Susan Sontag fue la última gran estrella literaria de Estados Unidos, recuerdo de una época en que los escritores aspiraban a ser no simplemente respetados o bien vistos, sino también «famosos». Pero nunca hasta entonces alguien que osara enjuiciar la crítica literaria de Georg Lukács o la teoría del nouveau roman de Nathalie Sarraute había alcanzado la fulgurante celebridad de Sontag. Su éxito fue espectacular en el sentido más literal de la palabra, puesto que todos los ojos estaban puestos en ella.
Alta, de piel aceitunada, «con párpados de fuerte trazo picassiano y sonrisa serena, más sutil que la de la Mona Lisa», Sontag atrajo las cámaras de los mejores fotógrafos de su tiempo. No era Afrodita, sino Atenea; una guerrera, un «príncipe de las tinieblas». Con la mente de un filósofo europeo y el aspecto de un mosquetero, reunía cualidades que solían atribuirse al sexo masculino. Lo novedoso, en su caso, era que confluían en una mujer, y para varias generaciones de artistas e intelectuales femeninas, esa combinación supuso un modelo más poderoso que ninguno de los que habían conocido hasta entonces.
Su fama las fascinaba en parte porque no tenía precedentes. Al comienzo de su carrera generaba desconcierto, pues era una mujer joven y hermosa que poseía una erudición apabullante, una escritora procedente del hermético y jerárquico universo intelectual neoyorquino, que sin embargo no le hacía ascos a la «baja» cultura contemporánea que la generación anterior se jactaba de aborrecer. Carecía de verdaderas predecesoras, y si bien fueron muchas las que siguieron su ejemplo, nadie volvería a llenar convincentemente el hueco que dejó. Ella creó el molde y luego lo rompió.
Sontag tenía tan solo treinta y dos años cuando se dejó ver en una mesa para seis de un selecto restaurante de Manhattan: la «señorita Bibliotecaria» –como había bautizado su yo más introspectivo y amante de los libros– se codeaba con Leonard Bernstein, Richard Avedon, William Styron, Sybil Burton y Jacqueline Kennedy. En esa mesa se daban cita la Casa Blanca y la Quinta Avenida, Hollywood y Vogue, la Orquesta Filarmónica de Nueva York y el Premio Pulitzer: no había círculo más deslumbrante en Estados Unidos, ni en el mundo, a decir verdad. Sontag lo frecuentaría hasta el final de sus días.
No obstante, la Susan Sontag que se entregaba sin pudor a la cámara siempre se llevaría mal con la señorita Bibliotecaria. Es posible que nunca una beldad se haya esforzado menos por parecer bella. A menudo expresaba perplejidad al toparse con esa mujer glamurosa de las fotos. Hacia el final de su vida, al ver una instantánea de sus años de juventud, dio un grito aho-
gado y exclamó: «¡Qué guapa era! Y ni siquiera lo sospechaba.»