Supongamos que Nueva York es una ciudad

(Pretend It's a City)

EE.UU., 2021

Dirección y guión: Martin Scorsese.

Fotografía: Ellen Kuras.

Montaje: David Tedeschi, Damián Rodríguez.

Con: Fran Lebowitz, Martin Scorsese, Spike Lee, Olivia Wilde, Alec Baldwin, Toni Morrison.

Duración: 210 minutos.

Disponible en Netflix.

8 (ocho) puntos

Hacer de cuenta que es una ciudad, que no hay solo turistas y que se puede hacer algo distinto a responder sus preguntas. Por ejemplo, ir a la tintorería, aun cuando sea siempre un problema. O esperar el colectivo. Viajar en subte. Apelotonarse de gente y sobrevivir para contarlo. Eventualidades cotidianas. Que suman un ingrediente inevitable: la gente. Hay mucha. No se puede controlar su circular. Caminan sin mirar al otro o sólo observan sus teléfonos. Vale decir, el trajín del día a día no es algo fácil. Allí hay aventuras y desafíos más importantes que escalar una montaña y sentirse falsamente superado.

Muchos párrafos así intentarían inútilmente acercarse al decir de la escritora Fran Lebowitz, de una ironía que brilla entre sonrisas malévolas y una lucidez instantánea. Basta una pregunta, cualquiera, para que busque la manera de sortear la respuesta e indagar en otras posibilidades. Al hacerlo, regala un mundo enorme. Incómodo, porque no se trata de decir nada del modo correcto; por eso mismo, absolutamente festejable.

Así parece entenderlo Martin Scorsese. Con los siete capítulos de Supongamos que Nueva York es una ciudad esculpe el retrato de Fran Lebowitz y también el de una amistad: ella habla y él ríe incontenible. La simpatía que ambos se profesan ya había coincidido en un documental previo, que Scorsese realizara para HBO con el título Public Speaking (2010). Muchos de los comentarios esbozados allí obtienen ahora una mayor profundidad, y alcanzan una duración que araña las ¡3 horas y media! No es para menos, el puzzle Lebowitz es una fiesta. No sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice: el dedo índice que aclara o alerta en pose levemente congelada, la risa repentina, el rostro (más o menos) huraño, las respuestas inesperadas e incómodas que aduce y las maneras a través de las cuales argumenta.

Evidentemente, la serie de Scorsese no podría ser sin esta complicidad. Lo evidencia, por contraste, el rescate de otras notas, en entrevistas con Alec Baldwin, Olivia Wilde, Spike Lee y Toni Morrison (fallecida en 2019 y a quien el trabajo está dedicado). Sólo con Morrison podría decirse que hay una afinidad mayor, pero en el caso de las demás, aun cuando Lebowitz gruña sus observaciones con sus mañas características, no existe la misma desenvoltura. Además, Scorsese la graba todo el tiempo. ¡Me tenés que avisar!, le reprocha ella al enterarse que la cámara estaba prendida. Pero el zorro viejo sabe cómo ganar para sí estas disputas de manera amable.

Por todo esto, las apreciaciones de su amiga pueden ser vistas también como declaraciones con las que el propio director comulga, y que van más allá del parecer sobre lo que era y es Nueva York. Este es apenas el caldo de cultivo en donde sumergirse para indagar otras cuestiones: los años ’50, la familia y la niñez, los periódicos que tapizaban las calles, el desaparecido mundo de las librerías (sinónimo inevitable con el de los cines), la relación con las nuevas tecnologías –en relación a Instagram y Twitter dirá: “porque sé lo que son, no los uso”–, o el coleccionismo de subastas que logra aplausos ante los millones de dólares vendidos pero silencios ante el Picasso que se ofrece: “¿no debiera ser al revés?”, se pregunta. Allí, justamente, el dinero. Lo poco que le importa a Lebowitz pero lo mucho que depende de él para tener sus muebles y para cuidar de sus 10 mil libros.

Cuando llegue el momento de conocer su biblioteca, será un mundo paralelo el que se abra, donde observar cómo circula entre los estantes, y a partir de información que el propio Scorsese le solicita, sobre la llegada de inmigrantes a principios del siglo XX. La consulta la dirige solícita por ese mundo que tan bien conoce. Allí están los libros, siempre a la espera. Leer, confiesa, fue lo que le abrió a múltiples posibilidades, lo que la volvió rica. ¿Para qué preocuparse por el dinero, cuando se podía vivir en todos y en cualquiera de los mundos que los libros abren?

Algunas de las consideraciones más sagaces están ligadas a las denuncias por acoso y abuso sexual en Hollywood. La escritora adhiere, las sabe ciertas porque no le significan ninguna sorpresa. Elige, en cambio, contar una historia –narradora como es- y depositar la atención en una mujer, indocumentada, que trabaja cambiando sábanas por un dinero que no es suficiente y para un conserje del que es víctima. Hay millones como ella, prefiere destacar. De igual modo, pero sin decirlo así, cuando se refiere a la denominada “cultura de la cancelación”, con ejemplos como el escritor Henry Roth, de quien se supo tuvo relaciones sexuales con la hermana: “no hablaría con él, pero lo seguiría leyendo, es un gran escritor; además, está muerto”; o Joseph Levine, director del Metropolitan Opera, despedido por denuncias de abuso sexual: “tenían que despedirlo, eso lo entiendo, ¿pero sacar sus grabaciones? Siguen siendo geniales, es un gran artista”.

El recorrido Lebowitz abarca también consideraciones sobre pagar para hacer ejercicios como prisioneros de guerra, caminar con colchonetas plegables con las que practicar yoga (“la última vez que usé una colchoneta así fue en el jardín de infantes”), lo inadecuado de relacionar cualquier cosa con el arte (“¿se puede comer?, entonces no es arte”) o de asimilar el arte con otras prácticas, como el deporte. A propósito, la discusión con Spike Lee, porque el realizador es un fanático del deporte y de muchos de sus artífices, afroamericanos como él. Al mismo tiempo, Lee indaga en la amistad de la escritora con Charles Mingus, y en una anécdota que parece bizarra.

A la vez, Lebowitz argumenta sobre la necesidad de los espacios culturales en una ciudad, aun cuando poca gente los visite, y que de ninguna manera se debe discutir su valía desde este parámetro, cuando sí se lo hace con los estadios para justificar sus indiscutibles construcciones. Detrás de estos equipos, distingue ladina, ofician las marcas registradas y las corporaciones: “¿cómo lograron que la gente salga a festejarlos?”, se pregunta.

En síntesis, un recorrido que es un disfrute, al que contemplar como la observación de una ciudadana sagaz y de una artista que ha hecho de Nueva York el lugar de su vida. Un lugar del que no puede –y no quiere- escapar.