Fue el mayor “yo estuve ahí” musical del universo. Cuánto mitómano habrá chapeado con haber sido uno de los que, desde las veredas de Savile Row, vio a The Beatles tocando en la terraza. Cuánto loco lindo lo habrá deseado una y mil veces, hasta la obsesión compulsiva. Ese Lennon pelilargo y patilludo, con el tapado de piel de Yoko y los lentes redonditos que marcaron la estética de Occidente durante largos años. Ese Harrison parecido pero con bigotes, sin patillas y con un pantalón verde (síí, verde), calzando esa Fender Telecaster oscura, hecha a su medida. Ese McCartney seriote, de ambo negro y barbón, único interesado en tocar en vivo. Y ese Starr inolvidable, con el pilotín rojo de su mujer Maureen para guarecerse de una más que probable lluvia londinense. Este sábado se cumplirán 52 años desde aquel 30 de enero de 1969 y la imagen de The Beatles tocando ahí, un mediodía de jueves gélido (siete grados) no solo permanece inalterable para quienes estuvieron, quisieron o simulan haber estado, sino también se extiende a las nuevas generaciones imantadas por ese sonido, por esos pelos, por esas canciones impresionantes, por ese fenómeno inimitable.
Cincuenta y dos años que esos otros “locos de la azotea” dieron su último concierto en un lugar impensado, con vista a la calle de los sastres y en un momento de su trayecto tan encumbrado y peligroso como esas alturas. Recién había salido Yellow Submarine. Estaba por llegar Abbey Road. “Get Back” era la joyita del momento. Y toda esa maravilla que contrastaba –o no– con su contracara. Porque todos estaban a las puteadas con todos. Porque hacía no más de quince días que había trastabillado el plan de filmar y grabar ensayos en los Twickenham Film Studios, con el director Michael Lindsay–Hogg, bajo el fin de documentar la previa del primer show en vivo luego de la gira de 1966 por Estados Unidos (tal material luego fue recuperado e incluido en el film Let It Be que acompañó la edición del disco homónimo).
Líos porque se hablaba, además, de que Yoko Ono la había podrido. Que, a punto de desnudarse con su amado en la cama por la paz, había llegado con sus “caprichos” a las mismísimas entrañas de la banda. Que estaba horadando profundo en la intersubjetividad de los cuatro. Y que el más dolido en ese lío era Harrison, quien no solo no quería tocar en la terraza, sino que ya había intentado sacarse ese sabor amargo con el instrumental y panhindú Wonderwall Music (fue el primero en cortarse solo) e iría por más con el premonitorio Electronic Sound, publicado apenas cuatro meses después del show en la terraza y nutrido de esas experimentaciones con el teclado Moog que sellarían a fuego los setenta. Incluso, apenas veinte días antes del concierto aéreo, el guitarrista amagó con dejar el grupo, provocando la reacción de un ríspido Lennon. “No importa... convocamos a Clapton o a Hendrix”, dicen que dijo John, bajando de heroína, hasta que la incorporación del pianista negro y viejo amigo de Harrison Billy Preston (el quinto Beatle) calmó un poco las aguas de la coyuntura.
Según se desprende del devenir del tumultuoso entorno Beatle de la época, el Apple aéreo también pudo haber sido otra cosa, y en otro lado. En Egipto con beduinos. Frente a las pirámides de Giza. En un anfiteatro griego. En un crucero transoceánico. En un teatro de Trípoli. En un hospital de niños. En el coliseo de Marrakech. O en la misma terraza que lo había hecho Jefferson Airplane un año atrás en Nueva York, quién sabe. Lo cierto es que el techo del sello de la manzana terminó por ser la locación elegida, y el lugar que casi provoca un juicio penal: Un vecino ciertamente vigilante, amargo y victoriano dio aviso a la policía y determinó –agentes de Scotland Yard mediante– el final de un show de cuarenta y dos minutos.
Lo que el vecino no pudo evitar fue que ese puñado de canciones quedara soldado a estaño en el imaginario popular occidental como “la” música. “Get Back” (tres tomas y vuelta a los orígenes); “Don’t Let Me Down” (tocada dos veces, con Alan Parsons grabando desde el sótano y Harrison brillando en los arreglos); “I’ve Got a Feeling” (también por dos y con un McCartney impecable); “One After 909” (joven blues Beatle y momento Ringo); “Dig a Pony”, visceral y maravillosa, y dos porciones de un delicioso pastel sin terminar: una de “I Want You (She’s So Heavy)” y otra de “Rainy Day Woman #12 & 35”, del enorme Dylan.
“Me gustaría dar las gracias a nombre del grupo, y de mí mismo, y deseo que hayamos pasado la audición”, dijo Lennon tras la irrupción del poli número 503 de la comisaría de Westminster, y mandó parar cuando lo mejor ya había pasado. “Fue estupendo porque era al aire libre, algo poco habitual para nosotros”, refirió Paul después, mientras Ringo se había quedado con las ganas de caer en cana. “La policía me decepcionó”, evocó el baterista en el libro Anthology. “Cuando subieron yo estaba tocando y pensé: ‘ojalá me lleven a rastras’. Lo deseaba porque nos estaban filmando y hubiese quedado genial que se hubieran cargado la batería a patadas”. Visceral.