¿Qué sucede cuando una víctima de acoso social ya no está? ¿Existe algún posible acto reparatorio posterior a la muerte? El fantasma del escarnio por la diferencia corporal motivado por un humor rancio basado en normas alienantes, ¿encuentra silencio al fin? ¿Que se efectivice la muerte, que es -básicamente- la intencionalidad principal de poquito-a-poco-matar con la humillación cruel es un triunfo eugenésico-cultural?
5 de octubre 2007 - 29 de enero 2021. 13 años, 3 meses, y 20 días. 4861 días en total. Más de 15 millones de reproducciones. Los números tienen esa generosa capacidad de ayudarnos a materializar el espanto. Hacer cálculos, sumar información de sujetos, representar ausencias. Cuando una ecuación habilita el choque con la realidad podemos reconocer la influencia de las economías en nuestra construcción del mundo.
4861 días pasaron desde que Sandie Crisp, actriz y cantante, modelo trans, activista disca seropositiva, con una historia de vida atravesada por la violencia fármaco-médica, el trabajo sexual, las violaciones intrafamiliares y una polio brutalmente maltratada, se transformara en una estrella mundial de la televisión digital. Por aquellos años en los que Internet presentaba sus plataformas y redes con aspiraciones de comunidad, un usuario anónimo de YouTube se tomó el trabajo de reeditar fragmentos de The Goddess Bunny, documental que retrata la vida de la artista estadounidense, pero insertando canciones infantiles de sitcoms norteamericanas, distorsionando imágenes específicas y titulando esta nueva obra como: “Obedece a la morsa”. La finalidad era darle un giro de terror negativo a una obra preexistente que no buscaba ser aspiracional ni caso de superación, sino más bien un documental que expresa el orgullo mutante de un sujeto al no ser capturado por las normas de producciones culturales hegemónicas.
Lo raro en la mira
En ese momento yo tenía 18 años. Recuerdo estar con un grupo de amigos en una casa y que alguien nombrara el video. El intento por describirlo oscilaba entre asombro, asco, terror, pero sobre todo un humor perverso. Un calor volcánico empezó a recorrerme por dentro. Mi amigo exponía con un entusiasmo febril determinados datos técnicos sobre el video y con una excitación casi adolescente, propia de la educación odiante con la que estamos cincelados, detallaba el cuerpo protagonista. Su discurso competía por demostrar qué generaba mayor rechazo: las particularidades anatómicas o la textura siniestra de la edición. Mi amigo se impacientaba, le brotaba la socarronería especulativa entre los dientes. Nos arengaba a que imaginemos y acompañemos su incapacidad de comprensión, su enigma ininteligible. La atención grupal para con su relato era evidente. Nada ni nadie podía cortar la narrativa más que el propio video, y lamentablemente, en esa casa había una computadora con Internet.
Luego de esperar a que se cargara la placa inicial, como quien se concentra ante una situación crucial de vida, arrancó. En absoluta oscuridad y bronceados por el blanco hielo de YouTube, comenzó un retrato de la bailarina de tap pero con claras modificaciones de audio. Nunca en mi vida una pantalla operó para mí como espejo con ese nivel de realidad. Podía reconocer en ella mi propio cuerpo, era una sensación de transferencia. Las curvaturas y ángulos de sus extremidades se correspondían con mi geografía íntima. Estaba atravesando un sentimiento de identificación cruzada.
Tengo un recuerdo fotográfico de un primer plano de su rostro que evocaba una resistencia tierna. Sugería un diálogo, proponía un lugar de encuentro amable, superando el sonido macabro insertado. Sin embargo, con el tiempo, esos ojos agudos se volverían las nubes negras del tormento juvenil de la época. Y, poco a poco, me alejaba hacia atrás, como quien vuelve sobre sus pasos con miedo. El silencio ensordecedor que cobijaba el cántico infantil distorsionado, transformaba la situación en una escena de teatro prohibido. Enmudecí como quien no advierte respuestas. Como quien es cuestionado en busca de palabras indecibles. Como quien es traicionado con el vaciamiento.
Más allá de mi trinchera
Luego del repulsivo festín que es una horda de adolescentes deseando la vejación máxima en un video, los comentarios no brotaron con tanta facilidad. No había intención de comentarlo, ni siquiera una explicación sobre qué elementos constituían el humor del video para algunos. Solo un clima tenso de emociones confundidas.
Ese día fue la inauguración de mi trinchera. Comprender que no cualquiera puede entrar. Comenzar a reconocer “quien es alguien como yo”. Que “alguien como yo” no es obligatoriamente con quien crecí, ni la escuela donde me eduqué. Ni siquiera ese agujero de amor almibarado que puede ser la familia. A pesar de eso, me niego a pensar que para nosotros los amores y las alianzas brotan solo desde el dolor y la rabia.
Lo que es verdad es que ese día, todo el grupo de pendejos boludos quedamos marcados por el terror que internet comenzaba a fabricar. Toneladas de gigabytes de ofensas por venir. De señalamientos abrasivos, de torturas y burlas inimaginables, de una inagotable fuente de agravios hacia la diferencia corporal, sexual, de clase. De intolerancia global digitalizada.
Aunque el tiempo y las estrategias de gestión de la vida a través de plataformas virtuales hayan normalizado el léxico de la crueldad, la muerte de Sandie me movilizó profundamente. ¿Qué es lo que sucede cuando una disca muere? ¿Por qué su memoria se centra -exclusivamente- en un diagnóstico, o aún peor, en el video que intentó humillarla 13 años atrás? ¿Todas las biografías encarnadas en cuerpos disidentes tienen como destino ser olvidadas? O mejor dicho: ¿el destino es ser recordadas primero por su diferencia, y luego, por lo hecho en vida? ¿El acto más trascendental de las corporalidades contra-hegemónicas, es haber sobrevivido a las coyunturas capacitistas? Entonces, si el cuerpo es la rúbrica fundamental de una vida ¿por qué tantas vidas genéricas, estandarizadas o productoras de la nada misma son glorificadas, aplaudidas y celebradas con la fuerza de la tolerancia homogeneizante? Ahora que el vapor de la moralina nos asfixia y el lobby neoliberal de las políticas identitarias están a la orden del día ¿qué es lo que sucede cuando un disca muere?
Ternura disca
No me caben dudas de que Sandie no tenía pretensión de trascendencia heroica. La figura del héroe clásico tiene un cuerpo “correctamente” distribuido, color de piel blanquecino, una nacionalidad específica. Ese héroe, casi siempre varón, cumple con los cánones cognitivos necesarios para mantener el orden de las ciudades. Bien sanito. Algo tan repugnante como un “súper ciudadano”. Ese héroe se desplaza por sus propios medios. Es independiente, autónomo, un buen contribuyente. Tan independiente. Solo, muy solito. Ese héroe pertenece a una familia en el que el amor circula igual que el resto de los capitales: Mezquinamente.
Prefiero recordar a Sandie anhelando ser una morsa. Con su piel bien gruesa para resistir a los rayos sociosolares. Con sus grandes colmillos para masticar este mundo de cuerpos normales corporativos. Con su tamaña desmesura, al igual que su corazón bailante. Haciendo de las zonzas -pero hirientes- burlas por su tap disidente, la banda de sonido de las pesadillas de un grupo de adolescentes. Voy a totemizar su recuerdo en su par de aletas torpes, inútiles para teclados, pero capaces de bucear en las profundidades más frías y oscuras. Ternura disca. Ternura monstruo. Ternura robot. Ternura animal.
Y a los que todavía los persiguen las risitas cómplices en sus sucias conciencias anodinas, y la recuerdan con lástima por el “homenaje” que alguien le hizo hace 13 años, 3 meses y 20 días, sepan que está del otro lado de la pantalla, vibrando a carcajadas, y observando con sus amables ojos agudos, el mundo hediondo en el que nos toca quedarnos. Escuchamos el llanto silencioso, anónimo y miserable de quien la catapultó a la fama.