A los 91 falleció Christopher Plummer, uno de los actores más vistos en toda la historia del cine. ¿Más visto que Chaplin, Humphrey Bogart, Brando, Paul Newman, Al Pacino o De Niro? Sí, más visto que todos ellos, aunque infinitamente menos conocido. Sucede que Plummer actuó en una de las películas más vistas por gente de todas las edades, generaciones, credos, banderías y clases sociales: La novicia rebelde. Pero su papel del prusiano y riguroso capitán retirado Von Trapp (en el fondo necesitado de un poco de dulzura femenina) quedaba prácticamente sepultado por el de Julie Andrews, la media docena de niños Von Trapp, las canciones de Rodgers & Hammerstein, y hasta las primaverales montañas austríacas. En ese orden. Por tal motivo no fueron muchos los que retuvieron su nombre o su rostro.

Nacido para la clase de secundarios que antes se llamaban “de carácter”, a Plummer le sucedía algo que de acuerdo al canon hollywoodense le impedía acceder a papeles protagónicos (algunos tuvo, pero destacó sobre todo como secundario). Como Walter Brennan, George Macready, Ernesto Muiño y Mr. Burns, parecía haber nacido “viejo”. Y ya se sabe que eso en Hollywood está prohibido. Al menos si se quiere encabezar el elenco. Sin embargo, este nativo de Toronto, fallecido en su casa de Connecticut, fue de esos actores que recuerdan que en cine, la palabra “secundario” no tiene nada que ver con segundón.

Nominado al Oscar en tres ocasiones (por The Last Station, 2009, Beginners, 2010, y Todo el dinero del mundo, 2017), Plummer lo obtuvo por la segunda de ellas, que en la Argentina se conoció sólo en DVD. Sin embargo, su nominación por Todo el dinero del mundo le valió otro galardón, más para el Guinness que para el Oscar: con 88 años, fue el actor de más edad nominado en la historia para un premio de la Academia.

Con siete décadas de carrera, Plummer, expatriado temprano, comenzó como tantos en Broadway, donde debutó a los 25 años y como corresponde, interpretando varias obras de Shakespeare. Fue Yago en Otelo y encarnó a Macbeth y al rey Lear. En cine se inició a fines de los años '50, pero en términos de figuración no fue nadie hasta que no cantó “Edelweiss” y “The Sound of Music”. Aunque en verdad no cantó: los productores de La novicia rebelde prefirieron doblar su voz por la de un cantante profesional. A Plummer, hombre de voz poderosa, la sustitución no le gustó nada. "No es mi película favorita, por supuesto, porque creo que raya en lo sensiblero, pero hicimos todo lo posible para no hacerlo demasiado sensiblero", supuró en una entrevista, en referencia al musical que nadie dejó de ver.


Seguramente porque ese género no era lo suyo, Plummer debió esperar para poder tener una segunda carrera, ahora sí como pez en el agua. Portando los majestuosos bigotes de Rudyard Kipling en El hombre que sería rey, de John Huston, este actor de 1.78 de estatura comenzó a imponer una presencia que inevitablemente “inspiraba respeto”. Ya fuera en papeles de villano, para los cuales su mirada penetrante, semisonrisa sardónica y rostro que el tiempo fue marcando lo hacían particularmente dotado, o lisa y llanamente de hombre poderoso, por su capacidad para dominar el centro de la escena, por su porte, su solemnidad, su aspecto de mandatario intocable. El socio del silencio, un policial canadiense de 1978, que no suele figurar en las historias del cine pero en la Argentina fue un exitazo, lo volvió temible por primera vez, en el papel de un psicópata de cuidado, que manejaba al tartamudeante Elliott Gould como el titiritero al muñeco.

La perversidad autosuficiente que irradiaba su personaje dejó una marca indeleble, y a partir de los años '80 los policiales devinieron uno de sus cotos de caza. Entre otros, Hannover Street, Testigo ocular, El amateurOrdeal by Innocence. Ninguno demasiado recordable, salvo por un detalle: su presencia. Plummer fue uno de esos actores infalibles, capaces de redimir cualquier bodrio por su mero estar en escena.

Como todo actor de carácter, Plummer envejeció bien. Bien y mucho. Las bolsas en los ojos, las arrugas crecientes, el vozarrón cada vez más cascado le caían como un guante, y los papeles se multiplicaban de a tres o cuatro por año. A fuerza de apariciones y de dominio de la escena, con el correr del tiempo su rostro se fue haciendo más popular, de modo que Spike Lee lo llamó para el papel de capellán en Malcolm X (1992), Terry Gilliam para el del doctor Goine en 12 monos (1995), en Una mente maravillosa fue el psiquiatra que atiende a Russell Crowe, en Alejandro, de Oliver Stone (2004), probó su autoridad encarnando nada menos que a Aristóteles, y en Todo el dinero del mundo fue ya ese miserable todopoderoso llamado Paul Getty.


Significativamente y como suele suceder (ver los casos de Scorsese o Clint Eastwood), a la Academia le llevó décadas reconocer quién era, hasta el punto de que la primera nominación, la de la aquí no estrenada The Last Station, la obtuvo nada menos que a los 80 años. Una vez reconocido, se convirtió en favorito de los premios, igual que los antes nombrados. El público ya lo había consagrado con mucha anterioridad, aunque más no fuera como “ese actor viejo que estaba tan bien en…” El de Entre navajas y secretos (2019) fue uno de sus últimos papeles. Actualmente estaba filmando la que será seguramente su última película, una de superhéroes cuyo título original es Heroes of the Golden Masks. Habrá que verla, aunque sea un bodrio.