Lo leí en 1963, a los veinte años, antes de conocerlo. Y no sólo porque Antonio me llevara diez años, diferencia que era mucha. La novela, su primera novela, se llamaba “Siete de oro” y no tenía nada de primera esa escritura macerada, la descripción del viento fuerte por la ventanilla de ese tren que va al sur, ese pueblo que no se nombra, sus hombres y mujeres, el paisaje tan postal como áspero, seres que aceptan su destino de manera precaria. Una mujer decía “Solo la belleza podrá salvarnos”. A pesar de la mishiadura y las situaciones límite, el peligro de que se ahogue un hijo, la belleza. Que consistía en su poética del narrar con una puntería en la mirada y la construcción de un fraseo personal.

 

El autor, frecuentaba el Bajo, se reunía en esos bares donde paraban escritores y periodistas. Se juntaba con Francisco Juárez, Osvaldo Soriano y Miguel Briante. No puedo recordar, años más tarde, cuándo nos presentamos. Pero fue seguro por el Bajo. Ricardo Piglia le había publicado en el 83 “Fuego a discreción”, un relato sobre la época donde, sin nombrarla, la dictadura es una presencia que angustia el verano de un tipo, tal vez demasiado parecido a Antonio, que vaga por la ciudad sin encontrar un rumbo. Cuando le pregunté cómo la había escrito me contó que había sido en la mala, juntando anotaciones, hojas de cuaderno, de libreta y servilletas en una caja de zapatos. Un día, cuando la caja estuvo llena, la abrió y se puso a ordenar los papeles. Este va acá, este otro acá y así”, fue dándoles una cronología. Pasó el relato a máquina. El mecanismo de composición puede parecer un juego. La literatura, por cierto, siempre tiene algo de juego. Sin embargo, la estructura narrativa de la novela es rigurosa, dueña de un lenguaje sin artificios, ascética. Impresiona por el ritmo, no afloja. Y es hoy – lo seguirá siendo – una de las novelas más tensas y vigorosas de ese período negro. Si se tenía en cuenta el tiempo que separaba su primera novela de la segunda y uno le preguntaba por qué había permanecido tanto en silencio, tenía su explicación: “Estuve enamorado”.

 

A mediados de los ochenta ya había empezado escribir unas columnas en Tiempo Argentino. Todas con un mismo protagonista. “El hombre”, lo llamaba. Cada entrega era una instantánea de lo cotidiano. Se convirtió en un cronista urbano agudísimo. Lo prueba la serie que continuaría publicando luego en las contratapas de Página/12, piezas de orfebrería descriptiva: el hombre contemplando a su hija hamacarse en un atardecer de la Plaza San Martín, el hombre cruzando el Bajo con la madre de una mano y la hija de la otra, cargándose de una fuerza que proviene de la sangre. El libro que las recopila es “Gente del Bajo”. Hay historias de amores desencontrados. Y otras más reflexivas como esa en que el hombre prende un fueguito y medita sobre las llamas. No escasean tampoco historias surrealistas, las peripecias de pícaros y canallitas que viven episodios desopilantes. “La realidad exagera”, opinaba Antonio. Podría citar unas cuantas historias, pero lo mejor es agarrar el libro y leer esas instantáneas que con su relampagueo constituyen un fresco de sus obsesiones, modos que después entrarían en su narrativa, que es numerosa. “La prosa es nostalgia de la poesía”, le había dicho Miguel. Y Antonio le daba la razón.

 

Había nacido en Intra, un pueblo del Piamonte, en 1938. Las monjas que le vieron vocación para el dibujo lo llamaron “pequeño Giotto”. Hijo de campesinos, Antonio era pastor de cabras. Aprendía de la naturaleza las lecciones de luz y de sombra, reparaba en los detalles y descubría. Y así como se asombraba ante la hermosura, también le tocó espantarse ante un fusilamiento de los nazis. Tuvieron que pasar décadas, al volver de América, ya escritor, fuera homenajeado en ese mismo lugar donde había sido la masacre. Creo que allí los paisanos colocaron una placa con una frase suya.

 

Los padres habían emigrado a Salto. Y allí Antonio empezó otra vida, la que sería su vida. Primero pagando la adaptación a la lengua, las costumbres, las cargadas de los pibes. De Salto habría de partir hacia la ciudad casi a los veinte, dispuesto a estudiar Bellas Artes. Los cafés, las librerías, las nuevas amistades. Una vez le pregunté cómo se le había dado por escribir. Me habló de sus primeras lecturas, Dumas, Hugo, Salgari. Pero la que más le había impresionado era una novela alemana. No recordaba el autor, pero sí al protagonista. “Era un muchacho al que le pasaban mis mismas cosas”, me dijo. Eso quería decir que era posible contar la propia existencia, que a alguien podía interesarle, que uno podía ser comprendido. Los trabajos en la ciudad fueron múltiples: desde pintor de paredes a fabricar lavandina, hizo de todo.

 

Me acuerdo de las noches en las que Antonio estaba embalado en los tramos finales de “Oscuramente fuerte es la vida”. Venía desgrabando las charlas que había tenido con su madre, la base narrativa. La novela protagonizada por una chica inmigrante de la posguerra, inspirada en su madre, se transformó en un clásico en que se respiraba a Pavese y Vittorini. Se publicarían artículos, tesis y ensayos sobre esa novela y todas las que la siguieron. La obra de Antonio transcurría tan imparable como serena.

 

Teníamos la costumbre de pasarnos los originales antes de entregarlos a la editorial. Antonio no dudaba, ante un original, en hacer marcas con lápiz. El modo de marcar era cauto, respetuoso, y las marcas impecables, eso que antes mencionaba acerca de su puntería, la misma, infalible, la aplicaba al texto del amigo. “Una forma de cuidarnos las espaldas”, decía. “Una vez publicado ya es tarde”. Conversábamos casi todas las noches por teléfono. Conversaciones interminables que uno interrumpía apenas para hacerse un café. La muerte de Miguel lo quebró. Tras cartón, la muerte de Osvaldo. Con Antonio mantuvimos la costumbre del teléfono nocturno. Más tarde, el mail. Nos pasábamos los textos por mail. Y la conversación, como siempre, derivaba en la literatura, el oficio. Para Antonio la escritura era un oficio. En su departamento tenía un cartelito: “Justificá el día”. Todas las mañanas, antes de sentarse a escribir, acariciaba el teclado de la compu, como amansándola. Si al terminar el día había logrado una, dos carillas, decía: “El día está hecho”.

 

El último año fue difícil para Antonio: problemas de corazón, internaciones, stents. El Negro Juárez lo acompañaba al hospital. Escribía una novela más, “La última pelea”, sobre un pibe de provincia que se hace boxeador en una sociedad hostil. Apenas terminaba un capítulo, yo tenía ganas de leer el siguiente.

 

La tarde del 25 de octubre de 2010 me escribió: ““Como todos los domingos también este se desliza con ese extraño sabor a nada. Ahora que le puse punto final a la novela de la cual leíste los primeros capítulos estoy parado en esa zona neutra que hemos conocido bien. Quisiera por lo menos arrancar con algunos apuntes dispersos de algo, en alguna dirección, cualquier dirección. Siempre fue así después de terminar un trabajo y saberlo, recordarlo, mitiga un poco la sensación de que ya no habrá más nada por delante.” Murió ocho días después.