Cartas con mística

En 2017, mientras preparaba la retrospectiva Leonora Carrington: Cuentos Mágicos que se inauguraría al año siguiente en Ciudad de México, la curadora Tere Arcq visitó a un coleccionista privado que le mostró 22 piezas deslumbrantes, que la dejaron sin palabras. “Sabía que Carrington estaba interesada en el ocultismo, que había hecho pinturas inspiradas en imágenes del tarot, incluso que tiraba las cartas; lo que desconocía por completo es que hubiese creado una colección de pequeñas pinturas de los Arcanos Mayores”, relata la especialista sobre estas obras inéditas, que fueron exhibidas por primera vez en aquella muestra de 2018 del Museo de Arte Moderno mexicano. Hoy aún menos desconocidas, dicho sea de paso, gracias a un libro que acaba de lanzar Fulgur Press, editorial británica dedicada al esoterismo en las artes visuales. En el pituco El Tarot de Leonora Carrington, que agotó su primera edición en menos de una semana, está el Diablo, el Mago, la Sacerdotisa, el Mundo, la Muerte, la Templanza, entre otras figuras “dotadas de una iconografía subliminal, una ventana que se abre a la representación de lo maravilloso”, en palabras de Gabriel Weisz Carrington, hijo de la artista, que interviene en el prólogo. Además de incluir baraja, el libro viene con ensayos de voces en tema, como la de Arcq, pronta a señalar que “aunque existan muchas versiones de las cartas de tarot, la de Carrington es única”. Y agrega: “Se inspiró en los conocidos naipes Rider-Waite, así como en los de Marsella, pero sus imágenes se remontan a convenciones antiquísimas; por ejemplo, interpretaciones egipcias de la diosa Isis para la figura de la Sacerdotisa”. Aporta la historiadora del arte Susan Aberth que “aún cuando parte del atractivo del tarot es la adivinación, donde el azar despliega una verdad superior, Leonora Carrington estaba más allá del vaticinio: estudió tarot con seriedad, era para ella una guía para alcanzar un mayor autoconocimiento”. Sabias palabras sobre una artista y un libro mágicos, en el más amplio de los sentidos.

Pobre chiquitín maléfico

Conforme sucede cuando un niño desaparece y se teme por su integridad física, recientemente el Departamento de Seguridad Pública de Texas, en Estados Unidos, emitió un alerta enviando información sobre el peque perdido y el sospechoso de su secuestro; en este caso, su padre. Notablemente, la detallada descripción del potencial malhechor no dejaba dudas de quien se trataba, amén de su metro aproximado de altura, su cabellera pelirroja, sus 7 kilos de peso, el haber sido visto por última vez “empuñando un enorme cuchillo de cocina”, vistiendo “un overol de jean y una remera a rayas”. En la etnia del criminal, por cierto, se aclaraba que se trataba de un “muñeco”, cuyo nombre -sobra aclarar- era ni más ni menos que Chucky. El muy real, muy inquietante boletín acusaba al villanísimo de haber secuestrado al bonachón Glen, fruto del tórrido romance del serial de plástico con la malvana Tiffany Valentine, que vio la luz del proyector en la quinta entrega de la saga, El hijo de Chucky, flojo film de 2005. Una imprecisión, claro está: de ser fieles a la historia debieran haber puesto “Glen/Glenda”. Además, claro, de no haber lanzado alerta alguna: ninguno de los dos muñecos, que se sepa, ha cruzado la barrera de la ficción a la realidad para que las autoridades de carne y hueso adviertan a los ciudadanos que andan sueltos por el estado sureño. Cuestión que, sin comerla ni beberla, la icónica criatura de Don Mancini nacida en el ’88 vio su mala fama (aún) más mancillada. También el Departamento de Seguridad Pública de Texas, que tuvo que salir a dar explicaciones tras enviar no uno sino ¡tres! comunicados sobre el irrisorio secuestro. “Esta alerta es el resultado del mal funcionamiento de una prueba”, aclararon las autoridades, que rápido pidieron disculpas “por la confusión que pueda haberse causado”. Ni medio perdón, empero, para el verdadero damnificado, qué bochorno, el muñequito sanguinario.

Notas peligrosas

Semanas atrás se hacía eco esta sección de varias investigaciones que apuntaban contra las consonantes oclusivas por su “efector aspersor”, el volumen de la voz y otras cuestiones del decir; aspectos que, a la excesivamente dramática consideración de ciertos estudiosos, aumentaban las chances de transmitir covid-19. Ahondando la línea de la exageración, existe ahora un estudio que carga las tintas contra el mero hecho de cantar. O, en honor a la exactitud, de cantar en alemán, ¡acto peligrosísimo! según de la Asociación Japonesa de Presentadores de Música Clásica. Para su reciente experimento, fichó la institución a ocho intérpretes profesionales, cuatro tenores masculinos y cuatro sopranos femeninas, que fueron turnándose para entonar extractos de: una popular canción nipona para peques, del Himno a la alegría de Beethoven y de La Traviata de Verdi. Como está dicho, las emisiones de partículas de saliva fueron tantísimo más contundentes en alemán que en japonés, el doble por minuto. Frente al resultado, sin embargo, aclaró Toru Niwa, director de la entidad, que igualmente no habría que evitar el repertorio de música europea durante la pandemia sino tomar recaudos: mantener la distancia, no ensayar por más de 30 minutos, ventilar bien, etcétera, etcétera. Llevando agua a su molino, eso sí, se encargó de remachar que el idioma nipón -con sus consonantes suaves- deja una huella más ligera cuando de escupiditas involuntarias se trata. Comparte el parecer Masakazu Umeda, de la Asociación Coral de Japón, que también condujo reciente prueba, midiendo la distancia que alcanzan las partículas mientras se canturrea en sendas lenguas. A saber, de la boca al frente, el resultado: 61 centímetros para el japonés, 111 centímetros el alemán. Menuda mala prensa para el país de Angelita Merkel, como si no tuviera ya suficientes problemas.

Historias penosamente verdaderas

En 1707, en Surinam, entonces colonia neerlandesa, Wali intentó escapar junto a otros 255 esclavos de la plantación de azúcar donde estaba cautivo, viviendo y trabajando en las más horríficas condiciones, pero fue atrapado y condenado a arder agónica y lentamente. Por miedo a una insurrección mayor, Wali fue indultado, pero no conoció la libertad: murió siendo esclavo. Angela van Bengalen, nativa bengalí, fue capturada junto a su marido e hijos, vendida como esclava en la Colonia del Cabo, controlada por Holanda en símil fechas. Años más tarde sería emancipada, logrando prosperidad gracias a la granja que regenteaba, que fructificó gracias al trabajo de los esclavos ¡que ella misma había comprado! Los retratos de bodas que en 1634 pintó Rembrandt de Marten Soolmans y de su esposa Oopjen Coppit luciendo sus mejores galas no deja dudas de la riqueza del matrimonio: riqueza que amasaron gracias a su refinería de azúcar en Ámsterdam, cuya materia prima provenía de plantaciones brasileras con mano de obra forzada… Estos y otras dramáticos relatos son las que, desde el 12 de febrero hasta el 30 de mayo, se contarán en Esclavitud: Diez historias verdaderas, primera muestra que el prestigioso museo holandés Rijksmuseum dedica al oscuro pasado colonial del país que, entre los siglos XVII y XIX, devino potencia económica. En buena parte, gracias al tráfico de cientos de miles de personas y de su laburo forzado en plantaciones de azúcar, tabaco, café, algodón, cacao, trasladados los “bienes” por dos siniestras empresas: las Compañías de las Indias Orientales y Occidentales, que operaron en África del Sur y Asia, en Surinam, Brasil y el Caribe. Así, a través de objetos históricos y tesoros artísticos de sus propias arcas, además de piezas y materiales de archivo prestados por distintas instituciones del globo (el Museo Británico, la Galería Nacional de Dinamarca, los Archivos Nacionales de Sudáfrica y la Fundación San Eustaquio, entre ellas), el museo propone quitar el velo “a nuestro pasado esclavista, que necesita ser contado por comprender mejor el ayer y entendernos mejor en el presente”, en palabras de Taco Dibbits, director del Rijksmuseum. Centrada la expo en 10 biografías de los siglos XVII al XIX, “de víctimas y victimarios”, según detalla la curadora Valika Smeulders, jefa del departamento de Historia del museo, podrán verse en gran despliegue, a lo largo y ancho de 10 salas, desde cadenas de tortura hasta herramientas de trabajo originales, desde pinturas hasta esculturas; también “poemas y música, viejas canciones y entrevistas registradas a principios del siglo XX de gente que contaba las muchas penurias que atravesaron sus antepasados y nos permiten regresar al siglo XVIII”. Un viaje en el tiempo difícil pero ciertamente necesario.