Las esquirlas de agua salada le dieron en el pecho y una mañana de abril apareció muerta cerca del puerto de Daebyeon en Gijang-gun, centro de producción de mariscos, anchoas, almejas y algas pardas. Murió una Haenyeo poeta (había recopilado en dos libros canciones de mujeres pescadoras y relatos sobre las olas) y estaba vestida con ropa común, avisaron los guardacostas. Ser una Haenyeo es ser una mujer de mar, una navegante sin barco que bucea buscando comida sólo con el oxígeno que retienen sus pulmones. Una de ellas había muerto en la costa, cientos de otras sin ser noticia. La tradición las nombra desde el siglo diecisiete, pero en el veintiuno el número de mujeres marinas se reduce casi a diario. Van en grupo, usan trajes de neoprene y boyas naranjas, son madres, hijas y nietas de otras Haenyeo, la mayoría empezó a los ocho años y ahora tienen más de ochenta. Salen del agua, desahucian un grito de resistencia parecido a un gemido animal (¿el balido de una oveja tal vez?) con el que eliminan el dióxido de carbono y enseguida vuelven sumergirse en el fondo del mar (tienen dos minutos para llegar hasta los veinte metros que la caza reclama). El ritual azul nunca suele durar menos de cinco horas. En la isla de Jeju (una Hawái coreana para los turistas) las que se meten en el agua son las mujeres, los hombres esperan en la costa. "Nunca sabemos de antemano si vamos a morir o no", dicen las sirenas de las algas mientras pisan sin demora las afiladas rocas volcánicas que tienen que cruzar antes de lanzarse aguas adentro. Las historias de la isla cuentan que las mujeres se sumergían durante todo el embarazo, hasta el noveno mes inclusive, y que muchas de ellas parían en los barcos durante un día de buceo mientras los hijxs pequeños, atadxs al mástil, las miraban trabajar. “Todas a bordo hasta las profundidades del mar/ donde mi madre me dio a luz.” La diosa de los vientos como guía y las canciones de las Haenyeo completan el paisaje: “cuando entro al mar, la otra vida viene y se va/ viento en lugar de arroz/ las olas, mi hogar ". Todas dicen que lo harán hasta que se mueran y que en unos años su cultura desaparecerá porque no hay mujeres jóvenes que aprendan a hacerlo. Saben todo sobre mareas, erizos, pulpos y abulones (son biólogas sin título) pero sobre todo saben que “la naturaleza siempre será más inteligente que los seres humanos”. Salieron al mar porque tenían hambre: “mientras pueda mover mis dos pies entraré al agua y salvaré a mi familia”. Las mujeres de los trajes de goma negros tienen más de sesenta años, sufren enfermedades óseas, de articulación, respiratorias, y algunas de las canciones que cantan (no las que los turistas quieren escuchar) lamentan el día en que nacieron, se quejan de sus maridos incompetentes y del gobierno: “zambullida en el mar me salté las tres comidas del día/ con la moneda guardada pago la cuenta del bar de mi marido”. Mientras ellas vuelven al agua, las canciones que cantan le cantan a una isla mítica celestial donde la asfixia cruel deja de existir y las bóvedas oníricas de la intemperie son de mar y libertad sin tierra de retorno. Un buceo o espeleología silábica en busca del aire puro, cinta de oxígeno que les permita recuperar el aliento bajo el agua.
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