Durante el nevado invierno madrileño, lejos de las cenizas volcánicas que sobrevuelan su país natal, la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) sigue con las presentaciones online de su primer libro de cuentos, Las voladoras (Páginas de Espuma), que se convirtió en tiempo récord en uno de los libros más elogiados por la prensa, los lectores y sus propios colegas. “Estoy muy contenta; todavía la gente sigue acercándose a él" –dice a Las12-. "Contenta no solamente con la recepción, que para mí ha sido bastante importante poder tener diálogo con los lectores, sino también con el trabajo que ha hecho la editorial”. En ocho cuentos protagonizados por niñas, jóvenes y mujeres adultas, Ojeda ratifica su talento narrativo para explorar las mitologías de la violencia como había hecho en sus tres novelas: La desfiguración Silvia, Nefando y Mandíbula.
Cultora del “gótico andino”, no se considera una escritora de géneros como el terror o la ciencia ficción. “No creo que trabaje el género de terror, mi literatura trabaja la violencia, y por supuesto la violencia trae miedo y trae horror, pero mis cuentos no tienen la estructura de un cuento de terror”. Similares a leyendas, con rastros de una oralidad mestiza y referencias apenas insinuadas al contexto sociopolítico, los relatos de Las voladoras se dieron a conocer casi en simultáneo con el libro de poemas Historia de la leche (Candaya), donde la autora reescribe la historia bíblica de Caín y Abel en clave femenina. En sus poemas, una hermana asesina a la otra.
¿El libro de cuentos llegó a Ecuador?
--Sí. Las librerías allá, sobre todo las librerías grandes, suelen hacer pedidos a España normalmente cuando saco mis libros, que suelen salir por editoriales españolas. Así que afortunadamente sí llegaron, a cuentagotas van llegando de doscientos en doscientos ejemplares. Vivo en Madrid desde 2017.
¿Y en tu país sos una autora tan reconocida como en España?
--Bastante, pero pasó a partir de que empecé a publicar acá y que acá empezó a leérseme. El reconocimiento vino a la inversa. A mí me parece una cosa muy incómoda, obviamente me hubiese gustado que no fuera así. Yo publiqué en España porque los editores españoles fueron quienes me quisieron publicar. Quería publicar en Ecuador, pero no fue posible; me pedían que pagara la mitad de la edición. Ahora, a partir de publicar en España se me abrieron posibilidades. Me hubiese gustado que no fuese así.
¿Cómo fue la “gira online” de Las voladoras?
--Tengo que decir que para mí fue bastante conveniente. Porque me sentí muy cómoda en general haciendo la promoción de esta manera, es menos jaleo que estar todo el rato moviéndote de un sitio a otro, más rápido y tal, por un lado. Pero por otro lado, es verdad que es mucho más frío y después de un tiempo en que yo estaba sintiéndome muy cómoda en hacer las presentaciones por zoom, empecé a echar en falta el intercambio que se genera, que es más cálido cuando no es a través de una pantalla. Es un poco rara la dinámica que se genera a través de las pantallas. Pero, afortunadamente sí que he podido hacer algún que otro viaje dentro de España, con todas las precauciones para promocionar el libro en ciudades españolas.
¿Te costó pasar de la novela al cuento? ¿Escribías cuentos mientras avanzabas con las novelas?
--Nunca me he dedicado profundamente a escribir cuentos. Salvo cuando era adolescente y quería ser escritora, y, bueno, escribir una novela era un poco demasiado osado en ese momento. Pero eso no vale, porque eran cuentos de porquería. Pero así seriamente sentarse a escribir cuentos hasta que me puse con Las voladoras, no. Había escrito “Caninos”, que se publicó suelto en una editorial de Ecuador muy chiquita que sacó unos libros pequeños. Y cuando escribí ese cuento se me sembró una semilla de inquietud, de curiosidad por las posibilidades narrativas que me generaba el formato, un formato al que yo no estaba acostumbrada y que no había trabajado. Entonces ya tenía en mente, desde 2017, ponerme a escribir un libro de cuentos. De componer un libro de cuentos, con una coherencia. Siento que Las voladoras es un libro con coherencia interna, más que de unidad.
¿Esa coherencia por qué está dada?
--Tiene que ver con el abordaje de la violencia: todos los cuentos trabajan la violencia de una u otra manera, es algo vertebral en los relatos. La violencia en contextos que tienen que ver o están relacionados con el mundo andino, entonces ahí reside ese eje que es simbólico, mítico, narrativo, de un contexto, de una geografía emocional muy específica. Lo que sí intenté es que cada cuento fuera distinto a su modo pero manteniendo esta estructura. Fue mi intención. La verdad es que lo disfruté mucho, no me había dedicado nunca a escribir un libro de cuentos y fue una experiencia que me pareció desafiante y que me generó entusiasmo.
¿Sos lectora de cuentos o preferís leer novelas?
--Soy más lectora de poesía. También me gusta mucho leer novelas, por supuesto, pero yo diría que en última instancia de cuentos. Por supuesto hay cuentos que me encantan, pero no estoy buscando libros de cuentos. En cambio mi interés siempre está pendiente de la poesía. Sobre todo, leo poesía en lengua española, pero también me interesa la poesía en inglés, en parte porque la puedo leer. Luego en otros idiomas siempre tengo una especie de desconfianza. Me encanta Paul Celan, pero no sé si estoy leyendo a Paul Celan y me dan miedo las traducciones, una desconfianza y una paranoia rara de lectora quisquillosa. Me siento más cómoda en español, me gustan mucho Raúl Zurita, Blanca Varela, José Watanabe, Edmond Jabès, Anne Carson y ahora descubrí a María Auxiliadora Álvarez, una poeta venezolana que me ha vuelto loca, me parece tremenda. Y de Ecuador mis favoritos son Jorge Enrique Adoum y Efraín Jara Idrovo.
¿Cómo trabajaste el registro oral y el semblante mitológico de los relatos?
--Algunas de las cosas que han funcionado a base de cimiento de los relatos es lo mitológico, místico incluso y a veces simbólico. Ya era algo con lo que yo vengo por default, por ser una persona de un país andino. Es algo que he bebido, he mamado de pequeña pese a no ser de una ciudad andina, porque soy de Guayaquil. Es una ciudad más bien costera, tropical; sin embargo, como es un país pequeño, al lado tenemos todo, las montañas y los volcanes. Eso ya lo tenía pero otras cosas las recuperé o las encontré a partir de una investigación. Para escribir, se me despierta una curiosidad más allá del conocimiento que ya tengo; me gusta investigar un poco más, y sí que investigué y llegué a relatos orales que yo no tenía ni idea. Pero no quería que fuera un libro costumbrista, no pensé “voy a hacer una mímesis del mundo andino”. Me interesaba tomar la oralidad, lo mitológico, lo simbólico y a partir de eso crear e imaginar espacios que funcionaran a nivel de réplica. Hacerlo desde la perspectiva mestiza me generaba un problema, siendo una mujer de un país andino sin ser indígena.
¿Dirías que en tu literatura hay temas o cuestiones de la agenda feminista?
--Es curioso porque Mandíbula se puede leer desde una perspectiva feminista, pero algunas personas me han dicho que en la novela las mujeres aparecen como si fuéramos monstruos. Todos los personajes son mujeres, pero todas son terribles. Se muerden unas a otras, se hacen un daño tremendo. En Las voladoras lo que ocurre es que la mayoría de los cuentos son con personajes mujeres y yo trabajo mucho la violencia, el daño y el deseo. Ese es mi eje de escritura; todos los personajes están atravesados por la violencia, y además los cuerpos de las mujeres, en un contexto específico, tienden a ser víctimas de determinadas violencias. Pero no son solo víctimas en los cuentos, son víctimas y victimarios. Aunque soy una feminista antirracista, cuando escribo no estoy siendo feminista. No me interesa escribir desde ahí. Estoy tratando, cuando escribo, de plantear las discusiones, y las discusiones que existen en todo en general.
También está la presencia de la infancia. En tus novelas y cuentos siempre hay niñxs. ¿Es una edad que se presta para narrar la violencia?
--Sí, pero a mí lo que más me interesa no es tanto si la edad se presta o no para el género, sino que me parece una edad súper fértil en el sentido de la intensidad. Se viven las cosas con una pasión y una intensidad que parece que cuando nos hacemos adultos nos adormeciéramos. En cambio las pasiones, entendiendo las pasiones no solamente como el deseo sino también como el acto de padecer, tienen mucha intensidad en la adolescencia y en la juventud, cuando todo se vive como si fuera una catástrofe. El amor, el odio, el desamparo, el dolor, a veces pareciera que fuera una cosa a la que no vamos a sobrevivir. En cambio con la adultez llega un saber en torno a eso, al dolor se sobrevive, al amor se sobrevive, a todo se sobrevive. Pero en ese momento uno siente que se va a morir, esa experiencia límite de todos nosotros en esos años de juventud a mí me parece, literariamente, muy atractiva.
-¿Desde la adolescencia querías ser escritora?
-Sí. Te diría que a los doce años ya estaba escribiendo. Lo tuve claro muy pronto. A los doce años empecé a escribir, recuerdo que era a los doce porque terminé la educación básica y entré al colegio. A los trece estaba mandando textos a concursos intercolegiales, y los estaba ganando. Los ganaba y me sentía escritora. Ya me estaba haciendo la idea de que quería ser escritora. Creo que nunca se me fue la fantasía, por eso estoy aquí. Mi madre estudió literatura igual que yo y es profesora. Tenía una biblioteca muy grande, y fue así, la biblioteca de mi madre es la mía, la que yo heredé.
¿Imaginabas entonces que la vida de una escritora es la que tenés ahora?
--No recuerdo tanto imaginar la vida, porque no imaginaba la vida sino lo que sentía era que escribir me hacía sentirme buena para algo. Cuando era niña era muy distraída, en el colegio no fui necesariamente buena alumna, pero de repente escribía y mis profesores me empezaban a prestar atención. “Esta niña escribe bien para la edad que tiene”. Veía aprobación en mi entorno cercano y en ese momento eso era para mí la escritura. Ahora no es así, es una cosa mucho más compleja, pero siempre recuerdo esos años como algo que no quiero minimizar. Era amor, aprobación, por qué no decirlo. Fue un germen. Luego la escritura se transformó en otra cosa, para mí apasionante. Como escritora, me ha ido mejor de lo que esperaba.
¿Qué significa hoy la escritura literaria para vos?
--La escritura diría que tiene que ver con una obsesión, entre enfermiza y positiva a la vez. Me siento absolutamente como un sujeto deseante frente a la escritura. Cuando digo que trabajo la violencia y el deseo, es porque me doy cuenta de que hay un deseo insatisfecho. Si se satisface, deja de existir; es un deseo que no importa cuánto escriba, no consigo satisfacerlo. La escritura es algo personal, no tiene que ver con que me quiera mi madre o no; aunque antes sí lo era, ahora no tiene que ver con eso, tiene que ver con un deseo que no tiene fin. Incluso mi desinterés por el reconocimiento pasó antes de que fuera reconocida. Sí quería que mi madre y mis maestras me quisieran, pero poco después dejó de interesarme porque además creía que no iba a ser reconocida. Y entonces al pasarme ha sido agradable, por supuesto, que pueda encontrar cada vez más lectores, es algo muy bonito cuando una escribe, pero no es mi móvil de escritura, no tiene nada que ver con el deseo que siento, no tiene que ver con la aprobación, sino con el propio acto de la escritura.