“La educación pública es mejor que la privada”, asegura Enrique Samar, con la fuerza de una convicción fruto de años de reflexión sobre el hacer en las aulas. Y una reflexión que surgió del hacer real y concreto durante sus décadas de maestro, celador, vicedirector y director de escuelas públicas. Acaba de publicar su nuevo libro, Encuentros. Historias de luchas, desvelos y preguntas en la escuela pública, en el que compila una serie de textos de distintos docentes que hablan de sus experiencias y vivencias en la escuela pública.
–Bueno, ya sabemos entonces que para usted nadie “cae” en la escuela pública.
–Claro que no. Hay una característica de la pública que la privada no puede alcanzar. Es la diversidad, la pluralidad de todos los que hacen la educación pública. En una privada, los chicos sólo tratan con sus iguales y se pierden de aprender de gente que tiene otros saberes, otras costumbres.
–Los chicos en la privada conocen una comunidad homogénea que no tiene nada que ver con la sociedad real.
–Sí. Y es importante ir un paso más allá del aula. Detesto la frase “cada maestrito con su librito”, porque deja de lado la dimensión colectiva de la educación. La tarea docente no se circunscribe al aula. Es un quehacer del maestro con sus compañeros, con el barrio...
–Un enfoque muy interesante...
–Creo que realmente lo más importante es el plano colectivo. La escuela tiene que ser de puertas abiertas. Yo hablaba de “escuelas hermanadas”.
–Una linda manera de llamarlas.
–Le voy a contar un ejemplo de eso de una escuela hermanada con su comunidad. Porque es algo muy concreto. Yo era director de la escuela 23 del Distrito Escolar 11, en el Bajo Flores. Un día, Rubén, un mecánico del barrio, me cuenta que necesita ayuda. Resulta que la plaza del barrio siempre se llamó Armenia, hasta que los milicos le pusieron Virreyes. Y Rubén quería que se llamara Tupac Amaru. Y me contó que hacía años que trataba de interesar a los vecinos, que todos decían sí, sí pero no pasaba nada. Entonces le propuse encararlo como un proyecto barrial. Armamos un proyecto (fueron muchas reuniones y discusiones) y lo presentamos en la Legislatura. Hubo un montón de idas y vueltas hasta que logramos que fuera aprobado.
–Una historia preciosa...
–Sí. Lástima que no termina ahí. Porque la ley salió, está vigente. Pero nunca pusieron ningún cartel con el nombre. Y la estación de subte se sigue llamando Virreyes. Entonces nadie conoce el nombre de la plaza. Una historia muy PRO.
–¿Por qué es docente? ¿Cómo empezó?
–Fue una decisión de mi padre. Como yo era el mayor, le pareció que la docencia era una buena carrera, porque si a él le pasaba algo, yo podría conseguir trabajo seguro. Así que me recibí de maestro.
–¿Nunca quiso hacer otra cosa?
–La docencia me gustó. Igual, cuando terminé, empecé Derecho. Era el año ’69.
–Una época movida en la Universidad...
–Sí. Hacia la mitad de la carrera ya sabía que no me gustaba y abandoné. Para la época de Alfonsín pedí la reincorporación y terminé.
–¿Y seguía sin gustarle?
–Sí, una especie de desafío. Me recibí, hice un divorcio, un par de casos laborales...
–¿Y entonces?
–Paralelamente seguía con la docencia. Ahora estoy jubilado, pero yo quería seguir hasta los 80. No me cansé, no me harté de los chicos.
–¿Y cómo fue pasar a ser director?
–Aaahh... De chico creía que los directores eran omnipotentes y que hacían lo que querían. Ahora ya sé que sólo pueden impulsar en una dirección o poner palos en la rueda.
–¿Y eso? ¿Cómo lo aprendió?
–Como tantas otras cosas, lo aprendí del choque entre la teoría y la práctica. Yo llegué en el 97 a la escuela 23, en agosto. Y se me ocurrió armar una murga para el acto de fin de año. La idea era preciosa. En una murga pueden estar todos, bailando, escribiendo las canciones, haciendo los trajes... La murga incluye a los chicos, a los maestros, a los padres, al barrio...
–¿Y qué pasó?
–Pasó que choqué con los docentes. Empezaron con que en esa escuela eso no se podía hacer, que nunca se había hecho... Y no me pareció bueno imponerlo así nomás.
–Claro, de la murga se participa con ganas, no por imposición...
–Era una contradicción que fuera obligatorio.
–Y ahí murió la murga.
–Llegamos a un compromiso. Les dije que el acto de ese año iba a ser como ellos querían, tradicional. Y que al año siguiente haríamos la murga. Entonces, en la reunión de personal de agosto del 98, refloté la cosa. “¿Se acuerdan de que el año pasado quedamos en que el acto de fin de año...?” Y salió, nomás, porque muchos docentes se engancharon con la idea. Algunos recalcitrantes quedaron, pero bueno...
–¿Cuál es el problema más acuciante en la educación pública?
–No sé si el más acuciante, pero algo que hay que hacer seguro es terminar con la obediencia debida en las escuelas. Muchos docentes tienen una actitud absolutamente acrítica con la autoridad. Les cuesta muchísimo cuestionar las órdenes que reciben, o por lo menos reflexionar sobre ellas.
–No enseñan a cuestionar.
–Claro. Le doy un ejemplo. Durante mucho tiempo integré, elegido por los aspirantes, los grupos de evaluación para los cargos directivos. Llegar a director es un largo proceso, con muchas pruebas. Una de ellas es un coloquio. En medio de todas las preguntas (pedagógicas, de procedimiento administrativo, etcétera), yo mechaba alguna para ver qué tal era en un sentido más general.
–¿Qué preguntaba?
–Podía ser, por ejemplo: “Usted llega a la escuela y la vice le dice que llegó un fax (eso es de viejo, ahora diría un correo), con la firma del ministro, en el que se estipula que en el acto del 1º de Mayo sólo se hablará de la Constitución y no se hará ninguna referencia al Día de los Trabajadores. ¿Qué hace?”
–¿Y las respuestas?
–Increíble (y preocupante) la cantidad de gente que quedaba paralizada por la orden, la firma del ministro. Titubeaban y no se animaban a desobedecer una orden con la que no estaban de acuerdo.
–De ahí lo de eliminar la obediencia debida...
–Claro. Hay que ejercitar la reflexión, animarse a cuestionar...
–¿Y en casos como el de la escuela de La Boca y el video del 24 de marzo?
–Ahí a la directora le fallaron los reflejos. Las maestras iban a pasar un video y se lo olvidaron o se les perdió y quedaron medio desesperadas porque era el día del acto. Entonces esta maestra les ofreció un video que ella tenía. Nadie lo vio antes de pasarlo. Las engañó. A la directora le falló el reflejo de suspender el video, o de hablar con los chicos después y explicarles.
–La batalla cultural no se gana tan fácil...
–Es una batalla que tenemos que pelear en un montón de frentes. Por ejemplo, en el tema de los subsidios.
–¿Cómo se insertan los subsidios aquí?
–Mire, hay que empezar a dar la discusión de los subsidios a las escuelas privadas, para que los recursos del Estado vayan sólo a la educación pública. Pero es un tema del que nadie quiere hablar.
–¿Quiénes no quieren?
–Nadie quiere. Ni los sindicatos, ni los partidos políticos...
–Es un tema ríspido...
–Sí, es piantavotos. La clase media entra en pánico si se termina la educación privada. Hay mucha gente que en la teoría defiende la educación pública y manda a sus hijos a escuelas privadas.
–¿Cómo sintetizaría su experiencia docente?
–Tal vez diciendo que nunca terminé de sorprenderme mientras fui docente.
–¿Siguió aprendiendo hasta el final?
–Mire, tres o cuatro años antes de jubilarme, descubrí que había pasado por alto algo importantísimo. Resulta que una compañera vino a contarme que una alumna era tartamuda. Después de charlar con la chica, descubrimos que el papá, boliviano, le insistía para que hablara en porteño. El quería lo mejor para ella, pero...
–Con la mejor intención...
–Sí. Entonces empecé a preguntar y en aproximadamente veinte familias de la escuela había un abuelo, un tío, un padre que hablaba aymara, guaraní, quechua. ¡Me pasé todos esos años sin saber algo tan básico como que algunos alumnos vivían en familias que hablaban otros idiomas!
–¿Y entonces?
–Revalorizamos esos saberes. Usted no se imagina con cuánto orgullo un chico me contaba que en su casa se hablaba aymara después de que ganó Evo... Antes se avergonzaban y después sacaban pecho.
–Una buena lección para el bullying...
–Además, organizamos talleres de cocina en los que las mamás que sabían les enseñaban a las otras a cocinar la quinoa. Esas señoras por primera vez veían que algo que ellas hacían era valorado en la escuela.