EL CUENTO POR SU AUTOR
Cuando su salud se deterioró, comencé a escribir sobre mi madre. Releo la frase que acabo de escribir y enseguida pienso que tengo que cambiar una palabra. No debería decir “sobre mi madre” sino “acerca de mi madre”. Sin embargo, elijo dejar la frase tal como está. Las palabras suelen tener una secreta autoridad y me gusta escuchar lo que tienen para decir. Hay algo cierto en la idea de escribir sobre el cuerpo de una madre. En pensar la escritura como marca, como tatuaje. Pero, ¿por qué dejar registro de algo tan doloroso como la enfermedad y el deterioro de un ser querido? ¿Para poder olvidar? ¿Para no olvidar? Quién sabe. Nunca me pregunto, a priori, cuáles son las razones por las que escribo. Por lo general, después de un tiempo, mi mente teje conjeturas, casi siempre equivocadas, o incompletas. Solo sé que a medida que la vida de mi madre se acercaba a su fin, crecía en mí la necesidad de escribir —que es un forma de pensar— acerca del misterio de la maternidad, del peso de la voz de una madre, de mi elección de no tener hijos y, por supuesto, acerca de ella. De mi madre. Quizás, lo pienso ahora, solo intentaba escribir un libro para ella, creyendo, torpemente, que hacerla vivir en palabras era una forma de acallar la muerte.
Esas notas, reflexiones, y recuerdos, entre las que se incluye este relato, forman parte de La voz de la madre, un libro que, si la pandemia lo permite, será editado por Emecé, a principios del 2022.
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NADIE HABLABA DE AMOR
Il pleure dans mon coeur
Comme il pleut sur la ville
Quelle est cette langueur
Qui pénètre mon cour?
Paul Verlaine
Regreso de visitar a mi madre, como casi todos los domingos.
Cuando ella todavía podía caminar, solíamos ir a tomar café a Zurich, un bar que le gustaba mucho porque los mozos la saludaban y porque había unas masitas muy ricas que ella, secretamente, se llevaba en la cartera. Otras veces, si lograba convencerla, dábamos vueltas alrededor de la plaza. Tengo pereza, decía, con esa palabra en desuso que ella utilizaba, sobre todo para decir que no. Cuando se cansaba de caminar, nos sentábamos a la sombra de un árbol y dejábamos que las horas se deslizaran suavemente, en un compartido silencio. Una vez en su casa —para demorar mi partida, tal vez—, me pedía que le leyera un cuento, que le recitara un poema, que le contara una película. Y siempre, que le cante. Cantame algo lindo, decía. “Algo lindo” eran para ella las arias de ópera, las canciones francesas, y algún que otro bolero. Algo lindo, quizás, era escuchar a su hija cantar.
Yo iba variando el orden de los temas, y cada tanto agregaba alguno nuevo. Ella recibía los cambios con entusiasmo, pero había una canción que no podía faltar. Una canción que me pedía siempre: Las hojas muertas. Esa canción era su favorita, y de algún modo la consideraba propia. Para ella, esa era su canción. Como los niños, que nunca se cansan de escuchar el mismo cuento antes de dormir, mi madre me pedía que le cante Las hojas muertas, una y otra vez. Me contaba que se había enamorado de esa canción, cuando la escuchó por radio, en la voz de Ives Montand, siendo muy jovencita. Decía —con su particular idea de la felicidad—, que esa canción le gustaba porque la hacía llorar .
Mi performance de los domingos era ecléctica y cambiante, pero nunca dejaba de cantar su canción favorita antes de irme.
—Vos hacés muchas cosas bien, ¡lástima que seas tan inconstante! —decía, con ese modo suyo de empañar cualquier elogio con una queja.
Hoy está acostada, con los ojos cerrados, sumergida debajo de las mantas de su cama que la cubren hasta el mentón.
—Qué pasa mami, ¿tenés frío?
—Mucho.
—Acá no hace frío. Está calentito.
—Hace frío. Desde que me resfrié me cambió la voz.
—No creo. Tu resfrío fue a principio de año. Ya pasó mucho tiempo.
—Ese resfrío me dejó sin voz.
—Bueno, ya te va a volver la voz.
—No sé.
—¿Querés que te prepare un té con miel?
—No, mejor un cortado.
Después de tomar su cortado, vuelve a taparse hasta el mentón, cierra los ojos, y me pide que le cante.
A medida que su salud fue empeorando, sus gustos —como tantas otras cosas— se modificaron. Cuando la visito, ya no quiere cuentos, poemas, ni Las hojas muertas en francés. En los últimos meses, solo me pide unas canciones que acompañan un libro de poemas para niños.
—Cantá algo.
—¿Los gatos?.
—Sí
Me acomodo al lado de su cama y comienzo a cantar. Son canciones simples, ingenuas. Cada una cuenta la historia de un gato o una gata: sus peripecias y desventuras. El gato Cervantes, La gata tejedora, El gato enamorado,, El gato No-sé, y así.
Me escucha con mucha atención. Y cada tanto, sonríe.
Un gato. Dos gatos.
Tres gatos. Cuatro gatos.
—Otra— me pide.
Cuando termino mi repertorio gatuno, su mano hace un círculo en el aire, como si fuera un director de orquesta que le da la entrada a las cuerdas.
—No hay más, mami.
—Sí— insiste.
—No, no hay más gatos ¿Querés que suba un poco la persiana? Está muy oscuro acá. Dejó de llover, y es una tarde muy linda.
—Bueno— murmura, aunque parece no importarle la oscuridad, el sol, ni la tarde muy linda.
Como sé que le gusta estar arreglada, le pregunto si quiere que le ponga los ruleros. Me dice que sí. Le pongo unos ruleros rosas de gomaespuma que no llevan pincitas. Le digo que me gustan porque son suaves y puede dormir con ellos sin problema. Me señala un pote grande de crema con vitamina A, en su mesa de luz.
—¿Te pongo?
—Sí,
Le paso crema en las manos y en la cara.
Se queda muy quieta, en silencio, entregada por completo al lento contacto de mis manos.
—¿Te paso en los brazos, querés?
—Sí.
—Te va a hacer bien. Esta crema tiene vitamina A.
—Bueno.
Pienso que nuestro diálogo oculta otra cosa. Pero somos demasiado pudorosas para revelar lo que esconde, lo que no nos atrevemos a decir. En nuestra casa nadie hablaba de amor.
Al terminar con la crema le muestro fotos de Colonia que guardo en el celular y le cuento algunas tonterías.
Una tontería. Dos tonterías.
Tres tonterías. Cuatro tonterías.
Hasta que no encuentro que más decir.
La miro.
Me demoro con estupor ante el espectáculo de su cuerpo en ruinas. Y por qué no decirlo, de su fealdad. La atroz fealdad de la vejez, en una mujer que un día fue hermosa.
Si bien hacía mucho que no estaba bien, desde hace un año, de un día para el otro, no pudo caminar más. En los últimos tiempos —¿cuándo empezaron los últimos tiempos? —mientras su cuerpo naufragaba, ella mantenía intacta la esperanza de mejorar. Pero no poder caminar era demasiado.
Quiero caminar, dice cuando la visito.
Vas a caminar.
Lo que yo quiero es caminar, me recuerda antes de cortar el teléfono.
Vas a caminar.
Lo que yo quiero es caminar, dice cuando la ayudo a sentarse.
Vas a caminar.
Lo que yo quiero es caminar, dice cuando me despido.
Vas a caminar.
Lo que yo quiero es caminar. Lo que yo quiero es caminar.
Lo que yo quiero es caminar. Lo que yo quiero es caminar.
Vas a caminar. Vas a caminar.
Vas a caminar. Vas a caminar.
—Es muy importante que haga los ejercicios todos los días, me dice su médica cuando la acompaño hasta la puerta. Aunque no camine, es indispensable que mueva las piernas. Para que los músculos no se atrofien.
—Entiendo. Ella quiere caminar, doctora. Tiene mucha ilusión con volver a caminar.
La médica niega con la cabeza, y se acomoda los lentes.
—No va a caminar.
—¿No va a caminar?- repito, como si no hubiera escuchado bien—. Ella hace los ejercicios. Se esfuerza. Y quiere caminar, eso es importante.
—Imposible.
Miro las piernas de mi madre: blancas y descarnadas como ramas de nácar. Piernas que apenas le responden. Tiene puestas unas medias de lanita de color azul, un poco desteñidas, un camisón con flores rosas y un saquito de lana. Nada combina con nada. Aunque hace calor en el cuarto, vuelve a decir que tiene frío y se enoja si le digo que se cambie las medias. Se enoja si le digo que no es necesario que se tape hasta el mentón. Se enoja si le abro mucho la ventana.
—Lo que yo quiero es caminar, Silvia.
—Vas a caminar. Hagamos un poco de gimnasia.
—Tengo pereza.
—Nada de pereza. Vamos.
Para incentivarla, pongo voz de profesora de gimnasio. Una voz que detesto. Sonora, entusiasta, plástica.
Estiro. Flexiono. Estiro. Flexiono.
Estiro. Flexiono. Estiro. Flexiono.
—¡Bien! Bravo mami. Ahora la otra pierna.
—¡Eso! Muy bien.
Ella trata de imitarme.
—¡No, la otra pierna! ¡Vamos!
—¡La otra pierna, mamá! ¡La otra!
Se esfuerza, se equivoca. Se cansa.
—¡Vamos!
—No puedo.
—¡Sí podés! ¡Sos de Aries, mami!
. Le gusta que le recuerde su signo. Es, básicamente, una mujer optimista. Confía en Dios, en los médicos, en el horóscopo, en cualquier cosa que refuerce su envidiable esperanza de que todo será mejor.
La voz que sale de mí, dice:
—Sos una ariana guerrera, mami.
Cuando le hablo de su signo, redobla sus esfuerzos, como si encontrara en mis palabras algo que enciende su voluntad.
Pero de pronto -como una marioneta a la que le cortan bruscamente los hilos-, interrumpe el movimiento. Gira la cabeza hacia la ventana, y después de algunos minutos, se vuelve hacia mí.
Hay algo distinto en ella, algo que me asusta.
Algo que ya no está.
—¿Qué pasa?
—Yo no voy a caminar más— dice, con una voz insoportablemente triste.
Quisiera darle ánimo, decirle que va a poder, que solo tiene que tener paciencia, pero no puedo. No encuentro mi voz.
Miro el reloj.
Las cinco. El tiempo parece estar hecho de una materia oscura y viscosa.
Cuando busco mi abrigo para irme, mi madre empieza a llorar. Me pide que me quede un rato más, que le cante algo. Le digo que se me hace tarde, que no puedo quedarme más. Y no miento. No puedo seguir estando allí. Necesito salir a la calle, tomar aire, respirar, asegurarme de que en el mundo hay algo más que dolor.
Camino unas cuadras hacia la estación de subte, pero antes entro en una librería. Me siento en una mesa, pido un café y una medialuna. Elijo un libro de la góndola y lo llevo a la mesa. Lo ojeo un poco, lo abandono, busco otro. Es inútil, no hay escapatoria. Llevo la pena adherida al cuerpo como una serpiente cascabel.
Al salir de la librería, comienza a llover otra vez. Todavía no son las siete, y el cielo ya está oscuro.