Imaginen que una mañana despiertan y después de un sueño breve, incómodo, se desperezan y se ponen de pie. Navegan el mar Egeo junto a diez mil naves griegas rumbo a Troya. El aire cálido del Mediterráneo acaricia las velas. Se oyen graznar gaviotas que surcan el cielo azul. Pasean la mirada en torno y cerca de ustedes está Patroclo, también despertándose. De a poco los Mirmidones toman posiciones. Allá delante, sobre la proa, ven un hombre de espaldas anchas y larga cabellera rubia. Con la mano izquierda se sostiene del grátil. Se acercan a él. Tiene un gesto pensativo, como si aún dudara de los motivos por los cuales está aquí. Su madre, la diosa Tetis, le ha dicho que su nombre será recordado para siempre pero que esta guerra trae aparejada su perdición. Imaginen que verán a Aquiles descender del navío y pisar arenas troyanas aun cuando las naves griegas no han desembarcado. Lo verán mover sus pies, blandir su espada. Verán cómo Héctor le corta el cuello a Patroclo creyendo dar fin a la guerra. Escucharan los gritos desesperados de Aquiles ante las puertas de Troya pidiendo por el asesino de su amante. Verán los ojos desorbitados y furiosos de Héctor, al saberse muerto por el gran guerrero. Verán todo eso y más. Pasarán diez años sitiando la ciudad hasta que finalmente verán arder Troya, la ciudad de las murallas infranqueables.

Se calcula que Troya ha existido desde el año 3.000 antes de Cristo. A raíz de distintas excavaciones se ha podido reconstruir una suerte de cronología. Troya fue una ciudad que tuvo distintas capas. Así, fue nombrada desde la I hasta la X, siendo la VII la principal candidata para identificarse con la Troya cantada por Homero en La Ilíada y La Odisea.

Ahora bien, hasta el año 1873, de Troya solo tuvimos una leyenda, aquella que contaba las hazañas de los héroes. Troya era un producto de la imaginación de Homero y de los autores griegos y romanos que la continuaron, como Virgilio, por ejemplo.

Aquí aparece un nuevo personaje en nuestra historia llamado Heinrich Schliemann. En la navidad de 1829, a los siete años de edad, recibe de regalo Una historia ilustrada de la humanidad. Le llama poderosamente la atención el capítulo “Auge y caída de Troya”. Le pide a su padre que noche tras noche le lea las aventuras de Aquiles, Menelao, Príamo, Eneas, Héctor, Páris, etc. Se debaten en largas discusiones. El padre cree que el incendio ha destruido la ciudad por completo. El niño sostiene que un incendio así como el que se relata no tendría por qué haber acabado con las murallas de la ciudad. Un anhelo desfila por la pantalla de su imaginación infantil: ver alzarse de las ruinas aquella poderosa ciudad.

Schliemann crece y se dedica a los negocios con éxito. Aprende idiomas llegando a dominar inglés, francés, italiano, portugués, español y ruso. Éste último le permite ser nombrado representante en jefe de una compañía en San Petersburgo. A la edad de 48 años decide dejar los negocios de lado y dedicarse a su pasión infantil: la arqueología. Viaja a Ítaca, la patria de Ulises, y allí conoce a Frank Calvert, que por entonces era cónsul británico y dueño de la mitad de la colina de Hisarlik, en la actual Turquía, donde muchos estudiosos creían se hallaban las ruinas de Troya. En 1870, después de conseguir los permisos del gobierno turco, comienza con las excavaciones. Se dice que fue Calvert quien le indicó la posible ubicación de Troya aunque Schliemann nunca lo haya citado en sus libros. Se lo podía encontrar cada día supervisando el trabajo al pie de las excavaciones y se cuenta que utilizó métodos un tanto controvertidos, como por ejemplo dinamita. Luego de tres años de trabajo se encontraron las primeras piezas de lo que Schliemann dio en llamar “El tesoro de Príamo”: copas de plata y oro, floreros, diademas, 8750 anillos, pulseras, botones y otros objetos finamente labrados. El tesoro de Príamo se convirtió en el mayor hallazgo arqueológico del siglo XIX, y mientras Schliemann ponía diademas de oro en la cabeza de su esposa Sofia, exclamaba: "El adorno usado por Helena de Troya ahora engalana a mi propia esposa”. La noticia del hallazgo pronto se esparció por el mundo y ante la posibilidad de verse separado de su tesoro, Schliemann se lo llevó en secreto a Grecia, donde lo escondió en una granja familiar de su esposa. Sea como fuere, el Tesoro de Príamo fue donado posteriormente a un museo de Berlín. Tras la Segunda Guerra Mundial desapareció y años después, en 1993, reapareció en los almacenes del Museo Pushkin de Moscú. En 1876, Schliemann reanuda sus excavaciones en Micenas y allí nuevamente la buena suerte le sonríe; seis tumbas reales y una veintena de cadáveres. En una de las tumbas encuentra una máscara de oro que un Schliemann eufórico y acelerado atribuye erróneamente al rey Agamenón.

Schliemann es considerado por muchos el primer arqueólogo moderno, a pesar de no tener formación académica y a pesar de su fama, la de dinamitar excavaciones y de utilizar maquinaria pesada allí donde el tacto mandar obrar con cautela milimétrica. Excavaciones posteriores demostraron científicamente que Troya fue una ciudad con sucesivas capas superpuestas en un mismo espacio geográfico. La idea de superposición representa la apertura del telón para nuestro último personaje en esta historia.

Corre el mes de Mayo del año 1899, albores del siglo XX. Sigmund Freud compra y lee la autobiografía de Schliemann llamada Ilios: “Me obsequié Ilios y me sentí sumamente interesado por la historia de su infancia. Este hombre encontró la felicidad al descubrir el tesoro de Príamo, ya que es muy cierto que solamente la realización de un deseo infantil es capaz de engendrar la felicidad”.

Freud se siente seducido por Schliemann, que supo probar la existencia de lugares que se creían producto de la imaginación de Homero. Para Freud, viajero solitario en la conquista de un espacio psíquico invisible, la arqueología le ofrece un asidero en relación con lo visual. Freud, que siempre comprometió la mirada y la vista, debe ahora cerrar los ojos para escuchar al inconsciente. Alentado por la lectura de Schliemann le escribe a su amigo Fliess la resolución de revelar su autoanálisis y terminar su libro La interpretación de los sueños, cuya publicación difiere desde hace un año.

Freud intuye que algo del pasado filogenético de la especie perdura en nosotros, que así como Troya se edificó sobre las capas anteriores de una ciudad en ruinas, del mismo modo nuestro psiquismo va desarrollándose sobre los restos y fragmentos reprimidos de nuestra infancia. Así como Schliemann utilizó la arqueología para probar la veracidad de un antiguo relato, Freud la utilizará para fundamentar un relato que se está escribiendo. Desde hace varios años, sobre todo luego de la muerte de su padre en 1896, Freud colecciona antigüedades. Ilustra sus textos con alusiones al trabajo de los anticuarios y se complace con su colección de estatuillas y figuras de bronce cuando puede recurrir a ellas en auxilio de su teorización. A un paciente suyo, que la historia conocerá como El hombre de las ratas, le explica las diferencias psicológicas entre la conciencia y el inconsciente enseñándole las antigüedades que tiene en su escritorio: “Lo consciente sufre un desgaste permanente, mientras que el inconsciente permanece relativamente inalterable”. 

Freud utilizará el método arqueológico para ilustrar una técnica nueva que le permite descubrir lo que está oculto, ya que la arqueología, como el psicoanálisis, exhuma el pasado; un pasado oculto que, restaurado, reconstruido, engendra un presente menos mutilado, más auténtico, según palabras de Lidia Flem. Freud lo dirá de este modo en una conferencia: “Imaginemos que un explorador llega a una región poco conocida, que despierta su interés gracias a un montón de ruinas. Puede contentarse con examinar lo que se encuentra a la vista pero puede también proceder de otro modo. Si llevó consigo palas, picos y arados puede pedirle a los habitantes del lugar que lo auxilien y trabajen con esas herramientas junto a él. Se dedicará con ellos a explorar el montón de ruinas, quitar los escombros y a partir de los restos visibles descubrir aquello que desapareció”.

Podemos pensar que el arqueólogo es el antecedente inmediato del psicoanalista, no tanto por la materia con la que trabaja sino más bien por aquello que pulsa en lo más profundo de su espíritu: una verdad que se encuentra escondida puede ser reencontrada cavando cada vez más profundo, penetrando cada vez más debajo de la superficie del presente.

 

Ahora les pido que vuelvan a imaginar. Que imaginen con la mirada. Están en el consultorio de Freud. Lo ven acercarse a su biblioteca y alzar con la mano izquierda una figurilla de barro y sostenerla entre sus dedos. Se queda pensativo. Al rato advierten un movimiento de su otra mano. La alza, y la deja suspendida en el aire. Es como si tuviera algo dentro de su mano, algo invisible pero que llevara la forma de una pera o de un foquito de luz. Sí, es eso. Ahora gira la mano hacia la izquierda, con el movimiento suave de quien desenrosca un foco. Lentamente la luz se va haciendo más tenue. Freud retira el foco que encendieron los franceses hace dos siglos y la habitación, la calle, Viena, Europa, el mundo entero va sumiéndose, progresivamente, en las profundidades del inconsciente. 

[email protected]