En estos días ha vuelto a tomar actualidad el tema de un acuerdo o entendimiento con el Fondo Monetario Internacional. Este escenario transforma en pertinente preguntarse si en el medio de esta crisis biológica que ha provocado millones de muertes, parálisis económica, en síntesis, una verdadera catástrofe humanitaria, los gobiernos tengan que encima involucrarse con el Fondo Monetario Internacional en negociaciones para eludir crisis bancarias o el colapso de sus monedas.
En el caso de Argentina, el interrogante es aún más inquietante. El FMI pretende renegociar nuestro endeudamiento con sus recetas clásicas, lo que a priori constituye una burla o una hipocresía intolerable. Todo el mundo sabe que un préstamo de 50 mil millones de dólares fue otorgado por presión del gobierno de los Estados Unidos al gobierno de Mauricio Macri para respaldar su aventura reeleccionista. Esta no es una afirmación panfletaria de nuestra parte sino una confesión explícita del delegado norteamericano en ese organismo internacional.
También es sabido que las autoridades del Fondo Monetario Internacional toleraron y avalaron la violación de su propio estatuto permitiendo que ese multimillonario préstamo se destinara a financiar la fuga de capitales sin intentar ninguna medida que lo impidiera y, por el contrario, practicando nuevos desembolsos que no hacían más que retroalimentar ese perverso mecanismo.
En un marco global, el riesgo que hoy se corre es que, a la salida de esta pandemia, que ha provocado una crisis inédita, no sólo desde el punto de vista sanitario sino también desde el ángulo económico y social, salgamos hacia un mundo mucho más inequitativo que el que ya teníamos antes de la pandemia. El gobierno de Estados Unidos ha volcado seis billones de dólares para paliar los efectos de la crisis en su propia economía y mediante acuerdos con el Banco de Inglaterra, el Banco de Canadá, el Banco Central Europeo permitió que estos países pudieran acceder ilimitadamente a esos dólares. Lo propio hizo con Noruega, Nueva Zelanda, Australia, Suecia, Brasil y México, aunque en estos últimos casos con un acceso limitado.
Al resto de los países (entre los que estamos incluidos) nos mandan a solicitar préstamos o encarar renegociaciones que siempre desembocan en las recetas clásicas de austeridad para el sector público o ajustes estructurales que, comúnmente, se traducen en caída de los ingresos reales de la población.
En este escenario, es absolutamente impensable que la Argentina se acoja a las reglas tradicionales de un acuerdo de facilidades extendidas que nos impondría la devolución de ese préstamo multimillonario en un lapso de siete años o, como mucho, estirado a diez años. De aceptar esa condición, no tendríamos ningún margen para transformarnos en una economía sustentable, porque aun suponiendo que empezáramos a ejecutar esos pagos en 2024, el volumen de los mismos se sumaría a los compromisos que ya adoptamos en la reestructuración de la deuda con los bonistas privados, dando como resultado pagos imposibles de afrontar por el país.
No podemos borrar de un plumazo la corresponsabilidad del Fondo Monetario Internacional en este contexto. Ese organismo debe habilitar por lo menos un plazo de 20 años para la devolución de un préstamo que a todas luces fue agresivo e irresponsable. Y si no puede o no quiere demostrar la “flexibilidad” que tuvo con el gobierno anterior por razones ideológicas o geopolíticas, tiene a mano otros instrumentos para aliviar la situación de la Argentina y otros países del mundo que están en igualdad de condiciones, como por ejemplo, apelar a la emisión de Derechos Especiales de Giro, destinados precisamente a estos países que, como el nuestro, sufren los efectos de la pandemia por un lado y de la irresponsabilidad de un sobreendeudamiento que contó con la complicidad de los gobiernos y de la anterior cúpula del Fondo Monetario Internacional.
Esta herramienta ya fue utilizada por el Fondo Monetario Internacional que en la crisis de 2008 emitió 183 mil millones en DEG (Derechos Especiales de Giro), que no es ni deuda reembolsable ni exige reformas de tipo estructural. Hoy el Fondo Monetario Internacional podría y debería hacer lo mismo frente a una situación infinitamente más grave. En el Senado de los EEUU hay proyectos que aconsejan tomar este camino. Es un debate que debemos instalar en el seno de nuestra coalición gobernante. La cuestión no es cerrar antes o después un acuerdo con el Fondo, ni siquiera si hay que cerrarlo. La cuestión es si vamos a construir una economía realmente sustentable en el tiempo y que nos permita transitar un camino de desarrollo estable y persistente.