Como es bien sabido, Platón diseñó el primer gran sistema de la filosofía occidental. Conjunto articulado de conceptos que busca explicar la vastedad de lo real, esa obra procuró resolver dos dilemas sustanciales. Cuál es el fundamento que unifica la confusa pluralidad de la experiencia, y qué es lo que permanece frente a lo que incesantemente cambia.

En ese marco, introduce una figura sugestiva para nuestras reflexiones, la del Rey Filósofo. Lo que supone que únicamente el clarividente talento de quien accede a esa saber absoluto habilita a tomar las riendas del gobierno de la Ciudad. Es insoslayable recordar que ese sofisticado engranaje teórico no surge del apartado espacio de la Academia, sino de las angustias platónicas frente a la decadente situación de Atenas. Territorio de una democracia que al decidir sus rumbos en asamblea facilita que allí prevalezca quien mejor argumenta (los sofistas) y no quien detenta con justeza la Verdad. La axiomática universal que viene a proponer Platón es el remedio contra el mendaz ilusionista que condena a los pueblos al precipicio.

Apropiado señalar aquí entonces que las relaciones entre filosofía y política han sido desde siempre estrechas. La aclaración es pertinente, pues para una mirada rápida la filosofía es una disciplina en algún punto abstracta y hermética, y la política un tipo de acción volcada a lo concreto e inexorablemente incrustada en los códigos de la opinión pública.

Eso de ninguna manera ha funcionado así, y esto vuelve a verificarse con nitidez haciendo un sinóptico recorrido por los trazos principales de la filosofía contemporánea. Como eco postrero de aquella inspiración clásica y accediendo a su cumbre en la doctrina hegeliana, la modernidad se asienta sobre tres basamentos vertebrales. La correspondencia entre la razón y el mundo (lo que permite el conocimiento pleno y elimina el misterio), un vínculo transparente entre las palabras y las cosas (lo que hace depender al lenguaje de la autonomía de la conciencia), y un sentido perfectivo y teleológico de la historia (lo que autoriza a proferir pronósticos certeros sobre el futuro). En otras palabras, la viabilidad de un Saber Total que se alcanza tendencialmente más pronto que tarde y autoriza a predecir una humanidad emancipada a través de su autorealización.

Pues bien, en la percepción de muchos destacados intelectuales del siglo XX, esa lógica filosófica termina desembocando (en tanto le brinda fundamento) en el horror totalitario que se personaliza en los liderazgos de Hitler y Stalin. Puesto de otra manera, esos regímenes vistos como ominosos no eran la mera consecuencia de psicologías autoritarias, derivas geopolíticas o crisis económicas, sino de una cartografía filosófica a través de la cual el Saber Total lleva al Poder Tiránico. El hilo que los anuda se despliega así. Si es admisible una Verdad Absoluta, ¿quién sería el sujeto legítimamente encargado de encarnarla y disciplinar al conjunto? Y allí ingresan entonces el Fuhrer, el Partido o la Guerrilla.

El giro lingüístico (que postula a una persona atada a un mundo discursivamente estructurado), el psicoanálisis lacaniano, (que descree del saber pleno pues el sujeto está fallado por su imposibilidad de recuperar el goce originario) y el pensamiento posfundacional (que afirma que en la historia rige la dislocación y no el fijismo de un sentido racional), son ejemplos relevantes de una filosofía actual que en nombre de la democracia (entendida como irrebasable pluralidad de las interpretaciones) desconfía de cualquier tipo de totalización.

Por tanto, si el lenguaje maniata al sujeto, si ese sujeto está perpetuamente inconcluso y carece a su vez de control sobre el encadenamiento de los hechos, dos conceptos vitales de la política quedan insoslayablemente maltrechos. Revolución y Comunidad. Sin comprensión global no puede haber transformación radical y sin algún rasgo de universalismo moral se fractura todo régimen de convivencia aceptable.

El peronismo como experiencia social y el reciente triunfo del Frente de Todos introducen aquí un elemento provechoso, pues lograron retornar al gobierno venciendo a la abrumadora suma de poderes reaccionarios que acompañó el intento de reelección de Mauricio Macri. Poderes entre los que cabe incluir el semiótico, tanto en clave de control digital de la conciencia vía Durán Barba, como del impúdico manejo comunicacional de los principales oligopolios mediáticos.

A ese acontecimiento electoral sería excesivo calificarlo de Revolución, pero sí es patente el carácter emancipatorio de una subjetividad popular que bajo la épica de una igualdad bruscamente sustraída ocasiona una fisura en el funcionamiento del capitalismo neoliberal dominante. Incisivo trastocamiento que llega de la mano de un libro (Sinceramente), de las masivas misas laicas donde fue comentado, y del bagaje mítico consustancial al peronismo. Y no de mitos entendidos como nostalgiosa ficción retrospectiva que encandila multitudes, sino como estructura emotiva de símbolos que liga transformaciones del pasado con insurgencias militantes del presente.

Pues bien, decíamos, la filosofía política contemporánea se interroga por la cuestión de la comunidad. Todas las lecturas son válidas, pero rehuyendo cierto eurocentrismo de algunos intelectuales detengámonos un instante a revisar como aparece este tema en el pensamiento de Perón. La presentación de su texto “La Comunidad Organizada” tiene dos horizontes de enunciación decisivos. El primero, exhibir una alternativa ético-política latinoamericana en el contexto de una degradación generalizada del mundo occidental, y segundo, plasmar una idea de comunidad que pudiese rehuir las derivas totalitarias del comunismo soviético y los nacionalismos de derecha europeos.

Es llamativo allí como Perón reprueba la influencia hegeliana (a derecha e izquierda), vista como acecho de una perniciosa estadolatría. El malentendido es notable. Mientras la oposición acusaba al gobierno recién asumido de simpatías por el Eje, el Conductor del movimiento se esmeraba por deplorar el egoísmo liberal capitalista pero también los peligros de una aniquilación de las libertades individuales.

El problema, sin embargo, no se agota allí. Sabemos que Perón era un militar que había estudiado con detenimiento a Carl Von Clausewitz, y en su libro “Conducción Política” establece un apotegma medular (“la política como la guerra es una lucha entre voluntades contrapuestas”). Lo primordial es entonces el conflicto y no la armonía. En gramática peronista, pueblo u oligarquía, liberación o dependencia. La tensión es evidente; una vocación de producir comunidad montada sobre una filosofía de la guerra. Se imponen aquí dos acotaciones. Una, Perón siempre imaginó que su núcleo de adversarios sería una ínfima minoría (lo que claramente no ocurrió), y dos, que esta tensión que describimos es constitutiva de la identidad del peronismo y lo convierte en un precursor de lo que venimos analizando. Como construir el máximo de concordia posible sabiendo que existe un antagonismo insuperable.

La solución a estos dilemas Perón parece encontrarla en una mutación significativa que se inicia en los años 60 en su filosofía de la historia. Esto es, en sus albores el peronismo se concibió como un evento disruptivo, conceptualmente singularísimo, foco de iluminación para una América Latina desunida y una humanidad carcomida por el materialismo, la ciencia sin ética y la injusticia social.

La revolución cubana y los procesos de descolonización de la posguerra llevan a considerar al Conductor que su movimiento ya no es una excepcionalidad que marca el camino, sino la expresión genuinamente argentina de una lucha ancestral contra los imperialismos y de un nuevo orden mundial que tendrá ribetes necesariamente socializantes. Por lo tanto, y este es un punto que nos interesa especialmente, los conflictos tenderán progresivamente a distenderse, en la medida que el devenir indefectible de la historia terminará disuadiendo a los más renuentes. Revolución y comunidad entonces se yuxtaponen, pues la utopía del humanismo peronista terminará involucrando al pueblo todo.

Esa lógica se ve diáfana en su retorno a la patria en 1973, y permea dos componentes habituales de su retórica doctrinaria. La primera, su apelación a “los apresurados y los retardatarios”, extremos inadecuados que, correctamente regulados, favorecen la centralidad de una transformación que puede ser paulatina en su desarrollo pero ineluctable en su reparador destino. Pero cuidado, bien mirados los discursos de esa época dicho binarismo no se aplica solo a la puja de alas al interior del movimiento, sino al propio golpe del 55. Perón sostiene autocríticamente que él fue un apresurado (lo que activó torpemente una oposición desmesurada), y los golpistas fueron retardatarios (para luego advertir la magnitud de su defección destituyente). Y la segunda, una frase enigmática pero plena de riquezas (“somos un país politizado pero al que le falta cultura política”). Traducido, un pueblo muy adiestrado para el conflicto (lo que es bienvenido), pero carente de prudencia para edificar consensos liberadores (lo que conduce a un callejón sin salida).

Escuchamos en estos días preocupación por el excesivo “consensualismo” de Alberto Fernández, insatisfactoria moderación frente al universo de intereses de la derecha. La inquietud es atendible, pero solo si previamente admitimos lo desatinado de un juicio lapidario. De algún modo, reencarna aquí un debate complejo, pues la encrucijada atraviesa con oscilaciones el pensamiento entero del General Perón.

Respecto del Líder-Conductor, el Presidente tiene una desventaja y una ventaja. La desventaja es que ninguna infalible filosofía puede socorrerlo. El movimiento de la historia se rige por la contingencia y lo inesperado, y de la misma manera que en el 73 no vino el socialismo sino Videla, después de la década ganada retornó el neoliberalismo de la mano de Mauricio Macri. Y la ventaja es que a falta de cualquier confianza evolutiva se acentúa el arquitectónico protagonismo de la ductilidad política. El delicado equilibrio entre un ímpetu emancipatorio que debe convivir con aquel que lo resiste y la vocación de diálogo con el distinto sabiendo que en algún momento rige el puro antagonismo. Una máxima del comunitarismo posible cabría enunciarse así. Una democracia donde hay mayorías y minorías (y por tanto litigio por el sentido, colisión de valores) pero donde lo que decide la mayoría pueda ser tolerable para la minoría.