El reloj marcó las nueve. Elena alzó la cabeza. Era emocionante sentirse acompañada en ese tiempo que nunca había soñado vivir. Los aplausos retumbaban en el espacio abierto y vacío de la calle y a sus oídos llegaba el eco amplificado. Sonrió.

Después de haber cumplido su turno, pasó por el sector preparado especialmente, se lavó las manos, se desvistió, guardó la muda en una bolsa, puso la bolsa en la mochila, se volvió a lavar las manos, se vistió con ropa limpia y salió a la calle. Caminó despacio las pocas cuadras hasta su departamento, inspirando para llenarse los pulmones.

Repasó el camino recorrido. No había sido fácil llegar hasta ahí. La carrera, que en teoría duraba seis años, le había llevado diez. Era muy difícil estudiar cuando la plata no alcanzaba. Viviendo en un pueblo a una hora en micro de la ciudad, ir a clases era una expedición; para llegar a las siete tenía que levantarse antes de las cinco, pero nunca dudó, por grande que fuera el desafío. La primera universitaria de la familia; sus abuelos sólo habían terminado la primaria.

Esa noche nadie la esperaba, pero no sentía la soledad. La intensidad de su trabajo conspiró con las relaciones que intentó mantener. No había aparecido la persona indicada, se decía. Su familia seguía viviendo en el pueblo; haber conseguido ese lugar tan cerca del hospital había sido una suerte.

Volvió a las épocas de exámenes. Le costaba concentrarse. Sus padres intentaban disimular las carencias y la alentaban a seguir, pero Elena no podía bajar la mirada hacia los libros y hacer de cuenta de que no veía lo que pasaba alrededor de sí. Evocó a su madre cebándole mates a la madrugada para mantenerla despierta.

Abril estaba terminando con un despliegue de los mejores días de otoño que recordaba: soleados, templados, el aire diáfano. Tal vez era verdad que, al mantener a la especie humana aislada, el planeta se había desintoxicado.

Mientras cumplía la residencia, cada paso que la acercaba a ejercer como médica la llenaba de energía. El primer trabajo profesional fue en un servicio de emergencias. Mientras se vestía con el ambo y revisaba el maletín, pensaba qué distinta era esta realidad a aquella fantasía que le habían contado sus padres: el título enmarcado, en un consultorio con una placa de bronce en la puerta. “Mi hijo el doctor”.

El ingreso al hospital público fue otro sueño hecho realidad. Elena sostenía que era el mejor lugar. Se curtió en “la trinchera” --el sector de cuidados intensivos-- y templó su carácter enfrentando a la muerte en la última línea de batalla.

Cuando llegó al edificio, subió las escaleras hasta el primer piso y pulsó el interruptor para encender la luz. 

Un papel, escrito a mano, pegado en la puerta del departamento la detuvo. Volvió atrás, bajó las escaleras. 

Con luz pudo ver repetido el mismo cartel en todo el trayecto desde la entrada. 

Esta vez el mensaje que recibía tenía su nombre: “¡¡¡¡¡ Elena andate!!!!!!!!!!!!!!! ¡¡¡¡¡No queremos que enfermes a nuestras familias!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡Llevate el virus lejos de acá!!!!!!!

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