo va a estar escrito con el idioma del recuerdo que, de las tres variantes, es la más frecuentada por la literatura. Lo que puede parecer un poco crudo, o líquido, o no solidificado de este libro, en un estado bullente, tiene que ver con el hecho de que los sueños son un poco así, no están plantados con líneas rectas, ventanitas pintadas a la perfección.
¿Habías armado el plan para estos tres libros o es algo que fue apareciendo sobre la marcha?
–En líneas generales, soy un gran convencido de que toda la teoría es siempre posterior a la práctica, como en un montón de otras artes. En los escritores que más me interesan está eso: primero está la práctica y después hay una teoría sobre esa práctica, una vez consumado el hecho. Nunca pensé que esto iba a terminar en tres libros, apareció la idea después de que salió La parte inventada. Aunque son tres partes de un todo, debo decir que pienso mucho en trinidades, o en tríadas. Todo eso, digamos, en términos reales, parte de dos radiaciones no estrictamente literarias pero que a mí me marcaron. Cuando yo era muy chico, escuchar “A Day In the Life” de The Beatles fue fundamental. También tiene tres partes, primero la voz melancólica de Lennon, después la subida orquestal, luego la intrusión de McCartney, eso me pareció muy fascinante en su momento. Y, después, 2001: odisea en el espacio, que es una película muy extraña, son como tres grandes bloques, la parte de la prehistoria, la parte de HAL 9000 y después ese cierre en esa especie de hotel cósmico. Cuando vi esa película y escuché ese tema ya quería ser escritor, y me recuerdo totalmente pasmado pero al mismo tiempo convencido de que allí había algo que me iba a servir en algún momento. Y me ha servido para todos los libros.
El hombre de los sueños
Fresán es un hombre de listas, casi a la manera del personaje obsesivo de John Cusack, Rob Gordon, en esa excelente película de 2000, Alta fidelidad. Más allá de su amplio acervo cultural, que no es otra cosa que la confesión de innumerables pasiones, su estilo mismo se rinde a la organización numerada: basta revisar cualquiera de los artículos que llevan su firma en el diario. Lo particular es que esta novela funciona y no funciona como una “lista”: por momentos, tenemos menciones o enumeraciones, pero por otros, hasta la misma tipografía y la (lógica de la) digresión se apoderan del libro y todo comienza a sumergirse en un ámbito nebuloso, como si esas listas o, incluso, esas muchas citas al comienzo de cada parte del libro fuesen un ancla a la que se vuelve cada tanto para proseguir en el viaje.
La novela parece una expansión de una serie de listas: de novelas, de películas, de autores, de canciones y, sobre todo, de letras de canciones. ¿Cómo trabajaste esa recurrencias en función de lo que querías contar?
–Eso que me decís tiene mucho que ver con esta búsqueda de lenguajes particulares para cada uno de los libros. Y una de las particularidades idiomáticas del sueño o del insomnio (para mí, el insomnio no es no dormir, sino dormir de otra manera, aunque uno no está despierto exactamente) es la enumeración o las listas. Algunos se quedan en las ovejas o en los corderos, pero, si sos escritor, empezás: películas, canciones, ex novias, personas que detestas profundamente, etcétera. Las listas oníricas sirven para crear al personaje. Yo creo que los gustos y los disgustos, lo que amás y lo que odias, te definen tan claramente como tu ADN. Sobre todo, si sos escritor, si te dedicás a alguna disciplina artística. Buena parte de los escritores se encargan de esconder esas referencias, de que no se vean en el trabajo final. Yo soy todo lo contrario: tengo como una especie de cosa evangélica en la que quiero que se sepa todo.
¿Y la posibilidad de pasar de esas listas de pasiones a lo autobiográfico? Digamos, las dos novelas parecen querer contar una parte fundamental de tu vida, que son tus gustos.
–Cuando salió La parte inventada, todo el mundo me decía que era mi libro más autobiográfico. Y yo decía que no, que es mi libro más personal. Si te vas para el lado de la autobiografía, yo no tengo una hermana que escribió megabest-sellers góticos: son muchísimas más las diferencias en términos de vida que las similitudes. Pero, con respecto a esa figura del escritor, sí hay muchas similitudes en filias y fobias, de cosas que nos gustan a los dos. En ese sentido, yo lo pongo en el libro: no por nada Nabokov es una especie de figura recurrente, fuerte, de héroe, repitiendo esquemas de libros como ¡Mira los arlequines! o La dádiva. Una especie de idea de escribir tu autobiografía inventándola. Es la gran lección de Proust: la ficción no tiene que ser autobiográfica, sino que la autobiografía tiene que ser ficcional. A mí me interesa mucho más eso. Todos los casos extremos de auto-ficción, la literatura del yo, los blogger, puedo leerlo y quizás disfrutarlo como lector, pero como escritor no me interesa para nada. Me preocupé mucho, también, por lograr que el libro esté escrito en tercera persona y no en primera (aunque todo el mundo está convencido de que está escrito en primera, lo cual es un efecto raro). La gente está con muchas ganas de que lo que se lee sea parte de la realidad, que sea algo que realmente sucedió. No sé si será por la influencia de las redes sociales, de twitter, del blog, de Facebook, de la literatura del yo o la crónica, pero estamos pasando por un momento en el que todo lo que se escribe tiene que ser tomado como real. Yo estoy del lado de Nabokov, en ese sentido, cuando dice que la realidad está sobrevalorada y que la tarea del escritor es proponer una realidad alternativa, no por eso menos “real”, pero sí de otro orden.
Junto con Nabokov, otras escritoras que aparecen con fuerza en esta segunda parte son las Brontë, casi como un modelo de absoluta concentración en la escritura, en la lectura.
–Es que el libro está pensado desde la felicidad que implica escribir y por la felicidad misma que trae la literatura. Quiero decir, las hermanas Brontë tienen todo el costado gótico, perdidas en ese páramo que era su casa, pero creo también que fueron muy felices escribiendo. Otra cosa que también me interesaba con respecto al primer libro es que todos los que menciono son artistas y escritores que se han preocupado por reescribirse como personajes. Allí están Scott Fitzgerald en La parte inventada, pero Bob Dylan al principio de La parte soñada, o Nabokov, o figuras como Emily Brontë, a la que no podés entender si no leés Cumbres borrascosas. Si a través de ese libro volvés a su vida, entendés todo, entendés que esa novela de Brontë es una sublimación absoluta. Probablemente, murió virgen, y tenés allí una novela de una violencia sexual contenida que es alucinante. Y después está el único hermano de las Brontë, un tipo muy particular, muy curioso, porque en la vida real aparece como alguien inepto, mediocre, pero sin él, sin la manera en que fue sublimado en las novelas de sus hermanas, no tendrías a varios personajes emblemáticos de la literatura. Es alguien que nació para ser personaje, no persona.
Siempre estoy volviendo
Este tríptico ideado por Fresán tiene un claro eje común: la propuesta de plantarse en el territorio de la literatura en papel, lejos del mundo de la escritura digital, o mejor, de lo que lo digital implica en nuestros tiempos: desde las redes sociales hasta la constante presencia de la pantalla como elemento medidor en nuestra vida cotidiana. Enrique Vila-Matas, precisamente, presentaba en Dublinesca un paisaje bastante extraño a partir de concentrarse en la vida de un viejo editor que sufre notablemente la lenta desaparición de la “galaxia Gutenberg”, del mundo de la imprenta y los libros. En La parte inventada y La parte soñada tenemos, claro, un llamado de atención, una suerte de embate contra el mundo digital en lugar de la entrega a la más absoluta nostalgia (aunque mucho de eso también hay en este libro; que tiene, claro, mucho de todo).
¿Estas dos novelas que aparecieron hasta ahora son una forma de defensa frente al avance de la escritura o la lectura en formatos digitales?
–Con respecto a la tecnología, debo decir que en la primera parte queda como una especie de diatriba desaforada por parte de un tipo que odia los teléfonos móviles. Yo no los amo, pero no los odio como los odia ese personaje. Digo, no me gusta estar sentado con un amigo, cenando, y que saque el teléfono para twitear lo que está pasando. No tengo cuenta de Twitter, ni de Facebook, ni de Whatsapp: en La parte soñada hay una explicación de por qué el personaje odia estas redes sociales, pero no la voy a adelantar porque si no es un spoiler gigante. Cuando salió La parte inventada, dije que el tema del libro era uno de los temas más irritantes de estos tiempos, que es el tema de leer y escribir. Nunca hubo en la historia de la humanidad un momento tan pleno en el cual todos lean y escriban. La gente, básicamente, está todo el tiempo leyendo y escribiendo. Qué lee y qué escribe ya es otra cosa. Tampoco La parte inventada o este libro son una declaración furiosa en contra de todo eso, pero algo de furia hay en contra de las pantallitas. En otros momentos, la gente no estaba todo el tiempo leyendo y escribiendo, tenía una parte del día en la cual se iban a sentar para dedicarse a leer o escribir. Mi duda es que, ahora que todos, todo el tiempo, están leyendo y escribiendo, no van a disponer luego de un momento para sentarse a leer un libro. Eso sí me preocupa un poco. ¿Cómo me voy a poner a leer si ya leí? ¿Cómo me voy a poner a escribir si estuve todo el día escribiendo? Contra eso me rebelo.
Curiosamente tu nombre siempre parece estar relacionado con lo contemporáneo, como si siempre hubiese un necesario gesto juvenil en lo que hacés.
–Con respecto a la contemporaneidad, yo creo que hay un problema bastante importante allí: antes, estaba dado por el tema de la edad que en ese momento yo tenía cuando creían que “contemporáneo” tenía algo que ver con referencias que parecían escandalosas. Cuanto más viejo sos, menos contemporáneo terminás siendo. O mejor, cuanto más tiempo llevás sobre el tablero, sos menos contemporáneo. Calculo que eso le pasa más o menos a todos. No fue un movimiento pensado, calculado: yo siempre leí novelas del siglo XIX, siglo XX, rusos, franceses, pero se tiende a etiquetarme como alguien vinculado a muchas siglas o apócopes: USA, UK, pop, rock, etcétera. En el fondo, tengo novelas que tienen un tono muy melancólico, no sé, La velocidad de las cosas tiene un fuerte tono nostálgico. Si volvemos al tema del mundillo local, no saben muy bien dónde ponerme. Incluso muchas críticas que se me hacen provienen de críticos, de gente que no me leyó: afirman cosas como que mis libros tienen una escritura periodística o que yo soy una figura mediática, cosa bastante rara si lo comparás con cómo soy con respecto a los medios o cómo están escritos mis libros.
Eso también habla del lugar complejo que ocupás dentro de los escritores argentinos. El libro con el que aparecés siempre vinculado es Historia argentina, como si ya ocuparas de antemano un lugar estanco como el rebelde con inclinaciones extranjerizantes.
–La literatura argentina es la más extranjera de las que hay. Eso es, probablemente, lo que me convierte en el escritor más argentino de todos. A la hora de la verdad, creo que nadie ha obedecido el mandato de Borges en “El escritor argentino y la tradición”. No hay nada más argentino que la extranjeridad o el irte: no soy el primer escritor argentino que se va a vivir afuera. La fascinación que tengo por la literatura norteamericana o, al menos, la que me suelen endilgar, tampoco es una novedad en la literatura argentina: ¿quién escribió un libro que se acaba de editar hace poco sobre escritores norteamericanos? Ricardo Piglia. ¿Quién leyó con mayor fruición y cuidado angélico a los escritores ingleses que Borges? Y Aira tradujo a Stephen King. Son todos gestos mucho más radicales en esta relación con el extranjero que cualquier cosa que podría haber hecho yo. No reniego de ello, me gusta leer literatura norteamericana, pero porque me gusta leer buenos libros, y además es la otra lengua que manejo, el inglés. Leo mucho a rusos, pero en traducciones en español o en inglés, leo muchísimos franceses y japoneses en español o en inglés, pero siempre estoy atento a que el libro sea bueno, a que lo que leo sea interesante. Historia argentina fue mi primer libro y el que más éxito tuvo. Se lee mucho porque, en algún sentido, también cumplió cierta imagen onírica, cierto sueño, que es esto de un escritor aparecido de la nada, sin tradición académica encima, que no era alumno de nadie. Sale el libro y al día siguiente está número uno en ventas, misterio nunca del todo explicado. Ese libro tiene un aura extraliteraria muy poderosa. Argentina está en todos esos libros, en esos que escribí y en estos que aparecieron ahora: la muletilla de mi “inexistente país de origen” está ya en Historia argentina, sólo que ahí existía, pero en estos libros aparece más como una estructura mental. La Argentina en estos últimos libros ya no está en cuerpo presente, está enterrada. Pero está ahí abajo, todos sabemos que está ahí abajo.