En una de sus últimas novelas, Cánovas, el prolífico Benito Pérez Galdós crea un personaje, al que llama “Historia”, que es fácilmente interpretable como un “alter ego” del escéptico autor. Tarea de devotos o de especialistas, que los hay hasta en la Argentina, sería haber leído la cantidad de novelas que bajo la cubierta de “Episodios Nacionales” intentan comprender la historia de España y sus desdichas, pero ésta me parece que se sale del proyecto y se lanza, otra vez me parece, a un presente que no deja de ser tan preocupante como el que asediaba al gran escritor cuando escribe Cánovas, a comienzos del siglo XX.
Si bien no es la credulidad el signo de su plan original, tampoco deja de ser celebratorio, cada episodio, y son muchos, afirma una creencia en un destino, el de la insatisfactoria España, pero si de las innumerables novelas que escribió se saca que esperaba mucho de su país en Cánovas se muestra desesperanzado, como habiendo llegado al final de un largo camino. Lo interesante es que para expresar ese sentimiento noveliza, no hace una crónica ni un examen de errores y malentendidos sino que asume un recurso narrativo algo inesperado en él, que había construido un sólido aparato de análisis que iba en una sola dirección: lo pone en el mencionado personaje, lo llama la “Historia”, que le permite emitir sentencias sin personificar pero personificando ficcionalmente. El hecho es que al final, como a punto de perder el aliento, la “Historia” declara, “Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaráos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos. Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro... me duermo... La Historia se aburre, se duerme, lo podemos comprender, debe ser porque “no pasa nada”, expresión muy corriente cuando se espera mucho y se recibe muy poco. Pero no dice más que lo que dice, aburrimiento y cansancio, no, para nada, que está acabada o a punto de morir, como lo que señaló triunfalmente el inefable japonés llamado Fukuyama, “fin de la historia” proclamó y algunos lo creyeron y lo celebraron, asistían con gran gusto a un festín fúnebre a escala mundial. En el texto de Pérez Galdós la Historia es lo único que queda mientras que en la versión del japonés es lo que primordialmente desaparece. Pérez Galdós seguiría siendo hegeliano, aunque no sé si lo había sido estrictamente hablando, y Fukuyama no: para Hegel hay un punto de llegada de la historia y todo lo que hacen las sociedades es tratar de llegar a ese punto que, por supuesto, está tan lejos que difícilmente algo o alguien lo consigan porque, en realidad, la “historia” no es otra cosa que el relato de lo que los seres humanos hacen para vivir, o sobrevivir si no hay otra cosa.
¿En qué estamos ahora? Si creemos que el virus que afecta al mundo está dotado de una inteligencia maléfica y quiere acabar con, precisamente, esta historia, como se dice popularmente, habría razones para considerar el acabose y ninguna para hacer un testamento porque no quedaría nadie para recibir ninguna herencia, ni siquiera la “pesada” que tanto preocupó a Mauricio Macri. Pero si, por el contrario, la peste es como otras que el mundo padeció, no cabe otra que luchar contra ella hasta encontrar la manera de derrotarla y, por lo tanto, lo que estamos temblorosamente viviendo ahora se incorporará a ese relato, algo aprenderemos de él de la misma manera que lo hemos ido haciendo durante siglos. El problema es, pues, otro: ¿estamos aprendiendo de la historia, con pandemia o sin pandemia, o la estamos dejando de lado?
Algo de eso está sucediendo y es bastante desconcertante cuando esa ignorancia es asumida hasta orgullosamente para recluirse en un presente ilusorio, como si no hubiéramos nacido de madre. La memoria, en ese caso, es un blanco y lo peor es que no parece importar, cuántos hay que ignoran lo que ha pasado en el país y ni hablar en el mundo hace diez años o veinte y ni hablar en todo el Siglo XX. ¿Será por eso que decisiones políticas ineludibles se fundan en lo inmediato? ¿Será por eso que millones de brasileños votaron por un sujeto como Bolsonaro? ¿Será por eso que jóvenes islámicos degüellan a mansalva ignorando la lucha ancestral del mundo al que pertenecen para ocupar un lugar humano?
Como el personaje de Pérez Galdós me siento desconcertado y triste cuando se me pone enfrente la realidad de un presentismo inmediatista, sin matices ni relieves, sin densidad, cuando me he pasado la vida tratando de comprender cómo han ido tomando forma las cosas, desde las palabras hasta los gustos, los idiomas y los escritos, la moral y las ideas, los seres humanos y sus sentimientos. Me resuena la frase de Alejo Carpentier, “El reino de este mundo”, que se me ofrece como una llave entre pasado y presente sin la cual no se entiende nada y todo anda a la deriva, tal como lo había definido Nietzsche cuando dijo “Dios ha muerto, todo es posible”, mal interpretada porque ese “todo” es lo que el pensamiento en libertad puede lograr y no el aquelarre que brinda la muerte de la historia. Por suerte hay brotes, vuelven las memorias en Bolivia, en Chile y aun en los Estados Unidos, donde el presente es casi un precepto religioso y la novedad un ícono reverenciado. ¿Vuelven en la Argentina? Creo que sí: reducen la engañosa promesa macrista de una eterna primavera de olvidos esenciales y de recuerdos en los que resuenan las monedas. El pesimismo galdosiano cede el paso y obliga a pensar que hay flujos y reflujos y que una sociedad y una cultura que recuerda es más fuerte, es, parece obvio decirlo, lo que la humanidad siempre deseó y que pocas veces alcanzó. “El tiempo pasado y el futuro están ambos contenidos en el presente”, escribió T.S. Eliot. Tenía razón, creo.