Nerea es una mala víctima. No era la hija perfecta, la compañera a la que todos quieren, no. Era una niña mal acunada, pobre de toda pobreza, de 22 años, adicta a la cocaína. Sudaba tragedia. Sentíamos que hiciéramos lo que hiciéramos era siempre insuficiente, como cuando la arena se te escapa de las manos, corriendo detrás del correcaminos con un triciclo hecho cuero. Porque ella revelaba (revela) algo más complejo que una joven adicta a la cocaína que requiere acompañamiento. Ella es una perfecta hija de la pobreza de este tiempo, ella no era un soldadito que portaba arma y un lábil prestigio (hasta que su lugar en el juego narco se acabe junto con la vida). Ella es mujer.
No existen soldaditas, existen esclavas... de sus propios monstruos, de la sustancia, de los narcos. Ser esclava implica poner el cuerpo en todo sentido a merced de que hagan con él lo que sea. Claro, ella volvía a su ranchito, con las primeras horas de la mañana con ese cuerpito debilucho portador de heridas y estigmas... No estaba encerrada, veía a sus hijas y cada tanto se prometía, nos prometia rescartarse de todo.
Hasta que un día no volvió.
Y ahí entramos en el juego de la revictimización de la víctima, del truculento relato de lo que hicieron con su cuerpo (como un perrito de esos que uno ve tirado en la ruta y más) de los circuitos judiciales y de la burocracia del que duerme tranquilo habiendo una, muchas Nereas deambulando por las noches presas de los narcos.
No puedo dejar de soñar con vos.
Te deseo un abrazo materno que te acune y te cante dulcemente una cancion. y Justicia. Adiós.