La mujer de anteojos negros que algunas horas atrás bajó temerosa del ascensor y no tuvo coraje para entrar, no era Laura. Porque Laura llevaba toda la mañana sin moverse de allá adentro. Sentada casi encima de la cabecera del cajón, donde Enrique apunta con su nariz al cielo raso. A ella era a quién todos se arrimaron a saludar con un beso cálido, la abrazaban y decían palabras de aliento, mientras escuchaban su voz acongojada explicando los detalles de la noche en que el corazón de Enrique, de repente, dijo basta.

Debió pasar un tiempo para que la otra mujer se animara a atravesar la puerta de blíndex. Antes se paseó por el pasillo con la vista fija al piso, quizá por pudor, o lo más probable temiendo que alguien pudiera sospechar algo.

Cuando al fin se decidió a entrar, apenas traspuso la puerta, una anciana la tomó de la mano y dijo lo siento, mencionando algo de la viudez. La mujer asintió con la cabeza aceptando las condolencias. Creyó que no era el momento para explicarle que ella no era Laura. No había tenido tiempo de pensar que ella también era la viuda, el solo escuchar la palabra le produjo escalofrío.

Al rato, la mujer y Laura se encontraron una a cada lado del cajón, mirándose la cara por primera vez. Laura sentada en la cabecera y la otra parada un poco más lejos, como respetando un territorio que no le pertenecía.

La mujer conocía a Laura por foto. Un día, cuando ya llevaban un año encontrándose con Enrique en el departamento de ella a la hora de la siesta, no había aguantado la curiosidad y aprovechando el estado de sumisión de él le pidió una foto de Laura para el próximo encuentro. Solo para justificar el capricho le había dicho que era eso, un antojo. Enrique cumplió como un niño obediente llevando varias fotos de Laura. En ninguna estaba él. Cuando la tuvo enfrente pensó que no había estado demasiado errada a la hora de imaginársela. Laura era la persona fría que las fotos mostraban. No la vio lo triste que debiera estar alguien que hace unas horas perdió al amor de su vida. La primera vez que se cruzaron las miradas, la mujer bajó la cabeza y pensó que debiera haber traído preparada alguna respuesta por si Laura preguntaba de donde se conocían. No hizo falta porque Laura no abrió la boca. Apenas si la miraba de reojo cada tanto, ignorándola. La mujer sintió que Laura la estaba comparando y que ella era inferior. El cuerpo de Laura era más trabajado, quizá haya sido Enrique quien le sugirió a Laura ir a un gimnasio, sintiéndose culpable, o intentando volver a enamorarse al menos de una mujer de buen físico. Para los ojos de la otra, Laura tenía todo el aspecto de una mujer cuidada, sus manos eran delicadas y parecían ser tibias y suaves. Después, un rato antes de irse, pudo tocarlas y comprobó que eran así: suaves y tibias.

Al costado del cajón había varias coronas, la del centro era más grande y en letras doradas decía: Tu esposa. La mujer pensó que Laura podría haber sido más expresiva, que ella hubiera ordenado poner algo que dimensionara el tamaño de su amor. Supuso la frase: Amor, nuestro hilo rojo no se cortará jamás. Se imaginó a los de la funeraria colgando esa corona y la cara que pondría Laura al verla. No tenía coraje, pero esa mujer se lo merecía. Cómo si le estuviera leyendo la mente, Laura respondió a un comentario de alguien que le señaló cuánto la había querido Enrique diciendo: fui su único Amor. La mujer tomó esa respuesta como si ella fuera la destinataria y comenzó a profundizarse un sentimiento de envidia porque todas las reverencias eran para Laura, que en ese momento tenía gestos apenas imperceptibles, pero gestos al fin de mujer triunfadora. Hasta en la vestimenta había diferencias, Laura estaba con la mejor ropa y ella tuvo que ocultarse detrás de anteojos negros. Cuando alguien decía algo relativo a la casa de Laura y Enrique, la mujer por más que se esforzara, no alcanzaba a imaginarse de qué hablaban. Como si fuera una revelación inesperada, comprendió que el mundo de ellos era un mundo secreto, lejano, que Enrique tenía bien guardado, del que casi nunca hablaba y que ella apenas si había podido espiar algo en esas dos horas que le tocaban una vez cada quince o veinte días. En ese momento la mujer se alejó unos pasos del cajón, consciente de que estaba siendo habitada por un dolor nuevo, que iba mucho más allá de la muerte de Enrique. Era la amarga pena que genera la desilusión, porque Enrique era el único que podría hacer algo para equilibrar las cosas y estaba ahí duro como una estatua, mudo para decir aquello que tantas veces le había dicho: que era a ella a quien amaba.

En algún momento la mujer vio entrar a un hombre pelado que enseguida reconoció, porque Enrique se lo había descripto infinidad de veces. Era su mejor amigo. El hombre, después de pararse adelante del cajón y abrir sus ojos incrédulos, miró a las dos mujeres. Insinuó caminar hacia la otra, sin embargo fue hacia donde estaba Laura, pero apenas terminó de abrazarla dio la vuelta, saludó a la mujer y se quedó de ese lado. La mujer tomó ese gesto como un triunfo, qué mejor que un amigo para saber los auténticos sentimientos de Enrique. El pelado se arrimó al cajón, puso la mano sobre la cara de Enrique y por lo bajo dijo que parecía sonreír. La mujer lo recordó a Enrique sonriente, cuando entraba haciendo chistes al departamento, cuando ella lo esperaba con el vino preferido y todas las veces que con excelente humor se arremangaba para arreglarle una canilla o cambiar lamparitas.

Todo esto ocurrió en el trascurso de la tarde, desde que la otra mujer entró a la sala velatoria y ahora, al anochecer, cuando la mujer ya no soporta respirar ese olor a flores concentrado y tampoco sabe cómo hará para despedirse de Enrique con la dignidad que la dimensión de su amor lo amerita. Laura es, sin embargo, quien le allana el camino. Por primera vez en el día deja su silla y camina hacia la sala de al lado. Después de hacer unos pasos gira la cabeza y fija su mirada en la mujer, luego sigue su camino. La mujer intuye cierta complicidad y siente en ese gesto que Laura la ha dejado a cargo de Enrique. Alguien le ofrece una silla a la mujer y así, sentada en la cabecera, como hasta hace un momento estuvo Laura, siente ser la dueña de ese hombre. Se permite liberar una repetición de sollozos profundos que le permiten derramar en silencio todas las lágrimas que Laura no podía derramar. Comprende que es eso lo que más la fastidia, la indiferencia de Laura para dejarlo ir a Enrique. O sería que Enrique ya se había ido mucho tiempo antes y Laura era consciente de eso.

Cuando Laura vuelve parece tomar como algo natural ver a la mujer sentada en la cabecera del cajón. Entonces, estando frente a frente se cruzaron miradas comprensivas, hasta de cierto agrado. Se mostraban descomprimidas, como aceptando que este encuentro era inevitable. La mujer había supuesto que ese día habría gritos y agresiones, que Enrique iba a estar en el medio, incómodo por la disputa, pero no así, muerto sin poder decirle a alguna que la amaba. La mujer se había preguntado muchas veces si Laura sospechaba que ella existía, ahora no le quedaban dudas. Esa certeza hizo que todos los músculos del cuerpo se aflojaran al mismo tiempo y ya no pudo ver en Laura la mujer desalmada que tanto había imaginado.

 

 

 

 

Con la paz del que ya no teme, la otra mujer decide despedirse. Parada en la cabecera del cajón comienza a inclinarse como para besarlo a Enrique. Lo hace con un movimiento tan suave que parece premeditado desde mucho tiempo atrás. Pero no llega a completarlo porque siente la presencia de Laura como un fuego que la estuviera atravesando. Incapaz de continuar, se detiene, da un paso hacia atrás, pega la vuelta por adelante del cajón y camina lentamente hacía donde está Laura sentada. Como quien se acerca con desconfianza a la boca de un túnel oscuro, arrima su cara a la de Laura y la besa en la frente. Laura cierra sus dos manos sobre la mano de la mujer con ternura de madre, la deja así un tiempo interminable en el que alcanza a sentir el calor de la piel suave de Laura. El gesto es tan triste y benévolo que la mujer lo acepta sumisa. Es Laura, precisamente quien antes de separar sus manos dice gracias. La mujer tiene en la punta de la lengua responder alguna frase de agradecimiento, pero antes de que abra la boca, Laura le dice que un día de estos la espera en su casa para que elija algún objeto de Enrique como regalo. La mujer contesta que sí, que irá pronto.