EL CUENTO POR SU AUTOR

En marzo pasado estábamos de vacaciones fuera del país cuando se anunció la cuarentena estricta y el inminente cierre de las fronteras. No respondimos a la demanda del miedo, ignoramos el desastre y seguimos dando vueltas como en un limbo; pero al tiempo decidimos cambiar los pasajes y logramos volver. Algo que no resultó fácil. Ya instalada en casa, me encontré adaptándome, con dificultad, a la paranoia generalizada y a las consignas de los cuidados extremos con el fin de obedecer a la “ley mayor” de preservar la vida. Entonces reflexioné sobre el deseo de catástrofe que anida en el ser humano. Imaginé un cuento sobre dos seres que viajan por el desierto cuando los sorprende la pandemia desatada en todo el mundo: de pronto ningún lugar a dónde ir que sostenga la ilusión de soledad y ausencia. Con cierta ligereza provocativa, pensé en ellos que, en lugar de preservarse, toman la decisión de ir contracorriente y se meten de lleno en las ciudades donde el virus se propaga con voracidad, intentando contagiarse. Solamente como ejercicio de insumisión y contrafobia: las diferencias pueden hacerse insignificantes, inscribirse en un mismo horizonte. Por lo que sé, al fuego se lo apaga con un contrafuego.


LA ILUSIÓN DOCUMENTAL

El viaje había empezado en el aeropuerto de Los Angeles. Apenas recogimos las valijas buscamos la oficina de alquiler de autos. La empleada nos convenció de que descartáramos el mediano que habíamos reservado cuando supo cuál sería el itinerario: por muy poca plata más agradeceríamos la diferencia. Nos miramos y asentimos. De acuerdo. El auto parecía recién salido de fábrica: blanco, amplio y cómodo. Acomodamos los bolsos y Lalo instaló en el parabrisas el gps con el mapa de Los Angeles a Phoenix. ¡En marcha!

Las carreteras de Los Angeles son como pistas de carreras; todos los carriles son rápidos y el de la izquierda, el que usan los que no paran en los peajes, es el más rápido de todos. Los angelinos son muy respetuosos de mantener cada uno su carril y no bajar la velocidad: para el que no está acostumbrado, esta presión constante es como participar de una carrera de resistencia que no se puede detener. La velocidad obliga a no sacar la mirada de lo que se extiende muy poco más allá de la trompa del auto, a no distraerte con nada que suceda fuera del asfalto. Nada puede distraerte. O sos hombre muerto.

Go! Go! Go! Keep to your lane. Keep to your lane.

El plan inicial era recorrer el desierto que va de Los Angeles a Nuevo Mexico sin un itinerario prefijado; las rutas vacías, la ilusión de un destino no frecuentado por el turismo, la sequedad de la geografía extrema que tanto mostró el cine y cautivó a artistas y escritores. ¿Se recorre un desierto? ¿Se visita? ¿O tan solo se vislumbra? Se accede a una geografía, a un paisaje, pero eso no quiere decir que se pueda llegar a conocer como se llega a conocer una montaña (en el colmo de la megalomanía, tal vez eso sea posible en la imaginación de los montañistas obsesionados con su montaña). Cada vez que intentaba sacar una foto, el visor de la cámara me mostraba una versión tan pobre que no merecía ser registrada. El desierto se extiende en infinito y también puede ser un espejismo; su cualidad de efecto y de falsedad habla de promesas.

No buscábamos la contención de las ciudades, sino el puro exterior. Los hospedajes para viajeros que pernoctan una sola noche también simulaban una solidez desde la fachada, pero, al entrar en la habitación, refugio del trasiego, encontrábamos la endeblez de los materiales baratos, las puertas que no cerraban, las bañaderas enlozadas con una capa insuficiente. En una habitación, al intentar apoyar la botella de whisky sobre el escritorio, tan escueto e inestable, casi se me resbaló y la agarré en el aire. La vi medio vacía porque en el auto le habíamos dado unos besos del pico: cuando desensilláramos, antes de la ducha o después, la liquidaríamos y compraríamos otra.

Todo el viaje era un tránsito, ningún propósito ni finalidad, el sentido era el andar mismo, hacer conexiones. No importaba el por qué o hacia dónde. El movimiento se convirtió en adicción. La imaginación volaba y dejaba atrás el mundo conocido hasta entonces.

Cansados de la monotonía de las autopistas, cuando la uniformidad del paisaje nos hacía cabecear, nos metimos en las carreteras interiores. Lagunas secas, rectas interminables; sin embargo nada de eso era producto del abandono y la soledad. Por momentos parecía una escenografía: carteles emblemáticos bien cuidados, un teatro inmenso con un trazado preciso de circulación y alternativas de desvíos o derivas también previstas. El afán de ir a contrapelo se fue desinflando a medida que fracasábamos en cada intento de salir del camino. La ruta nos llevaba siempre a una paralela de menor tránsito que desembocaba en localidades laterales desperdigadas, sitios de poca densidad que se atravesaban sin consideraciones ni asperezas. Contrastar realidades nos resultó imposible.

Pronto me di cuenta de que me mimetizaba con la forma de hablar de los locals, cuando adoptaba el tono de los que empezaban una conversación en el bar o el restaurant. Aunque enseguida pensé que nada es más local que un habitante de ciudad, estos me sorprendieron, todos parecían curiosos, querían saber de dónde veníamos, hacia dónde íbamos, si estábamos de vacaciones, casados, si teníamos hijos… ¿O la curiosidad era un rasgo de educación, de tradicional buena disposición hacia el otro? Cuando él ensayaba un perfil mundano, le gustaba entablar conversaciones con extraños: se ponía locuaz, manejaba a sus anchas una afabilidad sobreactuada. Ignoraba que sus interlocutores no se aventuraban más allá de las fronteras, que cultivaban el apego a su comunidad como si se tratara de una versión de la fidelidad. Yo lo observaba, contenía la risa y, si agregaba algo en la charla, me camuflaba con el otro, trataba de ser su eco, el mismo tono. Reconozco que tenía un don para las voces. No quería dejar huellas.

De pronto él sacaba unas fotos de su bolsillo y se las mostraba a su interlocutor y le preguntaba “¿Qué piensa? ¿Qué le parecen?”, mientras las barajaba entre sus manos como si fueran cartas y las abría en abanico. Las mostraba sin soltarlas. “¿Le gustan?” Eran fotos de una pelirroja desnuda; tomas muy naturales, espontáneas y frescas: la pelirroja se reía exultante, al lado de una ventana, tomada de sorpresa, como si saliera de la ducha con el pelo mojado o estuviera por vestirse. “¿Le gustan?”, preguntaba él al desconocido. Yo quedaba inmóvil, camuflada con el paisaje, para que ningún gesto o palabra me asociara a esas fotos. Los tipos quedaban fijados a las imágenes y me miraban de soslayo como pidiendo permiso o, mejor, como si temieran mi juicio. Aunque era difícil asociarme: para el viaje me había teñido de castaño oscuro. Ahora era morocha. Las respuestas variaban de una risotada complaciente a una exclamación escandalizada que también derivaba en la previsible complicidad entre hombres. Un guiño. “¿A quién no le gusta ver mujeres desnudas, no, amigo?”, les decía como si les habilitara un mundo cercano. Sigamos manteniendo la pava caliente, por dios, siempre. ¿O era el pavo?

Cantidad de frases comunes, clisés consumidos hasta el agotamiento. Yo sonreía con compasión. Pobres los hombres esclavos de su pija manija.

Otros días él mostraba la foto de un niño en un ataúd. Apenas podía verse el cuerpito porque estaba cubierto por una sábana blanca, pero el tamaño del cajón no dejaba margen para la duda. Tenía tres fotos del mismo cajón y del mismo niño, ninguna con un primer plano, las tres habían sido tomadas a cierta distancia, con una luz amarilla que venía de costado y se derramaba sobre el objeto central. La escena espantaba, podía creerse que se trataba de algo teatral, pero no. Al niño yo no lo conocía. Cada vez que mostraba esas fotos yo miraba para otro lado y me bajaba medio vaso de cerveza de un trago. Pensaba que si hubiera sabido cómo podía soportar esa tensión que él sostenía como un mago tal vez no seguiría a su lado. El desconocido quedaba mudo, esbozaba alguna mueca o levantaba las cejas en señal de perplejidad —o de límite— pero no se animaba a irse, aguantaba un momento y contenía el aire. Un cierto tributo debía rendirse a la tragedia —porque no hay duda de que la muerte de un niño lo es. Y si se la exhibe, un golpe bajo. Pero él no les daba tiempo a reaccionar, recogía sus cosas con un ademán lento, se levantaba y, sin que mediara un saludo, se alejaba.

Ellos terminaban sus cervezas en silencio.

Durante la cena, a él le gustaba reírse del desconocido. Me decía: “¿Viste la cara que puso cuando le mostré tus fotos? ¡Quiso hacer un chiste y no pudo! ¿Por qué la gente queda tan intimidada frente a imágenes corrientes? ¿Nunca vieron a una mujer en tetas?” Yo me reía también. “Cosmovisiones elusivas en una primera impresión”, decía como una manera de persistir. Yo me resistía a dar por perdida la ilusión. Rodemos, sigamos rodando. Sin destino ni futuro. Tenía la sensación de ser dueña de alguna mínima libertad. Un horizonte amplio extendido hacia la inmensidad y la ausencia de propósito. Las preocupaciones se habían borrado y el tiempo —el transcurso de los días y las noches, lo que dejábamos atrás— se diseminaba sin contornos.

¿Qué peso se lleva en los viajes? Se van cargando de expectativa, de prejuicios, de presentimientos, de promesas. El sueño americano nowhere to be seen, sin embargo cuánto del aura de un pasado dorado en las cosas todavía.

Habíamos viajado sin ticket de regreso. “No return ticket?”, nos indagaron en la ventanilla de Migraciones. La premisa había sido evitar el condicionamiento. Lanzados hacia el vacío.

Los carteles fulgurantes “Arizona”, “Phoenix”, “Tucson”, “Route 66”, “Sonora”, “Agua Prieta”, “Alamogordo”, “New Mexico”, “Albuquerque”, “Amarillo”, “Santa Fe”, “Taos”, “Navajo country”, “Hopi country” (You´re in Indian Land, decía una calcomanía que se reproducía en las estaciones de servicio y en cada poste de luz, con una foto de un indio tipo el piel roja de las películas, una caricatura poco simpática).

Al llegar al lobby del hotel en Santa Fe, vi que las pantallas de los televisores estaban clavadas en la misma noticia: un virus de origen impreciso se estaba desplazando por Europa y América; llegaba en los aviones repletos de pasajeros que, sin saberlo, portaban bacterias que podían ser letales. No había antecedentes de algo parecido, repetían. Miré a Lalo y él me devolvió el gesto levantando el mentón desafiante.

Buscamos un bar o café. Un viento arremolinado soplaba persistente y el auto parecía que iba a remontar vuelo como un barrilete. Nada quedaba de la primavera.

Las pantallas de los bares y hoteles confirmaban que la infección se diseminaba con voracidad en un mundo sin excepciones. Imaginé el efecto invernadero que se multiplicaba en las ciudades, barrios, edificios: familias, amigos, comunidades, abroquelados como si pudieran transformar sus casas en ciudadelas fortificadas, inoculados con el miedo a un virus desconocido que difícilmente se llegara a controlar antes de que mutara en otro. Lo que menos imaginé fue que el contagio se aceleraría a una velocidad nunca vista.

Elegimos los márgenes, bordeamos los centros urbanos y cuando quisimos acercarnos notamos la ausencia de humanos en las calles. Las medidas de control y asepsia se extremaban a nuestro paso. Pronto los bares fueron obligados a cerrar; los hoteles y posadas restringieron sus servicios; en los moteles se accedía a la llave de la habitación con una clave en una máquina de la recepción —donde ya no había ni un escritorio o mostrador, solo máquinas de expendio de bebidas y golosinas o papas fritas. Las fronteras también se cerraron. De noche, en la cama, no cruzábamos palabra. Sin darnos cuenta, también nosotros nos poníamos a distancia. No era miedo. Muy lejos de nuestro mundo real, lo ignoramos, aunque nos movíamos con suavidad: mantenernos en movimiento era la manera de estar apaciguados. Nos sentíamos fugitivos sin serlo. Sin embargo, huíamos de algo.

La falta de itinerario nos daba una flexibilidad fabulosa. Veíamos en las pantallas de tevé la recomendación insistente de que los turistas volvieran a sus países de origen, que se contactaran con sus consulados, donde estaban confeccionando listas para repatriar, en la aerolínea nacional, a los que no lograran cambiar sus pasajes. Nos miramos y dijimos al unísono: “No somos turistas”. Reafirmábamos nuestra descatalogación. Tampoco teníamos un regreso que adelantar porque no teníamos fecha de regreso. Habíamos abandonado todo paisaje, no éramos parias pero no queríamos ser registrados por ninguno de los radares estatales ni por los privados. ¡Dios nos libre! Nos resistíamos a ser localizados, o a integrar un plano de organización. Resultaba una paradoja que hubiéramos viajado sin rumbo preciso y una pandemia impusiera coordenadas, reportes y repliegues. No íbamos a dejar que arruinaran nuestro no plan mutante; no íbamos a responder al afán de control que pronto se adueñaría de las corporaciones y los dispositivos que velan por la seguridad de los gobiernos.

Lalo propuso no demorarnos con dudas y seguir viaje hacia el interior. Le vi la nariz más grande; los ojos se le achicaron. Siempre me gustó imaginar el parecido de las personas con los animales; de cara de Bambi había pasado a ser un armadillo peludo.

A medida que avanzamos por los cañadones y los valles, alentamos la perspectiva de seguir derivando sin límites hasta devenir imperceptibles. No sé cuántos kilómetros recorrimos por carreteras vacías; las estaciones de servicio, sistematizadas por computadoras, se espaciaban a medida que avanzábamos y me asomaban a visiones de un mundo anticipado. El desplazamiento voluntario, a los territorios desolados. ¿Estábamos huyendo?

Esa noche, en la cama del motel, nos imaginé replegados en el otoño próximo, el invierno siguiente, la primavera, hibernando como osos en nuestras cuevas mutantes. Aferrados a la noche, a la oscuridad, como si fuéramos chicos y jugáramos a los fantasmas con amigos. Terror durante un momento pero intuí que era pura impresión, invento que sería pasajero.

A la mañana le dije a Lalo que volvía, si quería acompañarme. “¿Volvemos?”, le pregunté en un medio tono. Una luz diabólica le cruzó la mirada mientras se escarbaba los dientes, gustoso. Juntó sus cosas desperdigadas en el cuarto y las guardó en la valija; la cerró de un golpe seco.

“Estoy listo. Desbanquemos la farsa de la salvación o el salvataje”.

Nos envalentonamos y buscamos las ciudades, queríamos enredarnos en las calles, entrar en los bares, no evitar la proxemia ni el contacto ni el aliento. Íbamos, ahora sí, feroces, al encuentro de lo inesperado.