¿Qué es la vida? Riesgo. Y en épocas apocalípticas semeja una cuerda floja en inestable equilibrio. Comenzar las clases en situación de contagio es conflictivo. Pero hay circunstancias en que esa situación se impone, aunque no debería ser a cualquier precio. Un aula no es una burbuja, nunca; menos aún en pandemia. Y no lo es porque estudiantes y docentes conviven en zonas contaminadas y/o las atraviesan para llegar a clase, porque les docentes asisten a varias aulas en una misma jornada, porque no en todos los establecimientos hay suficiente agua y elementos higiénicos y, entre otras frecuentes falencias, por la circulación colonizada por el virus.
Cada aula es un elemento reticular, no una mónada que no tiene ventanas. Es como la caña de azúcar que parece una entidad aislada, pero basta con intentar arrancar una para descubrir que está fuertemente conectada con el resto. Se alimentan con las mismas nutrientes, se intoxican con los mismos venenos. Una heterogeneidad en conexión estrecha con multiplicidad de singulares. Cualquier elemento -bacteria, partículas, virus- está posibilitado de impactar.
El aula es una espacialidad con relativa independencia, pero conectada comunitariamente. Los saberes, las valoraciones, las invisibles emanaciones se intercambian en el aula. Su halo de sacralidad no la hace invulnerable. La dialéctica áulica -como la inmunitaria- implica incorporación de componentes negativos interactuando con objetivos valiosos. La diferencia entre vacuna y veneno es una cuestión de dosis. Eso es lo que hay que trasladar al plan de educación, ¿qué dosis de aula presencial hay que aplicar para “salvar” la cursada y no matar gente?
Se puede pensar la transformación aulainfección comparándola con los procesos de putrefacción y fermentación, respectivamente. Devenir muerte o devenir vida. Desde lo simbólico se propaga y adquieren conocimientos y valoraciones; desde lo empírico se puede generar necrosis.
Ahora bien, ¿es posible imaginar una filosofía de la inmunidad que, sin negar su contradicción intrínseca e incluso profundizando más en ella, invierta su semántica, dirigiéndola en sentido comunitario?, se pregunta Roberto Esposito en Inmunitas. ¿Es posible correrse de la metáfora bélica de lucha y combate? Sería como zafar del imaginario de contaminación zombi que, curiosamente, se fue diseminando por el mundo de la ficción como anticipando la irrupción violenta del coronavirus. El filósofo considera que no solo es posible sino deseable correrse de la metáfora guerrera e incorporar la de convivencia con la otredad. Justamente porque cuando el cuerpo recibe un antídoto (vacuna, por ejemplo), en general, no lucha contra él, lo incorpora para desarrollar inmunidad.
Esta postura recuerda tesis de Iván Illich, filósofo y educador austríaco radicado en México, pensador de las sociedades convivenciales y de la desescolarización de la cultura. El aula, tal como se la conoce desde la modernidad, es una herramienta de control que es necesario superar en función de la equidad social. Illich pone en tela de juicio a la educación universal por medio de la obligatoriedad escolar. Manejar a la población desde la educación permanente no soluciona los grandes obstáculos que crea el capitalismo y es éticamente intolerable. Resumiendo: la escuela moderna es un instrumento de condicionamiento deshumanizante y obsoleto; persiste porque es rentable produciendo consumidores dóciles y usuarios resignados.
Este educador bregaba por una sociedad que distribuyera equitativamente el acceso al saber y ofreciera la posibilidad de aprender sin coacciones. Limitar la manipulación pedagógica, no educar al servicio del mercado, combatir la pedagogía del crecimiento económico más allá de ciertos umbrales críticos. El derecho a aprender no debería verse restringido por la obligación de asistir a clase.
La desescolarización de la cultura no niega la enseñanza y el aprendizaje. Tampoco implica desentenderse de los docentes. Si así fuera, Larreta y Acuña ya la habrían implementado. Se trata de una crítica a la escuela disciplinaria y un proyecto educativo minuciosamente desarrollado y expandido. Renovación constante de investigaciones en función de la excelencia educativa.
En 1966, Illich fundó en México una usina pedagógica. Debatían pensadores como el propio Illich (La sociedad desescolarizada, La covivencialidad), Everett Reimer (La escuela ha muerto) o Paulo Freire (Pedagogía del oprimido). Centraban su interés en encontrar salidas para la educación latinoamericana, que se promueve como generadora de igualdad y prosperidad para las clases bajas siendo, en realidad, un cúmulo de promesas vacías. Pues, como señala Illich: los pobres necesitan fondos que les permitan aprender, no certificados de sus deficiencias presuntamente desproporcionadas.
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El sistema inmunitario es la frontera que constituye el sentido de identidad individual alrededor de nuestro cuerpo. Abrir establecimientos convivenciales en tiempo de contagios corrosivos es abrir un dique que -aun protocolizado- dejará pasar contenidos patógenos. Pero la solución no es sencilla, ya que seguir discontinuando el proceso educativo -tal como está diseñado desde la modernidad- es necrosar el proceso mismo de la enseñanza y el aprendizaje. Este es el momento de aprovechar la oportunidad que toda crisis brinda, de cuestionar seriamente el actual canon de educación que -en nuestro país y constitucionalmente- es responsabilidad del Estado, no de establecimientos privados. Ha llegado el momento de exhumar a quienes aportan renovaciones (no privatizadoras) para beneficiar a docentes y estudiantes, a la sociedad y al Estado. Pensar e instrumentar técnicas y conceptos acordes con la época y su circunstancia. Condiciones dignas para docentes y estudiantes, conectividad, dispositivos electrónicos, presencialidad intermitente, transformaciones socio-educativas. Enseñanza emancipante, como la soñada por Juana Manso que mejoró las condiciones de la docencia, luchó por los derechos de las mujeres, se opuso a las intromisiones religiosas y se negó a predicar obediencia desde el aula. Esta consigna hace estallar la base misma de la normativa áulica y se puede leer como uno de los primeros pasos hacia la desescolarización de la cultura. Si le agregamos que el aula pandémica multiplica los riesgos, cabría preguntarse, ¿al final, Iván Illich tenía razón?