“En el quinto asalto, Lavorante salió decidido a terminar la contienda: lo hizo con la certeza de que con un par de buenos golpes el asunto acabaría, pero hubo un segundo en el que su guardia cedió y su cabeza quedó al descubierto, sin defensa. Riggins, con la fuerza que le quedaba, le aplicó un derechazo que dio de lleno en el costado izquierdo del cráneo del argentino. Fue un golpe extraño, ya que Lavo se detuvo como si estuviera en trance”. El relato pertenece al libro El boxeador que sonreía demasiado, del experimentado periodista mendocino Rolando López. Cuenta la vida de Alejandro Lavorante, nacido en Mendoza el 20 de octubre de 1936 y fallecido el 1 de abril del 64, tras una agonía de 18 meses.

La de Lavorante no es la típica vida del boxeador de orígenes sufridos y que desde la extrema pobreza se abrazan a ese deporte para subsistir. Nació en una familia de clase media y se fue a probar suerte a los Estados Unidos, donde hizo carrera hasta llegar al tercer puesto del ranking de los pesados. En Argentina fue ignorado por los medios de comunicación. El Gráfico apenas le dedicaba algunas líneas. En cambio, se hizo noticia cuando se supo de su estado tras una pelea con Johnny Riggins, el 21 de septiembre de 1962, en Los Ángeles.

A la pelea con Riggins, cuenta López, Lavorante la había tomado como la continuidad o el final de su carrera como boxeador, dependiendo del resultado. Llevaba tres años peleando en los Estados Unidos, donde algunos lo veían como candidato a campeón mundial. Solía ganar por KO pero ante Riggins llegaba con dos derrotas. Una ante Archie Moore y otra con un ascendente Cassius Clay.

Lavorante durante el pesaje de su pelea con Cassius Clay (Mohamed Alí).

Había hecho buen dinero y era conocido. López nos recuerda la cantidad de público femenino que iba a verlo por su belleza. Tanta que hasta un emisario de Frank Sinatra fue a contratarlo para que trabaje en locales nocturnos del cantante. Lavorante recibió a cambio una visa de artista que le aseguraba más tiempo legal de permanencia en ese país mientras se tomaba su tiempo para aceptar el ofrecimiento. Su manager, Pinky George, tuvo que eludir a la mafia para seguir dirigiendo su carrera, en cuyo horizonte se especulaba con una pelea ante Floyd Patterson.

Tommy Evans fue a ver a George no para pedirle por Lavorante sino para “avisarle” que se lo llevaba con ellos. “Frank Sinatra tiene intenciones de contratarlo para algunos de sus números en sus negocios de Las Vegas”, le dijo. Y agregó, ante el titubeo del manager: “No ha entendido nada. Me he tomado el trabajo de convocarlo para no pasar por encima de su rol de representante, pero lo que yo necesito, y bastante rápido, es hablar a solas con su boxeador. Demasiado amable he sido con pedirle esta cita”.

Cuando Lavorante aterrizó en los Estados Unidos y se cruzó en el camino de George, la idea era integrarlo al catch. El argentino no quería saber nada, a pesar de que lo intentó. George, a la vez, confió en Lavorante como boxeador y, por lo tanto, en los ingresos económicos. Siguieron peleas y menciones en diarios locales y hasta en Los Ángeles Times. Después apareció la televisión.

Cuando perdió con Moore y Clay desapareció de los primeros planos y tuvo que empezar de nuevo. Riggins era la bisagra en su vida. El relato de López, dividido en 14 rounds, es tan detallista que no deja nada de lado cuando refiere a lo que sucedió desde aquella noche en la que cayó en el ring para no levantarse más. No sólo cuenta el mundo del boxeo sino la condición humana. Habla de la distancia con su familia en Argentina y de las bajezas del sistema de salud que lamenta más las pérdidas económicas por su internación que la atención de un paciente. También están las mafias del juego y del deporte. Todo eso nos va contando López a medida que se avanza la lectura de las 240 páginas.

Clay fue uno de los visitantes de Lavorante en el hospital. El otro fue Riggins, desmejorado, con ropa arrugada y olor a alcohol. El caso empezó a tener espacio en los medios argentinos. “Entre lo lastimoso y lo morboso”, nos advierte López.

Lavorante fue operado pero no hubo mejoras. Su madre, Lidia Ugarte, viajó para acompañarlo durante la internación y luego para su traslado a Rosario, donde vivía la familia. Sin dinero para costear la atención médica, vendió los entretelones del viaje de regreso a la revista Life. Si buscan en YouTube, hay algún que otro video que refleja su estado. Lavorante no podía valerse por sí mismo. Comía papilla que le daba su mamá y salteaba los problemas respiratorios cómo podía. Un empresario ligado al fútbol que se sentía manosanta ofreció sus servicios en Mendoza. Entonces hubo que trasladarlo de nuevo. El capítulo donde López cuenta estos detalles es imperdible. Hasta aparece Pelé.

La mañana en que falleció, Lavorante estaba acompañado solamente por su madre. Sus hermanos habían salido. No faltaron donaciones para el velorio ni el entierro. George, su manager, había aprendido que para saber si un boxeador tendría futuro de campeón había que observar cómo comía. “Tienes que mirar cómo se maneja con los cubiertos. Un peleador rudo y que va a ser difícil de voltear nunca suelta los cubiertos cuando come. Es que tienen miedo de que alguien les arrebate la comida; y por eso nunca sueltan ni cuchillo ni tenedor”, le dijeron cuando era joven.

En la cena de la Navidad de 1959, George -según relata López- observa que Lavorante “tomaba los cubiertos con la delicadeza felina que le habían enseñado en su familia”. “Oye, Alex. ¿En Argentina alguna vez pasaste hambre o alguna necesidad?”, le preguntó. Lavorante dejó de comer, bajó los cubiertos, tragó, se limpió con delicadeza y contestó: “No, nunca me faltó la comida. ¿Por qué?”. “Por nada. Olvídalo”.