Desde Barcelona

UNO Rodríguez entra al tren y, ahí, los carteles que reclaman silencio. Ese silencio hasta hace poco circunscripto a bibliotecas, cines, hospitales. Entonces la voz en el altavoz --paradójicamente rompiendo el silencio-- recordándole al pasaje que en boca cerrada no entra covid. En silencio, no se expulsan todas esas partículas enfermantes cuando, por ejemplo, se pronuncia una palabra como Pffffizer o se recitan números cada vez más altos/largos de acostados y enterrados. Tampoco es que esa grabación tenga que insistir demasiado. Nadie habla ni conversa. Impera silencio ominoso y, nunca mejor dicho, sepulcral entre españoles que --hay estudios-- están N. 1 en el ranking europeo de voz alta. Ahora, el virus que no habla pero enmudece. El virus que ha dejado a todos sin palabras en su tercer acto (de presencia) que no es otra cosa que una continuación del primero y que ya se parece demasiado a una de esas series de tv alargadas y repetitivas.

Y, sí, nueva muestra del ya largo proceso de humanización del virus por parte de los humanos: se le adjudica personalidad a su humor cambiante, se lo malentiende como a inmigrante ilegal con idea de mundo como tablero de RISK/TEG con fronteras y estrategias de las que intentan convencernos "expertos" asegurando que el contagio masivo en exteriores de entonces mutó ahora al contagio masivo doméstico. Va siendo tiempo de admitirlo, piensa Rodríguez: nadie sabe mucho de lo poco que se sabe. Y aunque abunda el tweet-parloteo de los que dicen contar con novedosas precisiones y curas milagrosas, lo cierto es que la silenciosa población --y toda población es "de riesgo" cuando lo que se contagia es la ignorancia y el rumor y la "fatiga pandémica"-- cada vez los escucha menos porque, sí, al menos ya siente cierta inmunidad contra los estrepitosos virales a falta de inmunidad contra el silente virus.

DOS Así, Rodríguez ha optado por oír menos y ver más. Leer a solas y en ese silencio que (lo leyó en Historia del silencio de Alain Corbin) fue una verdadera revolución en la Edad Media porque, hasta entonces, solía leerse en voz alta y en compañía.

Y lo último que Rodríguez ha leído en silencio ha sido El silencio de Don DeLillo. Breve por fuera y amplio por dentro narrando "evento" catastrófico derivando a nuevas normalidades de esos/esas a los que es tan afecto este gran escritor norteamericano. En El silencio DeLillo insiste en la naturaleza del cataclismo como disparador de partida: adiós a lo digital y bienvenidos a una nueva era unplugged. ¿Quién es el responsable? ¿Atentado mundial? ¿Erupciones solares? ¿"Energía oscura y ondas fantasmas"? ¿Profecía cumplida marca Einstein? ¿Coca-colero botón rojo? No importa demasiado; pero sí es de destacar que en El silencio --a diferencia de tanta representación de lo apocalíptico-- se refleja el verdadero tempo dramático de lo findemundista: no frenético y con espectaculares efectos especiales sino lento y hasta aburrido y vulgar, como estos días a vida o muerte en los que la gente se queja por el cierre de bares mientras las funerarias hacen horario corrido. Importa, sí, que en El silencio todo es difuso y contradictorio como en una pandemia cuando --postula DeLillo con ecos de Seinfeld-- "la vida de pronto se vuelve tan interesante que hasta nos olvidamos de sentir miedo".

El problema ahora, claro, es que lo del covid-19/20/21 empieza a ya no ser interesante. Y entonces sólo queda sentir miedo.

Pero en silencio, por favor.

TRES Ya en 1985 --en White Noise y su "airborne toxic event"-- DeLillo había advertido que "en una crisis, los hechos verdaderos son aquellos que la gente dice que lo son. Ningún conocimiento es menos seguro que el propio".

Y El silencio no es la única novela reciente ocupándose de un off total. Rodríguez leyó también la más luminosa y pastoral The Arrest de Jonathan Lethem y la más claustrofóbica y doméstica Leave the World Behind, de Ruman Alaam. Y las tres sienten miedo pero, al mismo tiempo, un cierto regocijo inconfesable por el retorno a tiempos menos atronadores en los que en lugar de pantallas (transmitiendo horas y horas de la investidura de Joe Biden al mundo --incluyendo ese poema escolar-- mientras difícilmente los norteamericanos tengan que soportar sus equivalentes en otros países) se miraba al fuego o, al menos, al lavarropas. Y las tres novelas tienen algo en común: todas son disaster novels sin el desastre optando, en cambio, por ocuparse de los desastrosos.

Y no hace mucho se cayó Google (la teoría conspiranoide de Rodríguez es que estos "desperfectos" son coming soon previos a implantación de servicio pago a raza ya adicta e incapaz de funcionar y de hacer memoria sin apoyatura externa).

Y entonces, aterrorizados, todos se callaron por un rato.

CUATRO Y se ha postergado el estreno de la precuela/secuela de A Quiet Place, pero se ha pedido a los fieles que no canten a los gritos en misa y a los futuros asistentes a las cancelables olimpíadas en Tokyo que no viven a los atletas. Y está claro que no es un silencio como el de aquel bar-teatro de David Lynch o el de esos monjes viajeros de Scorsese. Es un silencio no reflexivo y que no reflexiona mientras Larry King hace mutis por el foro. Es un silencio enfermo; un silencio que, de nuevo, no es salud. Y --retrospectivamente y viendo lo visto y oyendo lo oído-- está mal pensar de esta manera: pero quien lo piensa es Rodríguez (y no yo) lamentando lo de la suspensión del pasado Mobile Congress en Barcelona en los albores de la peste; cuando los "especialistas" del gobierno restaban presión a la cosa, predecían, apenas, "algún caso y unos pocos contagios", y aseguraban "estar preparados para cualquier eventualidad" (ahora aseguran, ambiguamente, que "lo hemos hecho lo mejor que hemos podido"). Porque lo cierto que hubiese sido dramática y argumentalmente formidable la idea de que allí y desde allí se hubiese propagado el virus: no por teléfono pero sí por los teléfonos.

CINCO Y aquí viene nuevo episodio de El ruido: elecciones catalanas, Bruselas mandando a callar con nuevas condiciones para reparto/entrega del euro-viru$, discusiones concéntricas sobre vacunados a escondidas y mascarillas y jeringas y dosis y plazos/cantidades a no cumplir por empresas farmacéuticas dignas de algo de William Gaddis, y sociólogos e historiadores prediciendo que después de todo esto tendrá lugar era de desenfreno artístico/sexual (similar a los atronadores años '20 luego de la Primera Gran Guerra) en la que todos serán creadores y gritarán extáticos al mismo tiempo.

Mientras tanto y hasta entonces, Fran Lebowitz (en Netflix y a la pregunta de millenials de si es mejor dedicarse al cine o a la literatura) responde: "Busquen agua. Ahí está el futuro". Y --ni agua ni hundido, pero sí tocado y demasiado toqueteado; malvenido a este tren modelo todos-a-bordo-y-en-el-borde y contento de aún no haber descarrilado; yendo de los confines del mundo cuando lee al confinamiento en su casa donde lee-- Rodríguez guarda silencio preguntándose, en silencio, dónde se guardará el silencio cuando se lo guarda.

No teniendo respuesta para sí mismo, Rodríguez se llama a silencio.

Y obedece.

Por un rato.

Largo.

 

De aquí.