Dos hijos reciben un legado. Se trata de la biblioteca de su padre. En su mayoría, libros de ciencia y filosofía, ensayos de toda clase, pero también los hay de ficción, mil leyendas persas y, por último, un libro de magia. Durante los primeros meses, los hijos preservan el legado tal como ellos mismos lo supieron embalar, en pilas de diez, atadas con hilo sisal. Los inquieta ver que de los cantos de esos libros emerjan cientos de papelitos de colores, pequeños marcadores que dan cuenta de dos certezas: primero, que su padre los había estudiado con devoción. Segundo, que si decidiesen abrirlos, no se encontrarían solo con su autor, sino también con su último dueño y lector. 

Llega el otoño y los hijos, cada uno a su tiempo, resuelven cortar los hilos sisal. Despejan estantes de sus propias bibliotecas y comienzan a distribuir los libros asignándoles el orden preciso en el que han decidido leerlos. Durante los meses que siguen, se abocan a ello metódicamente, sin prisa, y sin pausa. Ya intuían que esas páginas estarían repletas de frases subrayadas, de signos de admiración y largos corchetes que destacarían párrafos, sin embargo, no sólo encuentran eso: en los márgenes hallan cientos de anotaciones, de reflexiones incidentales que su padre improvisó en el devenir de las lecturas. Y más aún, en las segundas o terceras páginas (páginas en blanco, de cortesía o de respeto), cada libro lleva estampada la firma de su padre y la fecha en la que habría comenzado a leerlos acompañada de una frase antojadiza. Por ejemplo, en Vidas de Spinoza puede leerse: “Agosto de 2016. Aquí, en el Cairo (Rosario), creo que vuelvo a entusiasmarme (levemente)”. 

Así, los hijos recorren los libros avanzando entre párrafos de Montaigne, de J.A. Marina, de J. Berger, de H. Maturana, y pronto se les hace hábito volver liviana la lectura, acelerarla, ansiosos de arribar allí donde su padre ha dejado una marca, una nota, el rastro, y en cada uno de esos mojones, se detienen a descansar, se consultan, pretenden atar cabos, hacen memoria intentando descubrir con cierto ánimo arqueológico, cómo es que se conectan aquellas líneas con la vida de su padre. Algunas les resultan fáciles, son frases que le gustaba citar, ideas que se apropiaba e intentaba convertir en conductas, que ofrecía a amigos, a sus alumnos, a pacientes y, sobre todo, a sus hijos. 

En el margen de la página 132 de un libro de Onfray leen: “El entrecruzamiento honesto entre la emoción y la razón nos hará mejores”. En un párrafo de Montaigne pueden verse resaltadas con fibra amarilla dos frases: “...despierta ya del sueño de la costumbre” y “...ama las cosas simples, cultiva lo inútil, interésate por todo”. Al pie de una página de José Antonio Marina, supo escribir: “La forma del padre debe ser la ternura y la generosidad”. “Hominis deus hominis” englobó con birome y de allí partió con una flecha hasta el margen, donde aclaró: “El hombre es lobo del hombre, solo si decide serlo”. Al inicio de un libro de Maturana estampó su propia arenga: “1999, se acaba el siglo, ¡soltá la certeza, Ernestito!”, y en una antología de cuentos resalta: “...la vida es como un juego de ajedrez, finalizada la partida, peón y rey terminan en la misma caja”. Una línea sinuosa subraya: ”...somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros” y de allí avanza hasta el borde conectándose con un parafraseo: “Mejor, somos lo que hacemos con los libros que nos permitimos leer”. Los hijos se detienen una vez más, comparten y se preguntan ¿cuánto de lo que su padre llegó a ser se debe a esas lecturas?, ¿qué proporción habrá heredado de sus padres y abuelos?, ¿cuánto lo impregnaron sus amigos?, ¿cuánto le debía a la vida misma, al azar, a una mariposa que batió sus alas en Magdeburgo en 1517? 

Y cuando se lo preguntan, lo hacen también por ellos mismos, ¿cuánto de lo que ellos son se lo deben a su padre? 

Magia y ciencia

El año es 1517. Un fraile dominico llamado J. Tetzel es nombrado subcomisario de venta de indulgencias en Magdeburgo. El cometido: recaudar fondos para la construcción de la basílica de San Pedro, pero también, inconfesablemente, para cubrir los gastos de las licenciosas y lujosas vidas que llevaban obispos y cardenales. Todos felices entonces, la iglesia católica capitalizándose y los cristianos ricos comprando perdones divinos para sus más rotundos pecados. Sin embargo, un atento teólogo alemán llamado Lutero, estalla ante tamaño escándalo y decide publicar una contundente protesta que, de acuerdo con la tradición, clava en la puerta de la Iglesia del palacio de Wittenberg. El eco de ese martillazo se esparce por toda Europa llegando a Ginebra, a los oídos de su colega (ya hereje) Juan Calvino, quien, a los pocos años gesta una reforma religiosa que impregnaría por siempre el modo de entender la vida, la moral y el trabajo de los suizos y de gran parte de Occidente. Casi 350 años después, superada la primera gran guerra, justamente de Suiza parte hacia América un ingeniero químico que traería consigo ciencia de la buena pero también los sedimentos ancestrales de aquella fe protestante. Luego del viaje oceánico, Ernesto Wüthrich, conoce a una mujer con quien compartirá el mismo destino de argentinidad y con quien se trabará en uno de esos amores que le dan sentido y razón a este maravilloso país. Pasan los años y ese conjuro de inmigrantes da vida a tres hijas, una de las cuales conocerá más tarde a otro suizo (esta vez un odontólogo) que la convencerá de casarse y con quien tendrá su primer hijo. Es así como llegamos a nuestro protagonista, mi padre, y es así como, de la mano de los suizos (padre y abuelo), llega a su existencia una delgada pátina de ascetismo calvinista mezclada con una ética que ubicará al trabajo y al estudio en el centro de todo. 

Ernesto Melchor Rathge, “Ernestito” recibe por aquellos días una educación meticulosa y severa que moldea a un alumno capaz de adelantar libre 7mo. grado, colgarse la bandera del Colegio Nacional con solo 15 años y convertirse luego en un prematuro y brillante médico psiquiatra. Mientras tanto, abandona la casa de sus padres y se instala en una austera pensión, porque como luego diría: “la emancipación temprana estaba bien vista y una cierta incomodidad vital daba lustre”. 

Pero esta es, por suerte, solo la mitad de la historia. Aquella mujer migrante que supo enamorar al ingeniero Wüthrich, resultó ser una portentosa y corajuda italiana, una matriarca que se ocuparía de cargar el otro plato de la balanza de esta historia, de desarmar la severidad suiza con su desenfado y alegría, con huertas y jardines, sumando la sabiduría de quien sabe disfrutar de las cosas a ras de piso, de las cosas simples, y sobre todo de cultivar la comensalidad chispeante de una extensa familia que llenaría a Ernestito de curiosidades y tíos entrañables (“pastores de mi infancia que me ayudaron a aprender a jugar”, como los recordaría años más tarde). Uno de ellos, el tío Mario (afecto a las canzonetas italianas, a coleccionar autitos, estampillas y revistas de historietas) le regalaría un libro inaugural, un libro de magia titulado “Prestidigitación al alcance de todos”, de un tal Aldo Musarra. Le dijo el tío: “... te doy questo libro a vos perche si tu tía se entera que ahora quiero ser mago, me mata”. En poco tiempo llegó la Navidad, y el niño Ernesto, de aún 10 años, pidió que le regalasen una caja con trucos de magia. Sus buenos padres cumplieron y a los pocos meses, “Melchor el mago” daría su primera función ante un orgulloso auditorio suizo-italiano. 

Se podría especular entonces que sin el desparpajo italiano, un libro que estimulase fantasías y dos atentos padres que apoyasen aquel entusiasmo, el mago Randhi jamás hubiese nacido (Randhi fue su segundo y definitivo nombre artístico, se le ocurrió a los 20 años cuando a propósito de la lectura de una biografía del Mahatma sintió tal admiración que decidió renombrarse Gandhi, pero con la R de Rathge) y nosotros, mis hermanos y yo, jamás hubiésemos tenido una infancia tan mágica, rodeada de galeras y conejos, de circos y payasos, de cientos de viajes y shows donde El Mago Randhi actuaba para nosotros y para todos, donde nos enseñaba lo feliz que se puede ser provocándole felicidad a otros. 

Pienso en cómo desde siempre asumimos con naturalidad esa condición adorablemente singular de nuestro padre, en la que convivían el Doctor Rathge, la rigurosa figura del psiquiatra, la severidad del estudio, la devoción por el trabajo, junto a la del Mago Randhi, con su picardía y entusiasmo de eterno niño. ¿Hubiese sido tan buen mago si no hubiera sido al mismo tiempo un psiquiatra capaz de cautivar las mentes del público? ¿Hubiese sido tan buen terapeuta si no hubiera contado con esa mirada lateral y creativa que le ejercitó su costado artístico? Todo se mezclaba y retroalimentaba indefectiblemente, varitas mágicas y divanes, citas de Freud y chistes de Marrone, ensayaba actos de magia y seminarios de psiquiatría por igual, fue capaz de crear circos y espectáculos únicos, pero también fundar La Red Psicoterapéutica, una institución innovadora dedicada a la atención, a la docencia, la investigación y la prevención en salud mental. El mago y el médico pretendían, quizá, funcionar como recipientes estancos, pero ambos desbordaban entusiasmo y profesionalismo, sosteniendo siempre un denominador común: la clara vocación de hacerle bien al prójimo, de regalarle ilusiones y sonrisas o de sanarlo. Porque los tres, el mago, el médico y el padre, siempre fueron “gente buena”, ese era su título nobiliario. Y eso nos enseñó, sobre todo a ser buenas personas, respetuosos, solidarios y agradecidos, pero también que la vida hay que aprovecharla sin pudores, que nunca hay que dejar de jugar, ni tampoco de estudiar, nos enseñó a valorar las cosas a través del esfuerzo, porque jamás nos sirvió nada en bandeja, pero el respaldo y el cariño siempre estuvieron, al igual que la ética del trabajo y la del amor, la magia y la ciencia, Calvino y el sur de Italia, los padres, los libros, los amigos y el azar, todo eso fue nuestro viejo. Ya se ha dicho. 

Un libro infinito 

La vida fue transcurriendo, y mi padre, y la familia toda, sufrimos el más grande dolor imaginable, la pérdida de una hija, de una hermana, de una madre que acababa de serlo, la pérdida de la hermosa, inteligente e infinitamente generosa Juli. Papá quebró entonces sus varitas y las enterró junto a ella y junto al mago, porque jamás volvería a disfrazarse de Randhi, porque nunca más entraría a su habitación mágica donde atesoraba las mil y una ilusiones que había acumulado a lo largo de la vida. Sin embargo, su otro yo, el doctor Rathge, seguiría adelante, no dejaría de trabajar, no abandonaría a sus pacientes, ni sus constantes estudios. 

Y si bien resulta indudable que hay heridas que nunca sanan, él nos enseñó que con ellas se aprende a convivir, y fue así que con el tiempo su costado creativo volvió a hacerse un lugar, y luego de recuperar algo de entusiasmo (quizá esporádico pero suficiente), se sentó a escribir, a disfrutar con ello, y durante los últimos años fue creando “un corpus narrativo admirable que condensa la inquietud de habitar el presente, pero más aún, el enigma que supone estar vivos”, como bellamente sintetizó el profesor Rubén Chababo. 

Hoy se me antoja pensar que se trató también de una larga y laboriosa despedida, porque allí fue agasajando, recordando y agradeciendo a amigos, a parientes y colegas, haciéndolos protagonistas de esos relatos tanto como lo habían sido de su vida. 

La suma de esos escritos fue reunida en un único volumen, Cajas Chinas, textos para seguir abriendo, un libro que es parte del legado que recibimos sus hijos, un legado invencible e infinito, que también lo será para sus nietos y lo es para todos aquellos que lo querían y disfrutaban. Se ha cumplido ya un año desde que su cuerpo descansa en paz en el hermoso cementerio de los disidentes de Rosario. Junto a él yacen su hija, su nono suizo y su nona italiana, y miles de almas protestantes, calvinistas o anglicanas, pero también agnósticas, como terminó siendo él (no ateo como le gustaba decir, porque no quería presumir de ninguna certeza). 

Me gusta pensar (quizá lo necesite), que esa agnosis de mi padre se resolvió con el inesperado descubrimiento de algo más que aquel dios spinoziano que le gustaba citar, me gusta imaginarlo reencontrado con amigos, con sus padres y abuelos, abrazado infinitamente a Juli, mirándonos desde arriba, plácidos, con orgullo. Las Cajas Chinas se siguen abriendo. Adentro, la foto en la solapa muestra su gesto inseparablemente cortés y sonriente. Seguimos repasando sus palabras, oímos el eco de su voz que vuelve. Tomamos las lapiceras que nos legó y subrayamos, pues, otra frase más.

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