De las dos hermanas que se reparten la función del narrador en Belga chocolate Belga, la nueva novela de Lucrecia Mirad que se presentará el miércoles 17 de febrero a las 19 por el Facebook live de su editorial Homo Sapiens Ediciones, ninguna tiene nombre. El libro, con un ingenioso dibujo y diseño de tapa por Aldo Ciccione Chacal, tiene la forma atípica de un álbum doble que alude a una caja de chocolates (símbolo de la tentación, en la novela). Las dos tapas (simétricas como el título, como las narradoras) indican que es preciso empezar a leer el libro por un lado y luego, dándolo vuelta, por el otro. De ese modo se tendrá acceso a las dos caras de la moneda. El final se halla en el centro. La  lectura se parece así al acto de comer una fruta o bombón. La verdad no es una sola. 

Arquitecta, radicada en Rosario, nacida en Casilda en 1954 y autora de varios libros de narrativa, entre ellos dos novelas policiales y uno de ficción y recetas en colaboración con la gourmet Viviana Lepes publicado en 2019 por la editorial Planeta, Mirad sabe cómo sembrar la intriga y el misterio sin renunciar al humor ni a lo cotidiano. El lado A  de este disco es una pieza magistral de monólogo de narrador no confiable. La hermana menor, impulsada por una creíble mezcla ambivalente de celos y nostalgia, habla sin parar sobre la víctima de sus burlas y su espionaje casero: la hermana mayor, que ha desaparecido sin dejar rastros. El cóctel se completa con un padre "facho" y abandónico, ausente, y una madre deprimida y gravemente enferma. Una escena (un secreto entre hermanas) no cesará de retornar como un trauma incurable: el mal encuentro sexual con un extraño por parte de la mayor. A riesgo de dar spoilers, es posible decir que la trama hubiera sido otra si la novela se escribía después de la legalización del aborto. 

Si bien el texto no da coordenadas políticas extraliterarias ya que respeta la autonomía de la obra de arte, es posible pensar en estas dos hermanas como alegoría de la clase media argentina de años recientes, dividida por la grieta ideológica. Las dos voces, pese a haberse criado en la misma casa y ser hijas de los mismos padres, no pueden ser más distintas. Una se dedica a la calumnia despiadada como ejercicio de sadismo sin culpa; y cuando el objeto de difamación tome la palabra, presentará una vista insospechada de sí misma, un admirable panorama de filantropía y buena administración del hogar. "Sé ayudar", insiste. Las dos voces configuran dos libros en uno, con la grieta en el medio. Y el concepto de diseño resalta su nula disposición al diálogo. Hay dos realidades en una.  

Una de las pocas debilidades del libro es que ambas coincidan, si en algo, en una suerte de psicoanálisis freudiano silvestre que deduce neurosis obsesiva y represión del placer a partir de las rutinas tan ordenadas y controladoras de la mayor (que en una persona no ficticia también podrían indicar síndrome de Asperger, el cual explicaría también la incomunicación mutua y la confusión que la hermana mayor tiene acerca de sus propias sensaciones y sentimientos, lo mismo que su desconcertante combinación de talentos ocultos, impulsividad y miedos). Pero esto también es una fortaleza de la obra ya que habla de la potente carnadura de los personajes, sobre cuya psiquis es posible discutir. 

Con un ritmo ágil, lenguaje coloquial y un tono que oscila entre el sentimentalismo del tango y la comicidad cruel de una novela picaresca española, la primera parte se devora. "Repaso su vida, nuestras vidas y me doy cuenta de que conservo esos momentos como el tío recordaba cada gol de Racing. Intactos, plastificados. Inconmovibles". "[Ella] sacaba fotos y anotaba todo en ese rollito mínimo, con una birome petisa que había hecho cortar a papá y que entraba justo en el estuche de lentes. Una BIC de caño recortado". Las listas que redacta la mayor y que la menor encuentra, con su código de cuadraditos y circulitos, van puntuando el texto como un alivio cómico y también como subtítulos. Dos objetos fetiche polarizan este pequeño mundo: un misal nacarado de la abuela y el chocolate belga del título. El primero representa el temor y el deber; el otro, el deseo.

"Una hermana que por momentos es santa y por otros es puta, que es sabia tanto como opa, que se presenta como controlada y luego se desarma", se rinde la menor, sin poder terminar de dibujar un retrato consistente de su querida y odiada rival. Un cliffhanger que no conviene anticipar (en la jerga de las series, cliffhanger, literalmente colgar del acantilado, es un final de capítulo de altísimo suspenso) manipula al lector de tal modo que es imposible no dar vuelta el libro a ver qué pasó con esa hermana misteriosa. Y la voz de la hermana perdida, quien no lo está para sí misma (aunque lo haya estado), con calma empieza a desgranar respuestas. Ese giro, que en esta primera edición es un giro literal, es un momento de lectura tan feliz como abrir una caja de chocolates. Algunos son amargos; la voz tranquila testimonia (sin usar esta palabra sino otras más comunes) la parentalización que ha sufrido, es decir, cómo esta hija quedó en el rol de un padre, quien se lo otorgó sabiendo que descargaba su responsabilidad sobre los hombros de una niña. No cabe detallar las peripecias del personaje en su fuga sin fin, donde por más distancia que ponga no consigue alejarse lo suficiente. Sí la hondura de unos personajes secundarios realistas, que sirven de contrapunto y contraste al mezquino nido familiar. 

El tono ha cambiado, congruente con quien cuenta la historia ahora. La novedad de los espacios y personajes del exilio aporta una brisa refrescante luego de tanto encierro en la casa paterna. Pero surge un problema narrativo: tras la aventura, la hermana mayor se encierra de nuevo. No sólo en su mundo sino también en su discurso, que empieza a girar en círculos en un monólogo reiterativo y cada vez más cargado de autocompasión. Por suerte viene pronto en su auxilio la mano sabia de oficio de la autora, bajo la forma del azar novelesco, y el círculo se amplía hasta dibujar su circunferencia mucho más allá.