EL CUENTO POR SU AUTOR
He vuelto a leer este relato y me pregunto si alguien puede decir que es inverosímil. He visto la toma del capitolio estadounidense y creo que me voy a refugiar para siempre en los brazos de Manolo. Recuerdo muy bien aquella noche. Apenas llegué a mi casa lo escribí de un tirón, o en una sentada como dicen los escritores. Al día siguiente tenía mi primer taller con Ángela Pradelli. Allí lo leí y tuvo cierto festejo. Después le gustó a mi maestro Juan Forn y gracias a su opinión, me animo a mandarlo para Verano/12. Quedé muy impresionada con la experiencia, sobre todo con mis dos hermanas. Nos llevó un buen tiempo reconocernos y seguir nuestra relación, amablemente.
EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO
Anoche, a pedido de nuestra madre, con mis dos hermanas fuimos a un velorio. El muerto era el marido de Clotilde, una íntima amiga de su infancia, que ahora quedaba sola. Bueno, sola no, con Manolo, su único hijo, un ingeniero civil soltero de sesenta años.
Desde el principio las cosas se presentaron adversas. Mis hermanas primero se negaron a ir. Esgrimían opiniones de sus respectivas psicólogas para no tener que cumplir con el pedido y ponían excusas para librarse del asunto.
Mamá no puede mandarnos a un velorio una noche tan calurosa como ésta, dijo mi hermana menor mientras se recogía el pelo en un rodete.
Es cierto, además nunca los conocimos. Estos pedidos no se hacen, dijo mi hermana mayor.
Me llevó tiempo convencerlas para que me acompañaran.
Ustedes están quince minutos y se van a esperarme a un bar. Yo estoy otro rato y todos conformes, les dije.
Después de recorrer en auto unas cien cuadras y equivocarnos de calle varias veces, al estacionar casi aplastamos unos gatos que se subieron aullando a un montón de basura amontonada en la vereda.
Seguro que es la casa más deprimente de la cuadra, dijo mi hermana mayor.
3425 segundo piso, anotó mamá, dijo mi hermana menor mientras leía la prolija letra de nuestra madre en un pedacito de papel de diario. Creo que sin decirnos nada, el calor aplastante de diciembre y el perfume de los tilos nos hicieron dudar de seguir adelante con el programa. Pero ya estábamos frente al número y a una casa de tres pisos, vieja pero sobre todo descuidada. En la pared todavía podían leerse algunas letras de consignas políticas de otra década. Yo espié hacia adentro. Apenas iluminada por una lamparita vi la espalda encorvada y azul de un hombre que desaparecía por una escalera. Golpeé el vidrio de la puerta de entrada, pero la espalda se escabulló. Mi hermana mayor se prendió al timbre del portero eléctrico de bronce sin lustrar. Silencio.
Cuando ellas dos ya querían abandonar, apareció el hombre de la joroba azul. Iba vestido de entrecasa, en chancletas. Con una mano parecía sujetarse los pantalones y con la otra cargaba una bolsa de basura que lo obligaba a una sutil renguera. Entornó la puerta de calle y en voz muy baja nos pasó información.
Todavía no llegó el cuerpo y el velorio el hijo lo va a hacer en el segundo A, que también es de ellos y lo tienen vacío, porque en el B el ataúd no cabe. No sé si saben pero la esposa del difunto ya pasó los noventa y está tullida, agonizando en la cama desde hace dos meses. Si quieren suban, aunque si el hijo no está, no les puede abrir nadie.
El hombre sacó la bolsa de basura hasta el árbol. A mí me pareció que ya habíamos cumplido y que mamá entendería las complicaciones del caso.
Creo que podemos volvernos, dije, pero sorpresivamente mis hermanas contestaron ya que llegamos hasta acá, entremos.
Pasamos en fila india por la mezquina abertura que nos dejaba el hombre, quien después de cerrar la puerta con doble llave encaró la escalera. Su renguera ya no era sutil, sino absoluta. Descontando que era el portero le dijimos que si nadie nos atendía en el segundo piso, le avisaríamos para que nos abriera la puerta de calle.
Yo no tengo nada que ver, portero no hay, soy el único vecino, le oímos decir mientras subía apoyando los dos pies en cada escalón.
Desde algún lugar unos ladridos de perro pequeño, de perro histérico y encerrado, acompañaron nuestra subida en un ascensor estrecho y mal iluminado, que tardó mucho en llegar al segundo piso. Para superar la situación hacíamos chistes macabros sobre el muerto. El palier del segundo piso era inhóspito, de mármol veteado de distintos tonos marrones. Estaba a oscuras y ninguno de los timbres sonó cuando tocamos, pero se veía luz por debajo de las dos puertas. Insistimos. Silencio.
Listo, ya podemos irnos y dar por terminada esta noche patética y este extraño pedido de mamá, dije y abrí la puerta del ascensor.
Volvimos a la planta baja. Yo, urgida por irme en cuanto alguien abriera la puerta de calle. Mis hermanas se miraban en un espejo lleno de manchas negras que ocupaba casi toda la pared. Parecían decididas a quedarse, encerradas en el hall de entrada, esperando la posible llegada del muerto y su hijo. La bombita de luz de bajo consumo titilaba. En un silencio caliente y húmedo se oyó un portazo arriba y el ascensor que ascendía. Otra vez los ladridos. Yo insistía en que ya podíamos irnos.
¿No será una gran sádica nuestra madre?, dije con la espalda helada contra el mármol de la pared.
Qué falta de espíritu aventurero. A mí ahora no me parece tan mal el programa, dijo mi hermana menor.
Menos mal que hay una enferma para monitorear, porque es cierto que este velorio no nos corresponde, dijo mi hermana mayor, que se siente enfermera y está muy psicoanalizada.
El ascensor bajó y de él salió un hombre con la mirada extraviada. No era viejo aunque hacía todo por parecerlo. Tenía el pelo canoso con un corte castrense. Era flaco, enjuto, y sobre todo raído. Sus ojos afilados y chiquitos estaban muy al fondo de unos lentes cuya armazón le bailaba en la cara huesuda. Llevaba un traje arrugado de dos grises distintos y una camisa prendida hasta la nuez, sin corbata y con las puntas del cuello hacia arriba.
Ustedes deben ser las hijas de Margarita. Ella llamó y me avisó que venían. Yo soy Manolo, suban, ¿cuánto hace que esperan? En esta casa los timbres no se oyen, nos dijo con una sonrisa que dejó ver la ausencia de sus cuatro dientes de adelante.
El ascensor nos obligó a apretarnos. Además de caspa, Manolo tenía en la solapa una escarapela decrépita. Al notar que yo la miraba, aclaró: la tengo puesta desde la guerra de las Malvinas. A mí me pareció que si el tamaño del ascensor lo hubiera permitido, Manolo habría hecho la venia. Llegamos al segundo piso y al poner su mano sobre el picaporte del 2 B, nos previno:
No se impresionen, porque el féretro con papito está ni bien se abre la puerta.
¿Pero el velorio no iba a ser en el 2º A?, dijo con inquietud mi hermana mayor.
--Esos son chismes del consorcio. Yo soy solo y tengo que cuidar a mamita que ya no se levanta. Además en el 2º A…bueno, no se podría, dijo Manolo, mucho más molesto de lo aceptable.
El cajón con el muerto resultó lo menos impresionante de la noche. Toparse con él fue inevitable, porque estaba contra la pared, como estacionado en el corto pasillo de entrada, y para pasar quedaban libres sólo unos treinta centímetros. Todo, absolutamente todo lo demás que había en ese ambiente, estaba ocupado y cubierto por pilas de libros y diarios viejos. Al rato de estar, se podía distinguir que por debajo, por detrás y hasta por encima de las pilas de libros y diarios, también había muebles. Entre las patas de un sillón dado vuelta había una jaula vacía. La mesa de comedor, dos sillones y una repisa apenas se adivinaban, por la oscuridad y los libros. Solamente el muerto, por lo reciente, no tenía libros encima. No había luces prendidas. Como convocando un inmenso incendio todo el lugar estaba iluminado por velas de distintas alturas que se derretían en botellas de litro. El sebo nuevo caía sobre otros sebos y goteaba en los diarios viejos, para luego derramarse en el piso. En una segunda mirada, ya habituada a la luz lánguida y a los libros, se podían descubrir, en los únicos espacios sin estantes de las paredes, cuadros, fotos y platos de todos los tamaños, colgados sin ningún orden ni sentido estético. Por encima de ellos había flores artificiales, ramas de olivo secas y banderines. Una pátina pegajosa impregnaba almanaques vencidos, estatuitas de la virgen de Luján, relojes sin agujas o con la hora de otra parte, remedios a medio usar, pilas sueltas. En una mesa ratona varias macetas con plantas muertas estaban unidas por la filigrana de una gran telaraña. Las lámparas apagadas no tenían pantalla y tres pantallas sin lámparas tenían, agarrados y dispuestos en círculo, broches para colgar la ropa.
Al no tener el menor vínculo sentimental con el difunto, no resultó difícil percibir que lo más fresco, lo más limpio, se podría decir lo más vital y moderno de todo lo que estaba a la vista era el muerto. Las puntillas de su mortaja eran blanquísimas y almidonadas, un ramo de flores azules que tenía entre las manos despedía un olor húmedo y silvestre, la madera del cajón brillaba recién lustrada, y la tez del difunto tenía un tono mucho más saludable y vigoroso que la palidez del hijo. Sí, el muerto era lo único renovado en esa casa. Solo, en el pasillo, apuntando a la puerta de entrada, parecía un barco esperando su turno para empezar un viaje.
Disculpen el lío, pero estamos sin agua, nos dijo Manolo, como si hubiera alguna relación entre las dos cosas.
Por lo bajo alcancé a decir a mis hermanas:
Quince minutos y nos vamos, pero ya no me contestaban.
Estábamos las tres paradas con las carteras colgando de nuestros hombros. Había dos opciones. Quedarnos de pie, casi asomadas frente al muerto, o ponernos de espaldas a él, con la nariz contra el empapelado de flores desteñidas que cubría la pared del pasillo. Después de estar un rato en cada una de las dos posiciones, mis hermanas, a las que les noté un destello de avidez en sus miradas, le pidieron al hijo pasar a saludar a la madre. Yo no podía entender que quisieran avanzar hacia el interior de la casa, pero ellas se encaminaron detrás de Manolo. Antes de llegar al cuarto tropecé con una tortuga que salía de una pantufla. Me quedé mirándola hasta que la vi subir trabajosamente a un diccionario enorme y en francés que estaba abierto tirado en el piso. Sentí las bolitas azules de los ojos de Manolo fijas en mi espalda.
Es Gertrude y la tengo conmigo desde los ocho años, dijo mientras alzaba la tortuga y la ponía, como si fuera el tubo, sobre la horquilla de un viejo teléfono negro que estaba descolgado.
La decoración del dormitorio de Clotilde mantenía el estilo del living comedor, tal vez más esmerado. La diferencia grande estaba en la temperatura. Mi hermana mayor, casi divertida, calculó que habría entre 45 y 48 grados Celsius. Una estufa a gas y al máximo se llevaba en su andar todo el oxígeno. La enferma, de casi noventa años, tapada con mantas de lana apelmazada, dormitaba sumida en un aire viciado y denso. Arriba de un ropero art decó había unas cajas de embalaje en las que podía leerse: “Schokolade. Falligkeits termin 1968”. Un olor rancio, como de pis mezclado con talco reinaba en el cuarto y se unía, en la zona del muerto, al olor a caldo frío que salía de la cocina.
El hijo, cuando dejaba de murmurar consejos a su padre, volvía a aparecer en el cuarto de la madre. Sobre la cabecera de la cama colgaban cinco bolsas de celofán, pero el celofán había dejado de ser transparente. Estaba opaco y ennegrecido de hollín depositado durante años. Las bolsas parecían un trabajo de magia negra con algo indescifrable adentro. En un momento en que Manolo salió del cuarto, mi hermana menor, que a esa altura estaba poseída por una curiosidad antropológica, empezó a soplar la tierra de la bolsa que le quedaba más a tiro.
Hay un osito de peluche celeste adentro, dijo, y continuó de espaldas soplando la bolsa que seguía.
Pensar que algún día, hace mucho tiempo, a lo mejor mientras cantaba una canción, la pobre colgó los ositos con sus fundas para que no se ensuciaran, dijo mi hermana mayor, que ya estaba sentada frente a la madre de Manolo, acariciándole las manos.
En voz baja les dije que para mí ya era suficiente, que quería irme. Tuve la impresión de que ninguna de las dos me oía. Mi hermana menor sopló cuatro ositos porque la entrada de Manolo abortó la limpieza del quinto.
Cuidado que a mamita le hace mal el polvo, dijo y apoyó una bandeja de cartón con comida que quedó en desnivel, sobre la manta que tapaba los pies de su madre.
Cómo te arreglás para cuidarla, le preguntó con cierta devoción mi hermana mayor.
Pedí licencia en las dos cátedras que tengo en la facultad. Sin goce de sueldo pedí, pero me dieron licencia psiquiátrica y me pagan hasta fin de año, dijo Manolo. Y mostró otra vez su sonrisa sin dientes.
La única ventana del cuarto estaba hermética, su persiana parecía haber sido bajada por última vez hacía veinte años. La pintura del techo, sucia y reseca, se doblaba sobre sí misma formando virutas y caía en partículas pequeñas sobre el revoltijo de la cama de la amiga de la infancia y adolescencia de nuestra madre.
¿No tienen hambre? Bajo y compro unas empanadas, propuso, ante mi estupor, mi hermana menor. La miré absorta y con el mentón le señalé la bandeja. Ella me contestó sonriente con un gesto, para que me fijara en la hora del reloj de la mesa de luz de la enferma.
Marca la misma hora del único reloj que funciona en el living, me dijo en secreto. Yo, después de lo de las empanadas, no quería ni hablarle.
Manolo notó que mirábamos los relojes.
Es la hora de Munich, en Baviera, porque nosotros vivimos muchos años en Alemania, dijo. Al nombrar Alemania casi se cuadró y le subió un leve color a la cara que lo mejoró notablemente. Mientras tanto juntaba unos bollitos que se habían desparramado por encima de la cama y los ponía en la bandeja torcida, que insistía en desnivelarse.
Acá les traje algo para comer, aunque también puedo bajar unos chocolates, dijo, y miró las cajas con fecha de vencimiento arriba del ropero.
Mi hermana mayor, que estudiaba concienzudamente la situación sanitaria de la enferma, dijo que muchas gracias pero ella estaba a régimen. Yo retrocedí unos pasos y quedé en un pasillo, lleno de libros y pañales, en el que había dos puertas. Una daba al cuarto de Manolo y la otra al baño. A mi hermana menor, que me seguía, parecieron resultarle igual de fascinantes las dos. Yo me acordé de su curiosidad sin límites y de esa tendencia suya a encontrar poesía en todo lo que se saliera de la estúpida normalidad del mundo.
Quién tiene las llaves del auto, le pregunté. Ella se me acercó masticando un bollo de la bandeja y comentó que no podía identificar bien de qué era.
Es polenta con naranjín y orégano, dijo Manolo desde el cuarto, demostrando tener un oído excepcional, y otra vez, pero más de lejos, nos mostró su sonrisa.
En un momento en que el hijo fue a ver al padre y mi hermana mayor revisaba los brazos de la enferma, mientras decía quiero ver si tiene puesta una vía con suero, yo volví al cuarto y decidí apagar la estufa y ventilar, pero fue imposible subir la persiana.
Tratá de hacer arcadas para ver si podés vomitar los bocaditos y dáme ya mismo las llaves del auto, le dije a mi hermana menor, a quien encontré embelesada mirando unos exvotos y pequeños retratos ovalados colgados en el pasillo.
Manolo los comió antes que yo y está perfecto, me contestó, y ante mi asombro fue hasta la cama, agarró otro bollito y se encaminó a husmear en el cuarto del hijo. Ya me resultaba perversa. La seguí para avisarle que me iba a fumar afuera. Pasé junto al muerto y salí al palier, que a pesar de seguir a oscuras resultó un alivio, hasta que la luz que salía por debajo de la puerta del 2º A me produjo un escalofrío.
Cuando volví encontré a mi hermana menor sentada en una bicicleta fija muy herrumbrada. Mi hermana no estaba igual. Al verme sonrió de una manera impersonal y al insistirle con las llaves del auto me las negó con la cabeza.
Se me cayeron por el hueco del ascensor cuando subíamos, y parece que no hay portero, me dijo sudorosa, mientras pedaleaba forzadamente en el mismo lugar. Pedaleaba mirándome, pero no me miraba a mí. Pasaba de largo mi figura.
Todavía nos falta conocer el 2ºA, dijo en voz alta, como para que Manolo le contestara.
Hoy no creo que sea posible. Ahí guardo todos los restos de los dos. De sus enfermedades, quiero decir: pañales usados, medicinas vencidas, cosas que no sirven, dijo Manolo.
Entendí de una manera determinante que ya no servían las palabras. Mis hermanas ya no eran dos visitas, eran dos libros más, escritos en alemán en algún estante. Con un nudo en la garganta salí del cuarto del hijo a buscar refugio cerca del muerto. No sabía dónde ponerme. En el pasillo me topé con Manolo que venía diciendo:
Pobre papito, a veces siento que soy el culpable de su muerte. Él me dijo aquél día: del trabajo volvé en seguida a casa, no te detengas a comprar nada. Y yo me entretuve unos minutos por comprar unas masas. Cuando llegué él se había roto dos vértebras al tratar de levantar a mamita que se había caído de la cama. El pobre no se compuso más. Y después la bacteria. Parece que es el encierro, el no ventilar. Y el calor. Dicen que es un caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de las bacterias. A papito se le alojó una en el aparato respiratorio. Neumonía, dijo el médico. Y no hubo nada que hacer.
Yo estaba experimentando una forma nueva de soledad. Había ido con dos personas cuerdas a lo de un ingeniero excéntrico, según mi madre, y ahora estaba frente a un demente parricida y a dos perfectas desconocidas, dos posesas que se habían instalado en esa casa para desplegar sus tendencias esotéricas, en un velorio donde cada cual atendía su juego. Me saltaban las lágrimas pero no sé si eran de llanto. Sin saber bien qué hacer volví al cuarto de la madre a buscar a mi hermana mayor. La encontré empeñada en comunicarse con la enferma. La enferma le respondía, o no, emitiendo unos sonidos guturales que para mi sólo tenían consonantes.
¿No ves? Dice no se vayan, no se vayan, dijo mi hermana mayor.
Me quedé mirándola con desesperación, mientras ella me hacía señas contradictorias. Me acerqué para avisarle que mucho más se le entendía a la enferma, pero ella ni me miró.
La sonda nasal no tiene nutrientes, la está manteniendo con agua. Está mal medicada, no tiene ninguna cánula que le lleve alimento. Yo la veo deshidratada. Me parece que voy a cambiarla, dijo.
En la escena siguiente mi hermana mayor sacó a la enferma de abajo de las frazadas y se dispuso a cambiarle los pañales. La amiga de nuestra madre tenía los brazos en alto y con las manos hacía dibujos en el aire. Mi hermana me miró.
Te dije, está mal la medicación, está descompensada. Esto solo se soluciona durmiendo al lado de ella. Yo tengo unos días libres, dijo.
Yo sentí una ligera náusea y la imperiosa necesidad de llevar mi cuerpo a un lugar muy lejos. Retrocedí por el pasillo hasta quedar otra vez en el medio del living-capilla ardiente.
Cuando iba a prender el cigarrillo un chistido me dejó paralizada. Yo creía que estaba sola con el muerto. Al darme vuelta bruscamente vi a Manolo, derecho como un mástil. Por su expresión comprobé que fumar allí era un sacrilegio.
No es sano, ni para vos ni para papito, dijo.
Sentí un fuerte olor a quemado. Sugestionada, lo vinculé a Manolo, pero un calor fuerte contra mi oreja me indicó que se me estaban incendiando las puntas del pelo.
Mirá lo que has hecho, les avisé que estamos sin agua, dijo mientras abandonaba al padre muerto y se me acercaba con un repasador. A mí me salían lágrimas, él me las secaba con el trapo. No eran lágrimas de miedo, eran como de abnegación. Un sentimiento de renuncia y entrega desplazó toda mi pavura y mi aprensión y se me instaló en el alma.
Después de apagar la vela y mi pelo, Manolo tiró el repasador al suelo, se sacó los anteojos, abarcó mi cara con sus manos y empezó a lamer mis lágrimas. Por un instante volví a ver su encía sin dientes, pero su boca ya bajaba hasta la mía y yo también me dejé llevar.