“Cuando le dije a mamá que quería ser músico, se largó a llorar y me dijo: ‘Vas a terminar drogadicto como Charly García’”, confesó en 2005, durante una entrevista, Gabriel Ruiz Díaz. Mientras su hermano, Fernando, completaba: “Yo tenía clarísimo que él iba estudiar ingeniería en computación o algo así, y mira cómo terminó. Es un niño prodigio”. Si bien es cierto que los aunaba un talento por encima de la media, el destino les deparó tanto al ex Serú Girán como al otrora Catupecu Machu caminos diferentes en una misma escena. Al punto de que en la cumbre de su carrera, cuando recién confirmaba que era una de las mentes más ingeniosas del rock argentino y su grupo estaba a un tris de comandar la revolución que tanto ansiaba la música popular contemporánea local, un accidente automovilístico dejó en suspenso todo tipo de planes y adjetivos. Hoy, a década y media de esa tragedia con mal sabor a injusticia, que derivó en una serie de lesiones cerebrales contra las que luchó hasta sus últimos días, Gabriel finalmente decidió que era momento de trascender. Tenía 45 años.
Fernando confirmó la noticia a través de su cuenta de Instagram. “Amores, hoy se fue Gabi, se fue tranquilo, en paz. Gabi el amigo, el hermano, el bajista, el científico, el músico, el hijo... un ser amoroso, generoso, bueno, brillante, y sobre todo un guerrero”, describió. “Te fuiste hoy, en el Día del Músico Argentino. Un día, en una entrevista, le preguntaron cuál era el disco que más le gustaba de la historia de nuestro amado rock argentino y dijo Artaud, de Luis Alberto Spinetta (este sábado hubiera cumplido 71 años de su nacimiento). Seguramente, te debe estar esperando para que con tus cuatro cuerdas mágicas hagas lo que más amaste en tu maravillosa e increíble vida: el bajo y la música”. A pesar de que pueda parecer una obviedad, el mayor de los Ruiz Díaz, más allá de la conexión sanguínea, era el principal admirador de su hermano. No sólo lo amaba con locura, sino que también no dejaba de sorprenderse con los transes artísticos por los que podía atravesar Gabriel. Bien fuese en el estudio o en el escenario. Eran el yin y el yan: uno ponía el cuerpo, y el otro la bocha.
Aunque la historia del rock argentino la escribieron bajistas del tamaño de Alejandro Medina, Machi Rufino, Pedro Aznar, Cachorro López, Viticus, Diego Arnedo, Javier Malosetti, y más recientemente Brenda Martin y Santiago Motorizado, Gabriel Ruiz Díaz supo hacerse de una identidad propia al momento de colgarse su instrumento. Esa retórica entre euforia y reflexión que emanaba de sus cuatro cuerdas estaba notablemente entusiasmada por la hiperquinecia y elasticidad de la tradición californiana de la segunda parte de los ochenta, encarnada por iconos como Flea, Les Claypool y Billy Gould. “Me rompía la cabeza cómo tocaba Gabi”, reconoció Fernando a este diario. Todo el mundo me decía: ‘¿Por qué no te vas a tocar con este animal’, y lo terminé haciendo”. Juntos grabaron cuatro discos de estudio, y uno en vivo, que tienen en su debut, Dale! (1997), su trabajo más epidérmico, y en Cuadros dentro de cuadros (2002), una oda a la experimentación en la que se atrevió a deshacerse del bajo. O al menos lo reemplazó por sintetizadores y samplers.
A esas alturas de su carrera con Catupecu Machu, que arrancó en su natal Villa Luro en 1994, luego de que Fernando lo viera tocar en Pub 44 y decidiera invitarlo a fundar el grupo, Gabriel Ruiz Díaz se había deshecho de los límites. Entonces convirtió al estudio en su laboratorio de investigación sonora. “Soy curioso. Me llaman la atención las cosas”, justificó. “En Cuadros dentro de cuadros pensamos hacerlo todo al revés. Queríamos una casa sin columnas”. Pero esa inquietud la asomó en el disco que los expuso: Cuentos decapitados (2000). “A partir de la transformación de la música o de los shows, hubo gente que cambió cosas en su vida. Se dieron cuenta de que podían probar algo diferente”. A poco menos de un mes del accidente, Fernando tuvo el valor de salir a tocar en vivo nuevamente. Sucedió frente a 10 mil almas, a las afueras del estadio Obras, y con el visto bueno de su madre Dominga. “Gabriel no va a estar en el escenario, pero va estar más presente que nunca”, dijo en uno de los pasajes del show. Desde ese instante, no dejó de estarlo. Y menos ahora que ya no necesitará el suelo para pisarlo.