La literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel. Esta imagen sugerida por el escritor italiano Vasco Pratolini resulta perfecta para pensar lo que está suscitando la bellísima caligrafía de El infinito en un junco (Siruela), de la filóloga y novelista española Irene Vallejo, una narración fascinante de la Sherezade del siglo XXI sobre la invención de los libros en el mundo antiguo. Desde su aparición en septiembre de 2019 en España, vendió 150.000 ejemplares --cifra inaudita para un texto inclasificable, pero catalogado como “ensayo histórico”-- y se ha traducido a treinta lenguas. Ese vigoroso cuerpo habitado por palabras, ese infinito que nos ha quedado tatuado en nuestra memoria, recibió el Premio Nacional de Ensayo en noviembre del 2020.
Vallejo (Zaragoza, España, 1979), doctora en Filología Clásica y divulgadora excepcional del mundo clásico, continúa asombrada por el fenómeno que generó El infinito en un junco. “Ni en mis sueños más locos hubiera podido imaginar algo parecido –confiesa la autora de las novelas La luz sepultada (2011) y El silbido del arquero (2015)- a Página/12. Lo más razonable para un escritor en estos tiempos es pensar que su libro tiene muchas posibilidades de pasar inadvertido entre la avalancha de nuevos títulos”.
--¿Por qué el libro ha demostrado ser un corredor de fondo en medio de esta pandemia?
--En tiempos de confinamiento, la gente busca refugio en los libros. Cuando la realidad se vuelve asfixiante, en los libros nos reencontramos con todo aquello que nos calma, como la belleza, la imaginación, los paisajes y los viajes. Todo eso nos ha ayudado a desconfinar la mente, cuando no podíamos desconfinar el cuerpo. El libro es la forma más sencilla y asequible de cultura; es lo que decía Umberto Eco: el libro es un objeto que roza la perfección.
--Hoy podemos leer un manuscrito muy antiguo, pero tenemos dificultades para leer archivos tecnológicos recientes porque las tecnologías envejecen muy rápido. Qué paradoja, ¿no?
--Los libros nacieron en una época en que las cosas se hacían para durar. Ahora la tecnología tiene la trampa adentro, que es la obsolescencia programada. Al final lo que se busca es que estemos constantemente dejando de lado viejos programas para sustituirlos por nuevas versiones. Se diseñan con ese objetivo: que no duren mucho tiempo. Ha habido casos de bibliotecas que han digitalizado en distintos soportes sus fondos y se han deshecho de los originales porque los tenían microfilmados y conservados y se han encontrado con que luego eso exige una inversión enorme al tener que trasladarlos a los nuevos formatos. Este es un debate permanente; estamos siempre en lucha contra la destrucción. El libro ha cumplido el objetivo de la conservación.
--La voz narrativa de “El infinito en un junco” es como si fuera una narradora oral. Más allá del inmenso amor por el libro, pareciera que tenés algo de nostalgia por esa oralidad perdida. ¿Es así?
--La oralidad no ha desaparecido de nuestras vidas y la tecnología se ha aliado con la vieja oralidad y ahora tenemos los podcasts, los audiolibros y muchas otras fórmulas que la mantienen viva. Hay un homenaje a la oralidad en el libro y me alegro que lo hayas detectado porque cuando empecé a escribirlo me propuse hacer el experimento de intentar trasladar una narradora que planteara la historia del libro como si la contara Sherezade: alguien que ha conocido el tránsito entre el mundo oral y el libro. Para eso me puse en contacto con una asociación de narradoras orales que me explicaron las técnicas del cuento narrado de viva voz. Los libros son una relativa novedad que tiene alrededor de 5000 años; desde que aprendimos a hablar hasta hace 5000 años nos hemos estado comunicando oralmente y ese es el mayor tramo de nuestro pasado, un tramo que se ha perdido porque la oralidad no encontraba fórmula para sobrevivir a lo largo de los siglos. El libro y la escritura son dos grandísimas herramientas, pero no justifican que nos sintamos superiores ni a nuestros antepasados anteriores a la escritura, ni a los pueblos que a lo largo de los siglos han encontrado otras formas de transmitir el saber de generación en generación.
--Homero es como un fantasma: no se sabe mucho sobre él y en cambio sí hay información sobre Enheduanna, considerada la autora más antigua conocida. ¿Por qué se olvida a la autora más antigua?
--Yo quería contraponer la historia de la sacerdotisa Enheduanna, la primera persona que firma un libro en la historia, un personaje con un perfil muy nítido, que es casi una completa desconocida; la mayor parte de la gente no ha oído hablar de ella. El texto más antiguo firmado que tenemos lo ha escrito una mujer. En cambio, todo el mundo ha oído hablar de Homero, pero ni siquiera estamos seguros de que sea una sola persona; probablemente bajo ese nombre se engloba a muchos que hicieron su aportación a los poemas la Ilíada y la Odisea. Los propios griegos no se ponían de acuerdo dónde había nacido y quién era; o sea que rendimos culto a un fantasma masculino, olvidando una presencia importantísima como la de Enheduanna. Me sorprende que Enheduanna haya quedado tan relegada en la memoria, cuando es un personaje fascinante. Hay que devolver a la luz las grandes aportaciones femeninas.
--“Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia”, afirmás en el libro. ¿Por qué ignoramos la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización?
--El libro simboliza el triunfo de la civilización y queremos olvidar los actos de barbarie que hay detrás de la transmisión del conocimiento, que abarca los botines de los conquistadores romanos, cuando se llevaban los libros de Grecia y esclavizaban a los intelectuales griegos para que se convirtieran en preceptores de los hijos de los conquistadores; la gente rica tenía esclavos especializados que les hacían las copias de los libros. Las mujeres estaban condenadas a permanecer en la oralidad y no se les permitía dedicarse profesionalmente a la palabra; todo eso forma parte inseparable del legado de belleza que suponen los clásicos. Cuando en una biblioteca nacional se nos exponen los bellísimos ejemplares de manuscritos de antiguas abadías, tenemos que saber que los más lujosos se fabricaban con la llamada “vitela”, una piel que procedía de crías recién nacidas o de embriones abortados. Hay allí un trasfondo sangriento y cruel y se da la paradoja de que muchos libros fueron portadores de mensajes ecologistas y de protección de los animales cuando en la misma historia del libro hay un pasado de matanzas y sacrificios. Tenemos que ser conscientes de que existió también ese reverso oscuro de la civilización. Yo tengo cierta tendencia a buscar la barbarie que acecha porque me interesa lo que no quieren que contemos.