Rubik y los fanáticos del cubo, Londres 1981

La primera vez que vi el cubo fue en una nota de un diario. "El entretenimiento que causa furor en Europa", decía. Pensando cómo malgastan el tiempo los europeos, volví a mi ocupación habitual: los videojuegos.

La segunda vez que vi el cubo fue en casa de una pareja de amigos (habituales compañeros de juegos y dueños de un Atari pionero). “Ah, se lo compraron”, dije, con tono despectivo. “Debe ser fácil”.

Diez minutos más tarde estaba enloquecido, babeando, moviendo las caras del cubo para un lado y otro mientras repetía en voz baja: no puede ser, no puede ser, no puede ser.

Esto pasó a principios de 1981. Estábamos preparados para muchas cosas, pero no para que un objeto articulado nos desarticulara la cabeza.

Uno no se da cuenta de lo adictivo que puede ser el cubo mágico hasta tenerlo un rato en las manos. Tampoco se hace una idea de su complejidad hasta probar (sin éxito) alguna combinación que a primera vista parece sencilla. Todo esto lo sufrí en carne propia durante los primeros días de cubomanía: me pasaba con el colectivo por jugar con el cubo, andaba por la casa tropezando con los muebles por jugar con el cubo, comía con dos dedos y dedicaba los otros ocho a mover esto para allá, aquello para acá, lo otro...

El colmo vino con Investigación y Ciencia (versión en castellano del Scientific American) de mayo. En catorce páginas densas y divertidas a la vez, el gran Douglas Hofstadter daba cuenta del fenómeno, advertía de su interés para matemáticos de toda calaña y contaba una cantidad de cosas divertidas (dibujos, acertijos, teorías) que se podían hacer con el cubo, además de resolverlo.

Con Hugo, amigo cercano en esa época, íbamos descubriendo sucesiones de movimientos que nos acercaban a la solución. Resultó que para armar el cubo hacía falta descubrir procedimientos para cambiar de lugar solo unas pocas piezas, sin alterar la distribución de las demás. Era mucho más complicado resolverlo sin esta idea.

Cuando finalmente lo conseguimos, quedamos sorprendidos. Resolver el cubo es uno de los mejores ejemplos de aquello de “es fácil, una vez que está hecho”. Al final, solo necesitábamos unas pocas fórmulas predefinidas para aplicar según fuera necesario.

Por entonces, yo colaboraba en la revista Humor & Juegos, de Ediciones de la Urraca. En el número 13 (agosto de 1981) empecé a publicar una serie de artículos sobre el cubo de Rubik. “Amor al cubo, o cómo llegué a cubólogo” fue el primero. Los artículos incluyeron la solución que había desarrollado con mi amigo, acertijos, trucos, y sobre todo aportes de los lectores. Hubo una comunidad activa, perseverante, que mandaba cartas con respuestas para lo que yo planteaba y nuevos acertijos. La sección “Cubología” apareció con regularidad hasta fines de 1982.

De todos modos, nunca pude acercarme a los 90 movimientos con que Hofstadter decía resolver el cubo. No bajé de 120. En cuanto al tiempo de resolución, mi récord personal fue de 3 minutos 12 segundos. Y de eso, a pesar de los chicos que ahora lo resuelven en un parpadeo, sí que estoy orgulloso.

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Esta columna forma parte de la Nota de Tapa de Radar, "Las memorias de Erno Rubik, el hombre que creó el cubo mágico", de Martín E. Graziano.