«Tú buscabas un desnudo que fuera como un río, 

toro y sueño que junte la rueda con el alga...»

Federico García Lorca, “Oda a Walt Whitman”.

 

 

Entre 1929 y 1930, Federico García Lorca escribe un poemario titulado Poeta en Nueva York a modo de crónica de su estadía. En muchos de estos poemas, como “Oda a Walt Whitman”, Federico recorre las riberas del East River y del Hudson. Escribe, entre otros temas y sentimientos, sobre la nocturnidad, la infraestructura de la industria, la naturaleza, la soledad, las maricas de la ciudad, el deseo.

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Mañana es mi cumpleaños y nadie lo sabe a mi alrededor. Entro a Facebook desde mi celular, clickeo en Configuración, bloqueo mi muro. No habrá saludos. Hace años la fecha de mi nacimiento no aparece, está configurada para que sólo la pueda ver yo. Así es como evito que el día sea diferente, busco su cotidianidad, transitar mis pasos habituales que incluyen siempre un tiempo necesario en soledad.

Me abrigo: calzoncillos largos, doble media, tanteo en el bolsillo izquierdo el pañuelo de tela, guantes por si acaso, camperón. Manoteo las llaves. Piso el umbral. Vuelvo a la cocina por un trago de agua. Regreso al umbral. Me detengo unos segundos en ese escalón mirando hacia la nada.

Agarro la bicicleta Gacela Verde (cuadro del 50, manubrio de playera, asiento confortable, freno contrapedal, tres rayos recién cambiados), reliquia que creó personalmente Dani, mi amigo bicicletero de La Toma. Abro la puerta. Soplo al aire frío. Salgo a Rosario en busca de soledad. El destino, siempre el destino: el río.

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Bienvenidos a Puerto Norte: edificios transformers que inauguran mi recorrido costeando el río en la zona centro-norte de la ciudad. Un viaje a una burbuja. Ingresarán a la maqueta prediseñada a escala humana en un anaquel de último urbanismo. Sólo la podrán ver y desde afuera tocar. Pavimento, iluminación blanca led (calcina brujas, zombies, vampiros y licántropos deambulantes de las noches) y césped sintético. Torres babilónicas deseosas de comprar el cielo, impuestas como piezas de un tablero gigante de guerra en ajedrez.

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Si miro mucho tiempo a los edificios mi cabeza hace enlace directo a la gentrificación y el boom inmobiliario.

Aprieto el manubrio, agacho mi vista y la volteo al río.

Las luces del puente Rosario-Victoria me coronan la frente como una diadema de piedras o una guirnalda. La oscuridad del resto es vasta. El contraste con la iluminación de los edificios lo hace al río abismo, la línea del horizonte no se traza y entonces es todo una negra inmensidad.

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A lo lejos se ve un guardia de seguridad andando en un artefacto móvil similar a un mega monopatín eléctrico. Por experiencia sé cuál es su orden expresa: no se permite andar en bicicleta.

Lo veo y entonces avanzo en su sentido contrario, alejándome así de Puerto Norte. La alarma por donde no seguir se había activado.

Miro el río; dejo que me lleve su cauce.

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Desde que comencé el taller de crónica del festival, no abro Grindr. Es como si la libido se me canalizara hacia otras partes.

Sin embargo, en este punto del mapa bordeando el río ingreso ahora a una zona de tetera. Un lugar del parque reservado, con más árboles y menos luces, lo que la ministra de Cultura llamaría con derecho a la penumbra, un lugar acorde para levantar.

Tetera viene de su parecido con los mingitorios de baños de hombres, en alusión a estos lugares conocidos de levante homosexual: baños de terminales públicas o de estaciones de servicio, plazas de noche, algún sauna, un cine porno, un parque al río.

Comienzo a atravesar este senderito de bosque con mi bicicleta, una tetera, y a mi paso se me activa a escala real un Grindr.

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Uno al que no le creo nada que haya salido a pasear el perro. ¿Será esposo? ¿Tendrá hijos? ¿Trabajará adentro de un cubículo del Anses? Lo imagino por las mañanas con corbata.

Next.

Dos al costado de un árbol que ya están muy juntos, muy entretenidos, pero aun dispuestos a incluir a un tercero si se asoma.

Next.

Una parejita sentada en un banco, unos 20 años. Ella tiene el pelo rizado con tez morocha, se ríe de algo que le hizo él. Él tiene una gorra y la chichonea, pone una mueca de sonrisa hacia el costado. Ella da una carcajada. Tal vez están enamorados.

Next.

Este tiene pinta de vivir todavía con la madre.

Next.

Uno con energía de merquero.

Next.

Uno que no alcanzo a ver bien porque está más lejos en lo oscuro, sólo veo su silueta y el punto naranja encendido de su pucho.

Next.

Un vampirón.

Next.

Dos de unos 30, con una moto de gran caño de escape y asiento de cuero, cómodo.

Next.

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Como un parque en la bruma neoyorquina, de noche, tarde, con sombras y a oscuras, allí también podía haber alivio y silencio, quizás consuelo a la desesperación.

Finalizo esta zona del mapa del parque. Concluye el juego interactivo de la aplicación. Cierro sesión.

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Galpones. Uno al lado del otro. Una intermitencia de colores. Rincones de cultura urbana.

Lo privado comienza paulatinamente a alejarse y por delante avanzo hacia una cartografía de parques y galpones públicos.

Sucesión de estímulos al paso de la bici: grafitis, flores blancas y amarillas de los palos borrachos, un perro callejero que pasa paralelamente a mi camino, olor a leña quemada de un fueguito casi consumido, grafitis, una dulce ráfaga de marihuana en flor. Un skater sorprendentemente en cuero a estas temperaturas frías de la noche, todo transpirado, de abdomen tallado en mármol, que se asoma desde adentro de uno de estos galpones y se inclina a descansar agarrándose al tejido del portón, rubio, corte diamante el mentón, lampiño; a su lado hay uno con gorra, ropa negra y cadena en el pantalón, le da una pitada a un pucho y se lo extiende encendido; me gustan los dos.

Seis gatos comen algo entre dos lapachos, parecen una familia; uno es del color de Garfield.

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Juan tiene unos 50 años. Es sereno de uno de los galpones públicos donde trabajamos juntos hace dos años. Lo veo. Le grito con un chiste en común que teníamos sobre los fantasmas: ¡Ojo que esta noche no te tiren de las patas! Abajo de ese galpón, erigido en la época del ferrocarril y el puerto, en el silgo XIX, estuvo asentado el primer cementerio.

Juan se ríe. Pego el freno y voy a abrazarlo.

Peronista de barrio, morocho, gordo, un Roly Serrano. Tiene puesto un buzo de polar azul oscuro con cuello de cierre alto, de los más calentitos. Con Juan compartimos por esos años una sentida memoria algo ficcionada sobre lo místico. Es por eso que contesta a mi chiste, diciéndome que tiene una nueva anécdota de velas que se prendieron solas en una sala donde abajo está el sótano. Una de las que limpia vio. Yo se la recibo recordándole que un viejo una vez nos dijo que allí se guardaban los lingotes de oro en la época de Perón. Se ríe de mi comentario, pero no se engancha con la anécdota y elige seguir abonando su recuerdo. Me mira con los ojos abiertos y me cuenta sobre los pasos que se escuchan en el piso de madera de arriba por las madrugadas, en la sala de textil. Me río con él. Le tiro un dato que tengo del primer cementerio, que estaba donde ahora estamos parados. Un dato que había corroborado con una profesora de Historia. Un dato que un amigo que estudiaba para historiador me lo había contado junto a una frase que me quedó grabada: al cementerio lo tuvieron que mudar a principios del mil novecientos porque el río se iba comiendo los muertos.

Sonreímos. Le doy un abrazo. Nos queremos.

Tiene que entrar y yo seguir mi paseo.

Nos gustó volver a vernos.

Agarro mi bici, le tiro un saludo, dos dedos en la sien en clave de lealtad y encuentro, emprendo vuelo y me voy.

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Los barcos se ven pintados. Es un cuadro.

Si bien son una constante que acompañan todo el recorrido, desde aquí se los ve más cerca. La barranca de a poco disminuye, y desde las barandas ya se lo tiene al río a unos metros. Se lo puede apreciar mejor en su ondulación. Se siente pausa, tranquilidad y silencio. Un lugar elegido por los pescadores nocturnos.

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Padre e hijo, pescando. Paso en bici y cazo una instantánea de los dos encarnando el anzuelo. Levantan la mirada, y al mismo tiempo los dos la bajan, sincronizados. La madre está sentada al lado en una silleta, mirándolos.

Me gusta esta parte del recorrido porque comienza a haber mayor silencio. Las calles están más lejos y no llega tanto el sonido de la ciudad.

De todos modos sigue siendo céntrico y urbano, y es imposible bajar al río.

Sigo.

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Me detengo ante un gomero de raíces aéreas. Su tronco es como una cueva de duendes. Bajo de mi bicicleta. La dejo atada con la cadena y el candado en un bicicletero de La Fluvial. Es mi última escala con ella. Cambia el ritmo, camino y hay otro contacto más tenue con la atmósfera. Comienzo un sendero de dichondras y hojas caídas de plátano. Es otoño pero a estas horas y tan cerca del río, el frío se parece al invierno. Galpones abandonados comienzan a sucederse: chapas derruidas, vidrios rotos y pastizales altos, entre rejas. Hay un letrero que reza: Zona Franca de Bolivia. Un amigo con quien a veces camino por acá me dijo que se trataba de una franja al río otorgada a Bolivia por el Estado nacional para que tuviera salida al mar. Hace años está abandonada. Una historiadora me corroboró el dato, y además me contó una noticia: el 6 de mayo de 2019, la Municipalidad los había recuperado.

Cuento las rejas hasta que me encuentro con unas que están vandalizadas, abiertas para entrar. Tienen encima una cinta de peligro, rota, mal enredada, que se vuela haciendo panzadas con el viento.

Me agacho, la cruzo y entro.

Como es una zona abandonada y cerrada al río, la vegetación silvestre es exuberante y los senderos son tímidas huellas entre pastizales. Pienso que tranquilamente podría haber aquí una viborita, y sonrío. La temperatura está más espesa porque además de frío hay un poco de niebla. La escena de niebla entre pastizales es uno de los recuerdos que tengo del monte en el Chaco.

Desde lejos se puede reconocer un jacarandá: parece que tiene puntas, son de foliolos impares.

Los árboles y las plantas crecidas generan una muralla verde al río, y un caminito de pasto aplastado es la pista por donde seguir; llego a un oscurito, a una puerta de sombra, una entrada negra, como portal que me separa del mundo externo y me permite bajar hacia una especie de gran madriguera.

Las señales no habían fallado. Después de sujetarme de unas ramas consigo bajar y me topo con la orilla del río. La aparición de ese paisaje es una escena que no voy a olvidar.

Allí se me abre el río. Por primera vez en este viaje puedo tocarlo, escucharlo, sentirlo. La luna a unos días de estar llena, da un baño resplandeciente. Un pájaro cruza casi al ras del agua a lo lejos. El silencio acoge, me siento sobre unas piedras a descansar. Quizá dormí o entré en estado meditativo. Cuando al rato vuelvo a abrir los ojos encuentro en frente titilando una luciérnaga. Sólo el sonido del río lamiendo unas rocas, y algunos pececitos saltando de vez en cuando cerca de la orilla.

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No traigo celular, no sé cuál es la hora, pero intuyo que ya serán unas cuantas pasadas las doce. Ya es mi cumpleaños.

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Un viernes 22 de diciembre de 1933 el poeta español Federico García Lorca visita la ciudad de Rosario. En una crónica sobre su visita, el periodista Raúl Gardelli escribe algo que años después le contaría Julio Vanzo. Según esta historia, cuando Federico caminaba junto a un grupo de hombres por las calles de Rosario, al acercarse al puerto, en la zona donde hoy se encuentra el Monumento, García Lorca (...) miró con asombro el Paraná caudaloso y exclamó, preguntando: ¿Teneis un río?

De inmediato, viendo la verja: ¿Por qué lo habéis encerrado?

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Ahora que la orilla está abierta, le escribiría a Federico un poema para que regresara al río que dejó en Rosario.

Publicada en el libro Rosario, una ciudad anfibia. Crónicas contemporáneas (Mansalva). Edición a cargo de Lila Siegrist y Cristian Alarcón.