“Del duelo hacemos potencia porque eso es lo que nos enseñaron las Madres y las Abuelas en esta misma plaza”, se dijo en la Asamblea a cielo abierto que se hizo al atardecer del martes, en Plaza de Mayo. Es una certeza y a la vez, la reafirmación de una voluntad que tenemos que poner en juego mientras corren las lágrimas. Enterrar a Micaela y también a Belén y a Agostina, en la misma semana, cuando todavía dolían los palos y la reivindicación pública de la reprensión a los y las docentes frente al Congreso no dejaba enjugar el agua de los ojos.
El miércoles, a la noche, llegó la noticia de la aparición del cuerpo de una chiquita de 16 al sur de la provincia de Tucumán.
El jueves a la mañana, otra vez la discusión sobre los femicidios estaba en los medios. Se prestó atención a los dichos de una vedette que se animaba a pedir que no se transmitan más las marchas #NiUnaMenos, esa inversión de la prueba, la reiteración de la pregunta sobre la efectividad de las movilizaciones masivas y a la vez, la demanda de mano dura, la única idea de señalar a algunos monstruosos violadores que esperan al acecho a jóvenes desconocidas es escuchar clarito la voz del patriarcado aunque parezca enmascararse detrás del horror frente a las jóvenes y niñas torturadas y asesinadas. Me tocó contestar esas preguntas, en la radio, en otra nota que me hicieron en la calle en la puerta de mi casa. Veinte minutos después de terminada esa entrevista, el periodista volvió a llamarme:
-Diculpame, pero la portera de tu edificio sufre violencia de género, está acá conmigo, desesperada.
Bajé otra vez, a abrazar a Noemí, que nunca se había atrevido a contarme que algunas noches dormía en el cuarto de máquinas del edificio por miedo de volver a su casa, porque ninguna de las órdenes de restricción que había conseguido se había hecho efectiva. “Ayer tire todos esos papeles, de la bronca”. De la impotencia. Qué más podía hacer que compartirla? Además de volver a repetir los caminos burocráticos del pedido de protección que de todas maneras iba a necesitar, una vez más. Ella dejó de llorar, prometio tocar el timbre antes de decidir dormir sentada entre los tanques de agua de su lugar de trabajo una vez más.
Mientras me preparaba para salir de casa, ese feriado de sol tibio, me siguió la sensación del estallido permanente, de la violencia machista asediando y de la conciencia colectiva develándola, creando redes para resistirla, denunciarla, ponerse a salvo. De hecho, los siguientes pasos que di fueron camino al hospital Pirovano, a visitar a Olga, que se habia despertado hacia tres días de un coma inducido después de haber sobrevivido a las puñaladas que le dio su marido que por muy poco no la mataron. El pedido de donación de sangre para ella habia llegado por las redes de chat que últimamente, y sobre todo después del proceso asambleario que desembocó en el Paro Internacional de Mujeres del 8M, llevan y traen infinitas voces. De esa comunicación habia surgido una red solidaria entre trabajadoras del Hospital, vecinas de ese centro de salud, trabajadoras de la Unidad fiscal contra la violencia de género (Ufem), militantes. Olga quería hablar con alguien de Ni Una Menos, aunque no podía hablar. La traqueotomia se lo impedía pero ella lo hizo igual, obligándome a leerle los labios. Lo que entendí es que el hombre que la agredio, el padre de sus cuatro hijos, habia estado casado con ella 40 años. Y que tenía miedo. Esos 40 años pesan en el cuerpo, tienen que pesar en la conciencia de todos y de todas. Porque no puede ser que nadie más hubiera escuchado. De hecho, habia cinco denuncias previas contra el tipo, ordenes de restricción que no se cumplieron y ningún botón antipático disponible.
A la vuelta de esa visita desoladora, leo en las redes las declaraciones de un tipo, un opinador de la mano dura, Baby Etchecopar, diciendo que las nenas de 12 años “provocan a los degenerados”. No se puede minimizar esa declaración porque dialoga con otras, más ilustres, como la del secretario de Seguridad de la provincia de Buenos Aires diciendo, todo el mismo jueves, que las mujeres violadas son “muertas en vida”, entronando el poder disciplinador de ese modo de la tortura que en la mayoría de los casos no lo ejecutan desconocidos si no tipos del círculo íntimo de las víctimas y a la vez negando nuestra potencia, la capacidad de hacer del duelo acción como lo hacen las mujeres cada vez que denuncian, cuentan sus historias, las marcas de su biografía, lo que antes avergonzaba porque nos hacían creer el verso de nuestra culpa.
No es posible sustraerse a estos dos movimientos en pugna: el hartazgo frente a lo que antes se toleraba y las redes y lazos sociales fortaleciéndose para resistirlo, el discurso disciplinador y auto exculpable que pretende hacer responsables a las victimas a la vez que señala como monstruos a quienes actúan como fusibles extremos del patriarcado.
El día no habia terminado y otra historia llega: una trabajadora de la linea 137, la única que actúa cuando hay violencia en curso. Por falta de personal y móviles, habia llegado dos horas más tarde a asistir a una mujer con la cara completamente desfigurada para quien la policia que recibió su denuncia no había dispuesto ninguna ayuda médica. Esta trabajadora se comunicó con el juzgado interviniente -Criminal y Correccional 14- para agilizar el principal pedido de la mujer: que sus hijos de 11, 10 y 7 años fueran retirados de su casa donde habían quedado con el golpeador. “Están aterrados, me golpeó delante de ellos”. El secretario de turno no cumplió el pedido, aduciendo que no podía ordenar un allanamiento para sacarle los hijos al padre, que si la señora habia esperado 13 años para denunciarlo podía esperar hasta el lunes. Otra vez, la culpa sobre las victimas. Otra vez, la figura del padre como fuente de autoridad aunque ese padre hubiera desfigurado la cara de la madre de esos hijos.
El viernes y el sábado pasan mientras se organiza y se lleva a cabo una jornada de búsqueda de Araceli en la localidad de San Martín, a la vez que se debate -era la propuesta- sobre como defendernos de la violencia machista y cómo defenderse también de los discursos de mano dura que ocultan las verdaderas razones que arrojan cuerpos de mujeres sobre nuestros territorios cada día.
Es verdad, puede haber mucho de razón en que la violencia machista está exacerbada frente a la toma de conciencia general y las movilizaciones masivas como experiencia que nos devuelve transformadas a nuestras casas, nuestros lugares de trabajo, de estudio o de militancia. La relación de fuerzas se ha transformado, ya no toleramos lo mismo a pesar de lo mucho que se sigue tolerando. Pero no es el silencio ni aceptar las ordenes disciplinadoras lo que protege nuestras vidas. Es, al contrario, la voluntad, la persistencia, la generación de redes de sostén y de activismo. En cada una de las historias que apunte está clara la responsabilidad del Estado, no la de las victimas. En los discursos en pugna, en los sentidos que se concentran cada vez que los aparatos de comunicación intentan cerrar los debates que abrimos con nuestros cuerpos en la calle, quedan expuestos los estertores de un patriarcado que se defiende porque sus cimientos crujen. Un sistema ancestral como ese que tambalea puede amenazar con aplastarnos. Da miedo, si. Pero en seguir removiendo las piedras de sus muros está la chance de figurarnos un futuro, y aunque todavía no tenga contornos definidos, en este ir haciendo puede anticiparse. Del duelo hacemos potencia, que se sepa, porque así es como aprendimos a enfrentar al poder. Así es como nos enseñaron nuestras Madres y Abuelas.