En la guardia donde me desempeño hay vivencias de todo tipo. He visto arribar y partir mucha gente, he visto las lágrimas y los consuelos, las extremaunciones y los milagros. Me he sorprendido a mí mismo aceptando con naturalidad la convulsión de almas que se van o la recepción de las que vuelven salvadas. Entiendo al dedillo ahora a los médicos de guerra, cuando leía desde la distancia que otorga la escritura sus procederes. Como sea, con mis diez kilos menos y mis marcas de barbijos en la cara estoy donde quiero y debo estar. 

Pero mi cabeza es un trompo y veo cosas extrañas. Hay momentos que no distingo la razón de la psicodelia. Señoras que llegan con sus mascotas enrarecidas por la peste. “¿Pero por qué no van a una veterinaria?”, las increpo. “Porque es caro. Tenemos que venir acá, a pesar de que no confiamos en ningún doctor, son todos peronistas, señor y quieren encerrarnos y manipularnos con eso del chavismo milagroso”. Tratan con pudor de sacarse de sus piernas las mascotas que llevan prendidas a sus talones y que han enloquecido por el ambiente de demencia que se ha instalado y parece ser altamente contagioso. 

Dos gigantones me esperan con sus barbijos colorados: parecen clowns en desgracia. “¿Qué les pasa?” “Estamos enamorados pero debemos vivir en distintas casas: él debe cuidar a su madre y yo a la mía que viene a ser la misma”. Me rasco la barbilla, los cotejo como a caricaturas. “¿Entonces son hermanos?” Se paran, me ruegan que haga silencio. “Que no se entere nadie doctor... Precisamos una receta, algo que nos permita medicarnos para pasar este momento o suicidarnos en un trío ritual”. Los echo condescendientemente. “Somos amores en cautiverio”, me espeta uno de ellos con una solvencia poética que no deja de admirarme. 

Un tipo muy bajito me sugiere que Dios le ha hablado y le ha ordenado que extraigan ungüentos de su giba porque allí reside la vacuna anti covid. Lo ignoro. “¡Usted porque se cree alto, sinvergüenza! ¡Apocalipsis! ¡Apocalipsis now!”, barrunta como una fiera. Otro tipo flaco como poste y con poncho me sale al paso y le escucho decir que el 1° de agosto del 2021 el coronavirus tendrá su batalla final contra la caña con ruda. “¡Soy Pachamamo! ¡Bese, bese la medallita sacrílego!",  aúlla. Alguien me requiere desde una sala: “¿Por qué tengo que ponerme este tapaboca si el virus es un invento de Bill Gates aliado de la Cristina?”. “Por favor enfermera, dígale que no se saque el respirador”, ordeno. La cabeza me da vueltas. “Volvió el zurdaje -me aclara una señora petisita vestida de negro- para terminar con la propiedad privada de la tierra, Estados Unidos y Brasil cavan fosas comunes, ¿se da usted cuenta?”. La marea alta de este manicomio hace enloquecer hasta a los arboles de la plaza que parecen doblarse sin viento.

Los semáforos guiñan y se oyen silbidos de un bandoneón inexistente con la melodía de Niebla del Riachuelo. Me siento absorbido por este estrés de laberintos esquizoides y me acuesto en la camilla a dormitar. Sueño, sueño, sueño. Hay un galeón desde el que descienden cargamentos de tomates en una playa y los indígenas del lugar, creyendo que es sangre envasada mediante brujerías de blancos, se ponen furiosos y suponen que esa es la prueba de que han asesinado a sus hermanos. Por ende suben a los marineros a los mástiles con forma de pirulines pero en lugar de azotarlos o torturarlos cantan temas de Queen en una lengua extraña. Las voces suenan como mandriles enojados. Los piratas van desfalleciendo con los tímpanos moribundos. 

En el sueño también existe la pandemia y los aldeanos usan por barbijos tortuguitas vivas atadas con juncos. La peste consiste en que sus pies les crecen hasta dimensiones extraordinarias que asolan la tierra entera y retumban como bombos de chacarera sobre el barquito mío que está encallado en la orilla. Pretendo huir y no puedo. Me caigo de la camilla, y Elena, la médica de guardia, me recoge. 

--Te vas a matar de un golpe. ¿Cuánto hace que no descansás? 

--No sé, ¿en qué mes estamos?. 

--Octubre --me miente ella. Desespero. 

Afuera el viento es el mismo, y es el mismo sol. “Preparate que resucitó Perón y nos trae la vacuna anti corona”. Y relata que ha bajado del Murciélago Negro: un avión alemán de la Segunda Guerra igual al que lo ha traído de vuelta de Madrid y que en lugar de Isabel ha descendido con él Tita Merello. “Hacete el Hisopado, muchacha”, recomienda con un altavoz. Ya ordenó fusilamientos sumarios a muchos políticos fachos, filósofos balbuceantes, científicos sin diploma, financistas oportunistas, opinadores golpistas, falsos artistas, educadores sin escuela, corruptos y especialmente doctores de guardia.

Se ríe porque ve que estoy atontado. “¿Mussolini está en la lista? Le pregunto sin saber porqué, emergiendo del sueño. “Sí, está, pero lo confundieron con Cavallo”, me dice sonriente. Me da un café. “Andate a tu casa que estás alucinando. Hace una semana que estas acá casi sin dormir: sos un héroe o un gil, no sé. Si no fueses tan jovencito te metía en mi cama de estrellas y te hacía volar de placer”. 

“Gracias”, digo. 

El café huele buen, sus piernas torneadas también son bellas y el sol afuera resulta prometedor. “¿Terminó la peste entonces?”, pregunto anhelante. 

“Esto recién empieza, corazón. Alcanzame los antitérmicos y rajate a tu casa ya mismo. Dame un beso. Así con los nudillos, mi ternura”.

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