Allá por el comienzo de esta era, en los lejanos primeros meses de 2020, muchos filósofos y pensadores discutían sobre los efectos que la pandemia traería en nuestros modos de percepción y organización como sociedad. ¿Saldríamos mejores o peores de todo esto? Aunque estemos en medio del río, ya se vislumbra que esta crisis sanitaria global podrá hacer más nítidos los contornos de las desigualdades que ya existían, podrá poner en evidencia las irracionalidades que más de cuarenta años de neoliberalismo instalaron como sentido común, pero para revertirlas hará falta algo más que un virus. Se necesitarán avances de las fuerzas populares, elecciones democráticas y acciones colectivas que modifiquen las relaciones de fuerza en la sociedad.
La educación no escapa a esta descripción general. Apenas está un poco oculta por una parafernalia discursiva que los voceros del poder más concentrado diseñaron para adueñarse del tema. Para seguir siendo los dueños de las cosas necesitan ser los dueños de las ideas. Del mismo modo que se apropiaron del concepto de “libertad” encorsetando su sentido en el más estricto individualismo y desgajándolo absolutamente de toda idea de bienestar general; así como se han hecho dueños absolutos de un discurso punitivo sobre la cuestión de la seguridad ciudadana; ahora buscan extender su dominio discursivo sobre la idea de la educación. Las inmensas dificultades para sostener el funcionamiento de los sistemas educativos en todo el mundo durante 2020 les dieron una oportunidad para reafirmar ese intento de apropiación.
Desde ya que no es un “problema argentino”, como pretenden hacernos creer estos voceros. Todos los países ensayan soluciones con marchas y contramarchas para hacer frente al desafío de mantener los sistemas educativos en medio de la pandemia. No todos parten de las mismas condiciones para hacerlo. Aquellos con mayor inversión estatal en educación, con sociedades económicamente más homogéneas, con más recursos tecnológicos, con más financiamiento, mejores edificios escolares y mejores salarios docentes están en mejor forma para afrontar los cambios. Los estados que vienen de desfinanciar el sistema educativo, reducir los presupuestos al punto extremo de no garantizar ni la vida de los trabajadores de la educación como ocurrió en la Provincia de Buenos Aires en agosto de 2018 con la muerte de Sandra Calamano y Rubén Rodríguez, parten de condiciones mucho más adversas. No es lo mismo diseñar estrategias de burbujas en aulas con 40 alumnos que en aquellas que tienen 20 estudiantes, ni con profesores asignados a una o dos instituciones que con profesores-taxis que tienen cargos en cinco o seis escuelas. No es igual mantener las condiciones de seguridad e higiene en establecimientos hacinados, sin ventilación, sin personal auxiliar y, a veces, sin agua, que en ambientes espaciosos y acordes a la tarea educativa.
A partir de esta contextualización, podemos desenmarañar qué se discute en torno a la “vuelta a clases presenciales” en este comienzo de 2021. En primer lugar, es evidente que, a pesar del enorme esfuerzo realizado por docentes, estudiantes y familias, la presencialidad educativa es irremplazable. Aunque se garanticen los recursos tecnológicos y su financiamiento por parte del estado a cada docente y estudiante –que, por otra parte, así debe ser porque esa garantía es condición necesaria para el acceso al conocimiento más allá de la situación sanitaria-, esos recursos no sustituyen la escuela presencial. Ya sea en términos de igualación de las oportunidades de aprendizaje, como de ámbito privilegiado de socialización y, también claro, hay que asumirlo, como espacio físico donde millones y millones de niños, niñas y adolescentes pasan largas horas de cada jornada al cuidado de adultos mientras sus familiares a cargo cumplen con sus obligaciones laborales o realizan otras actividades, nada puede sustituirla. Desde el ordenamiento de la rutina diaria hasta los aspectos psicosociales y emotivos se ven determinados por concurrir o no físicamente a la escuela. Pero estos problemas reales no se solucionan declamando contra los docentes y sus representantes gremiales como intentan inculcar en el sentido común los opinadores mediáticos que se embanderan en la consigna “abran las escuelas sí o sí”. A este discurso, que parte de necesidades reales de la comunidad educativa pero está vacío de propuestas concretas que promuevan un retorno seguro a la presencialidad, se sumaron exfuncionarios del “gobierno de los ricos para los ricos” con un entusiasmo que no demostraron en su gestión. En esos menesteres más bien tributaban a la campaña “cierren las escuelas”: desde las secundarias nocturnas porteñas hasta los profesorados jujeños pasando por las escuelas de isla del Delta bonaerense y el recorte brutal del presupuesto educativo. Por eso resulta paradójico ver a quienes trataron con desprecio los docentes y a la educación pública, convocando a marchas que mientras invocan a Sarmiento solo obedecen al más básico oportunismo electoral.
Sin embargo, mientras la superficie mediática se llena de titulares que venden la confrontación y el escándalo, por debajo, los sindicatos docentes, las familias y también las gestiones que eligen el dialogo y el trabajo por sobre el marketing construyen protocolos y condiciones que permitan retomar formas de presencia física en las escuelas. En ellos se combina la presencialidad con prácticas de educación a distancia. A la vez, se establecen cuáles son las condiciones edilicias apropiadas para cuidar la salud, con grupos reducidos de estudiantes, con más cargos docentes y no docentes, con nuevas formas de organización del proceso educativo. Probablemente ese trabajo subterráneo no sea zócalo de TV ni tapa de diarios. No obstante, requiere todo nuestro esfuerzo y dedicación.
Aún así, sería un error ingenuo pensar que las escuelas podrán funcionar igual que hasta 2019. Deberemos replantearnos la organización del trabajo escolar porque la normalidad anterior al COVID-19 no es posible ni deseable. Reconfigurar la institucionalidad educativa exige desde una mayor presencia del Estado Nacional, que todavía sufre las heridas de las reformas neoliberales de la dictadura cívico militar, los años ’90 y el macrismo, hasta la consolidación de instancias de participación docente en la gestión educativa. El desafío es rediseñar la estructura institucional para que no haya ni grupos de cuarenta estudiantes, ni escuelas mulitdinarias con miles de personas hacinadas. También hay que repensar el trabajo docente para que se contemple la tarea fuera de aula, se creen nuevos cargos necesarios para atender las nuevas necesidades educativas y no se recarguen laboralmente a los trabajadores de la educación asignando varios puestos de trabajo a una misma persona. Nada de esto puede hacerse sin modificar la escuela que teníamos.
La imaginación institucional y la voluntad política para implementar estos cambios son imprescindibles porque cuando baje la espuma del reality, cuando la derecha encuentre otros tópicos para atacar a la educación pública, cuando, dentro de unos años quizás, mude de convicciones y comience a denostar a la presencialidad para favorecer los negocios de la educación a distancia, nosotros, maestros y maestras, profesores y profesoras, seguiremos ahí, en cada escuela, junto a nuestros estudiantes y sus familias, peleando para que la educación siga siendo un derecho y no se convierta en mercancía como vienen intentado desde hace años las corporaciones empresariales y sus voceros, los que quieren petrificar la desigualdad social.