Escuela fiscal Nº 75, República de Chile, nombre de mi primer colegio que cerró sus puertas después de cincuenta años de haber brindado educación, sin que medie incendio, inundación o terremoto alguno, debido a cuestiones administrativas, que en su momento no entendí y que en la actualidad no recuerdo. Lo que quedó grabado en mi memoria fue la angustia de tener que terminar mi primaria en otra alejada institución. Sin transportes escolares, todo parecía crecer desde el pie, como los árboles, como las casas. Nos debíamos a la luz del farol de la esquina, al campito de la vuelta, a la plaza de la iglesia, al club con abuelos jugando a las bochas, en fin, a nuestro territorio. Nadie caía en la escuela pública, más bien nos elevábamos en ella. Inclusión, solidaridad, los mismos amigos de la calle hermanados en delantales blancos, a cargo de maestros con mayores conocimientos que nuestros padres. De la señorita Norma heredé mi amor por los planisferios. Por las noches me gustaba perderme entre fiordos, bahías y penínsulas que iban naciendo sobre el papel de calcar en ríos de tinta china. Prefería los atlas con división política. Nada me explicaron sobre la política de la división para acumular poder. Mis lápices de colores me resultaban escasos para pintar los departamentos de la bota santafesina. Tampoco me alcanzaban los Faber para colorear todas las provincias. Enmarcado en una conciencia nacional musicalizada con marchas militares y símbolos patrios, diferenciaba los distintos países de la parte sur del continente americano con pocas fibras. Mi maestra, mientras enrollaba el último de los mapas colgados sobre el pizarrón, nos dijo alguna vez esperando la campana de salida: "Existe un viejo sueño, que algunos lo denominan Patria Grande, consiste básicamente en que la América del Sur algún día esté pintada de un sólo color". Aprendí el himno chileno a la par del argentino. La celebración de las fiestas contaba siempre con dos banderas de ceremonia. Alguna vez me sentí O'Higgins, embanderado con la enseña patria del país transandino, asistiendo al salón de actos para conmemorar los ciento cincuenta y nueve años de la independencia. En una tarde lluviosa jugamos a fabricar un escudo para ambas naciones. Una burda imitación del conocido, nos llevó a dibujar dos brazos cubiertos con ambos pabellones, entrelazando sus manos sobre una cordillera nevada en la que se destacaba un gorro frigio. Durante mi adolescencia me dolió ver el fantasmal edificio vacío, transpirando tristeza. Siempre me sentí un cónsul itinerante de una embajada en ruinas. Subiendo los escalones de la estación La Moneda del metro de Santiago, me recibió una gigantesca bandera chilena. Mis recuerdos flamearon a su sombra. Caros sentimientos enredados en el alma de mi infancia fueron, tal vez, el anticuerpo necesario para tanta barbarie. Militares genocidas, grises gerentes de multinacionales desalmadas, manipuladores manipulados que trabajan engañando a pueblos inocentes, no pudieron robarme el deseo. Con la misma emoción con la que un musulmán arriba a La Meca, me acerqué a la casa de la Moneda, pilar fundamental entre todas las casas de gobierno de los pueblos libres de nuestro continente. Si bien hace tiempo que no busco verdades, sólo interpretaciones de distintos hechos, existen acontecimientos tan fuertes que eliminan cualquier falacia. En tiempos en donde se negocia de rodillas ante fondos monetarios insensibles, se huye en helicóptero, se traicionan ideales por un triste puesto de funcionario, el ejemplo de Salvador Allende se agiganta día a día y nos recuerda hasta donde están dispuestos a llegar los encargados de naturalizar la injusticia. Su evocación siempre será un soplo de aire fresco para las convicciones. Como turista topo, emprendí el regreso por el subterráneo, mezclándome con el pueblo llano. Un chileno representante de mi generación, con una guitarra en la mano, melena, bigotes y barba blanca, quien posiblemente haya asistido de pibe a la escuela República Argentina, nos regaló tres canciones de distintos autores, Chabuca Granda, Alfredo Zitarrosa y Violeta Parra. "Gracias por el repertorio, me hiciste sentir como en mi casa", le dije mientras colaboraba con un billete. "¿Eres argentino, verdad? Gardel... Yupanqui... ¡dos gigantes!", me contestó mientras me tendía su diestra parado afuera del tren, con sus pies pisando la estación Unidad Latinoamericana. Al estrechar su mano, sentí corporizar el escudo garabateado alguna vez sobre el pizarrón de mi escuela cerrada y me quedé pensando. Se puede encerrar a los artistas pero jamás a sus obras. Seres anónimos la llevarán por el mundo, cantarán sus canciones hasta debajo de la tierra, desenrollarán sueños dormidos en mapotecas, ampliarán conciencia de los más jóvenes. No son tiempos de libros quemados, prohibidos o sepultados. Ahora es todo más sutil. Cargamos con toda la información necesaria en los celulares, pero una red invisible nos aprisiona nuestras subjetividades, impidiéndonos cuestionar un sistema que oprime aparentando lo contrario. Para no morir de frío, ni perder por completo la memoria, para no dejar de escribir su historia manuscrita, las megas capitales siguen contando con la voz en el viento de los insobornables cantores populares.