Desde Río de Janeiro.
Entre el 14 y el 20 de este mes al menos 78 personas murieron literalmente sofocadas en los norteños estados brasileños de Amazonas y Pará: faltó oxígeno en las unidades de terapia intensiva. Otras casi mil murieron en la región gracias al colapso de los hospitales.
Las escenas de médicos tratando desesperadamente de ayudar sus pacientes a respirar coincidieron con la huida de docenas de internados que optaron por morir en casa antes que seguir padeciendo la agonía de ver gente sofocándose a su lado.
Seis días antes, el 8 de enero, el general Eduardo Pazuello, instalado por el ultraderechista Jair Bolsonaro en el sillón de ministro de Salud y supuestamente especializado en logística, fue informado, en carácter de urgencia, que en Manaos, capital del estado, el oxígeno destinado a los internados estaba colapsando.
Y no hizo nada.
Sobran advertencias de médicos e investigadores altamente calificados: la tragedia vivida en Manaos puede extenderse por el país. Están colapsados o al borde del colapso los hospitales, tanto públicos como privados, de varios estados brasileños, San Pablo, Río de Janeiro y Minas Gerais, los tres principales entre ellos.
Las medidas de aislamiento tan duramente combatidas por Bolsonaro son decretadas a medias por gobernadores y alcaldes, y rigurosamente ignoradas por gran parte de la población.
Digo “a medias” porque la fiscalización es ínfima, y la irresponsabilidad de la gente, infinita.
De los países con cierto peso en el escenario global, Brasil es el único que ha sido rigurosamente incapaz de buscar una coordinación para enfrentar la más mortal de las pandemias de los al menos últimos cien años.
Ahora, empiezan a aparecer datos concretos indicando que más allá de ineptitud, el gobierno militarizado encabezado por Bolsonaro actuó de manera directa para sabotear medidas que podrían atenuar la tragedia.
En abril del año pasado, Brasil fue formalmente invitado a integrar una alianza mundial de vacunas, que pretendía reunir 155 países para asegurar inmunizantes contra Covid-19.
Se trata del “Covax” y, por las reglas del grupo, el país podría encargar más de 200 millones de vacunas, cantidad suficiente para la mitad de su población (considerándose dos dosis por cada habitante).
Gracias al número de sus habitantes, Brasil estaría entre los cinco primeros a recibir vacunas.
Bolsonaro se negó a sumarse al grupo.
En agosto, la Pfizer entró en contacto con su gobierno ofreciendo 70 millones de dosis de su vacuna, que estarían disponibles en diciembre.
Nunca hubo una respuesta formal del ministerio de Salud encabezado por un general activo del Ejército, cuya única función visible es obedecer de manera ciega a un capitán retirado.
La secuencia de absurdos es larga, larga. Y mortal, asesina. Genocida.
Bolsonaro se vanagloria de haber logrado importar dos millones de dosis de vacunas de India. Se olvida de dos cosas.
La primera: sigue negando la eficacia de vacunarse, sigue difundiendo informaciones ridículamente absurdas.
La segunda: dos millones de dosis no son nada en un país de poco más de 210 millones de habitantes.
Ah, sí, una tercera cosa: tanto tardó para moverse, que Brasil pagó por cada dosis de esa vacuna poco más del doble de lo que pagaron países europeos mucho más ricos, pero que tuvieron la prudencia de encargar la vacuna a mediados del año pasado.
La legislación brasileña define lo que son “crímenes de responsabilidad”, suficientes para catapultar mandatarios irresponsables.
Jair Bolsonaro cometió al menos unas cuatro docenas de ellos.
En los últimos días crecen, de manera palpable, las presiones para que tanto el Congreso, en especial la Cámara de Diputados, y las instancias superiores de justicia muevan un juicio fulminante al presidente genocida.
Ayer, sábado, hubo manifestaciones en casi todas las provincias brasileñas. Atendiendo a la convocatoria de movimientos de izquierda, hileras de automóviles desfilaron – solo en Brasilia fueron como 500 – a los gritos de “fuera Bolsonaro”. San Pablo (foto) y Rio fueron otras capitales con “carreatas” sonoras.
Para hoy, están previstos desfiles de coches, esta vez convocados por la derecha, que apoyó a Bolsonaro hasta que él empezó a dar claras muestras no solo de ineficacia sino también de un radical desequilibrio psicológico.
Los sondeos de opinión pública muestran que la aprobación de su gobierno se derrite como una paleta al sol. Si ya era minoritaria desde hace mucho, ahora se hace mínima.
Pero sigue el caos, sigue la tragedia, sigue el peor presidente de la historia de la república brasileña, competidor directo de los dictadores que se turnaron en el poder entre 1964 y 1985, tan admirados por él, con sus torturadores sanguinarios, pero que no lograron producir semejante devastación como la que Bolsonaro impuso e impone a este pobre país.