Despertó a eso de las cuatro de la madrugada, agitado por la pesadilla.

Quiso incorporarse en la cama pero una puntada en el pecho lo detuvo.

No había motivos, en la vida mesurada y planificada que había decidido luego de su internación en coronaria, para que algo lo alterase, pero la pesadilla, que de tan vivida aún perduraba en imágenes y en un sabor extraño en su boca, lo había descompensado en el extremo horror de soñar su propia muerte.

Respecto de las imágenes se defendió abriendo en todo momento los ojos, peleando contra los párpados que se le caían, y viendo aterrado que cada vez que volvía la pesadilla a su mirada las imágenes suyas ahogándose en un barco naufragado lo inundaban.

En cuanto al sabor, lo reconoció inmediatamente: el gusto barroso, refrescante y con un atisbo de camalotal era, sin duda, el sabor del Paraná.

Se levantó. No hizo ruido para no alarmar a su esposa y caminó en la oscuridad hasta el baño. Se sentó en el inodoro y esperó que las palpitaciones y la opresión en el pecho disminuyeran.

En tanto esperaba recordó que un tío abuelo suyo, tan distante como honesto y bromista en la leyenda familiar, había muerto repentinamente sentado en el baño. Eso no lo asustó, sino que le permitió pasar los minutos hasta que se levantó y salió hacia la cocina.

Allí bebió hasta saciarse en la canilla de la bacha, hizo buches y escupió, volvió a beber, refrescó su saliva y miró por medio minuto su cara, no ya de dormido sino de asaltado por las terribles escenas cosechadas en el edén onírico, un rostro que regresaba a la vigilia luego de haber atisbado el horror.

Recién allí recordó que del mismo modo que su tío, sentado en un sanitario, pero no en un hogar, rodeado del amor y la angustia familiar, sino en una prisión, entronizado en el asco, el desprecio y el odio por el pueblo que había gobernado, había muerto un feroz dictador.

Esas especulaciones e ideas lo alejaron por el resto del día de la pesadilla onírica. A la noche cenó con su mujer, hablaron de cuentas pendientes y estrenos cinematográficos. Un poco más tarde, la falta de respuestas de su mujer a sus caricias en las piernas y en las tetas de ella le hizo girar en la cama y dormir de cara al placard.

Despertó como la noche anterior en la misma pesadilla. Con la simpleza de ya conocer algo del escenario intentó salir a superficie de la bodega que se anegaba a toda velocidad.

Bártulos dispersos por todas partes, algunos gritos lejos de él, y la presunción de que se encontraba en un carguero fluvial de no mucha eslora ni manga. Algo parecido a un arenero pero con sus bodegas cerradas, no a cielo abierto.

La tercera noche que soñó con la embarcación volvió a despertarse agitado, pero no se incorporó. Se mantuvo en la posición en que estaba al momento de abrir los ojos. En la penumbra de su habitación, guiado por el faro de la luz encendida del aire acondicionado se aseguró de que la vigilia fuese segura, previsible, protectora, y cerró prontamente los ojos para regresar al carguero.

En esa ocasión el agua entraba por todas partes, como si se hubiese sumergido repentinamente en el cauce del Paraná, como un submarino con la escotilla abierta.

O peor aún, como un gruyere agujereado por todas partes, porque había más de una entrada de agua.

Se volvió a despertar cuando el agua le pasaba la cintura. No volvió a dormirse.

Lo habló con su analista, con sus dos mejores amigos en la cena de los jueves, con un compañero del banco. No le contó nada a su esposa, inseguro de cuál sería la reacción de ella, si preocupación o enojo.

No fue hasta la siguiente semana que la mujer se decidió y le preguntó acerca de su dormir. Te agitás, te movés, gritás, le informó ella. Me despertás y me quedo quieta porque me da miedo interrumpirte en plena pesadilla. Las dos últimas noches te vi levantarte, te viniste a la cocina y me dormí antes que volvieses a acostarte.

Entonces él le contó. Habló del hundimiento del carguero, de su dificultad para distinguir cuál era la carga, su ignorancia acerca de cuántos tripulantes había en el barco. Le mostró las partes de su cuerpo que deberían estar cubiertas de moretones por los golpes contra las paredes de la bodega y otros artefactos en el momento del vaivén del barco, justo antes de entrar el agua. Se sintió freak, extraño, agotado por la perpetua zozobra.

En el inicio bajaba la escalera de fierro desde la cubierta al vientre de la nave. Ya estaba en condiciones de ver a los otros tres que lo ayudaban a mejorar la estibación de los bultos, sacudidos y desparramados por una extraña fuerza. Algunas noches más tarde, planificando sus movimientos en la escena onírica con estrategias que maduraba durante la vigilia, antes de hundirse en la bodega echó un vistazo sobre el horizonte: claramente la costa que veía era la de las islas del Paraná. Calculaba que estaba en algún punto entre la boya 505 y Villa Constitución.

Cuando dos noches más tarde miró hacia la otra orilla, una brevísima panorámica, pues lo urgían los gritos de sus compañeros para bajar a ayudar en la estiba, no vio a Rosario. Algunas de las construcciones en la costa le recordaron a Arroyo Seco. Cada noche, fue situando mejor la posición del buque.

También fue más riguroso respecto de lo que acontecía. Estaban acomodando los bártulos cuando un barquinazo salvaje de la nave la ladeaba y escoraba peligrosamente a estribor para luego como una hamaca desenfrenada repetir la inclinación hacia babor. La intriga le duró durante todo el primer mes de los sueños, luego ya no tuvo dudas de lo que ocurría: el barco carguero daba una vuelta de campana.

Tenía miedo de dormirse. Habiendo reconstruido el hilo de la historia, habiendo escuchado a sus compañeros quejarse, habiendo visto el gesto despreocupado en el puente del oficial en el timón, no había modo de detener el destino del barco. Trataba de luchar contra lo inevitable de todos los modos posibles: viendo películas hasta pasada medianoche, con pastillas que lo hundieran en una noche sin sueños ni recuerdos al amanecer, durmiendo siestas a la salida del trabajo para mantenerse insomne en la madrugada.

Fue su jefa, la encargada de la oficina, la primera persona que sin haber escuchado la historia descubrió que algo le pasaba. A última hora de la jornada de trabajo le ordenó que se quedara que tenían que acomodar un presupuesto para el día siguiente. El no objetó nada. Esperó que todos se fueran y entró al despacho de Karina.

Le costaba desde ya la situación de rendir cuentas a una mujer doce años más joven que él. Su tan viril como estúpida autosuficiencia bombeaba resentimiento hacia la Jefatura de ella. La consideraba una decisión injusta, a la que atribuía un causal perverso y seductor del gerente.

Contra lo que él esperaba había una sonrisa en el rostro de Karina y preguntas amables acerca de él. Cómo se sentía, si le aburría mucho las presentaciones de los últimos presupuestos, como veía al país en general.

Ella no le hizo las preguntas previsibles, cuando se decidirían con Romina a tener un hijo, si había terminado de pagar el crédito hipotecario. Ni siquiera lo interrogó por lo usual, su salud luego del infarto del año anterior.

Finalmente Karina fue al hueso de su curiosidad. Le habló del evidente cansancio y angustia, le pidió que confiara en ella y no dudara en pedirle cualquier cosa que necesitase. Le agregó, algo perfectamente evitable, que a ella le hacía mucho mal verlo así, que a la noche se quedaba pensando que le pasaría, y absorta escuchaba roncar a su novio al lado suyo y no dejaba de pensar si algún error propio como Jefa lo había llenado a él de angustia.

Matías le contestó la verdad. Le contó con detalles el sueño que todas las noches desde hacía varias semanas lo perseguía. Ella lo escuchó, agregó sus opiniones e incluso le pidió que le mostrara los golpes en el brazo. Para sorpresa de Matías, Karina creyó ver claramente los moretones.

Él le pidió permiso y fue hasta el baño, se sacó completamente la camisa y miró su cuerpo. Ahí estaban, indudables, los golpes. Llamó con un grito a Karina y se los mostró. Ella los tocó suavemente, le dijo: son recientes. Después un silencio muy profundo, tan convocante como la sima del río para naufragar, se instaló entre ellos. Hubiese bastado que alguno de los dos tocase la piel del otro para que el zafarrancho de combate los envolviese en el riesgo del deseo.

Pero ninguno de los dos se animó a quebrar el aire hasta la piel del otro. Karina hizo una broma acerca de lo que pensaría cualquiera que regresase a la oficina y los encontrase, él con el torso desnudo, en el baño.

Se despidieron con un beso furtivo y suave, que a Matías le supo a la misma fragancia que el río marrón macerado por las violetas de los camalotes le brindaba cada noche en su soñar.

Al siguiente miércoles Matías comprendió que no podía seguir soñando el naufragio. Ahora ya no se despertaba sino con el agua al cuello, y en pocos días más soñaría su muerte. Estaba convencido que cuando llegase a ese punto no volvería a despertar.

El jueves se aferró a un salvavidas que flotaba en la bodega. Sabía que la hélice estaba al aire, el barco dado vuelta y la proa clavada en el fondo del canal. Quedaba muy poco aire y dos de los otros marineros ya flotaban muertos en el interior de la nave. Al tomar el salvavidas leyó escrito sobre él el nombre de la embarcación.

Curiyú.

Cuando llegó al trabajo entró al despacho de Karina. Le contó el último sueño y le habló de su miedo. Le dijo que Romina veía la solución en un psiquiatra y que él la veía en descubrir qué había de cierto en su sueño. Impensadamente, Karina lo abrazó y le dijo que se tomara los días que quisiese, que no se preocupara por el trabajo, que tenía que resolver ese problema. Yo voy a hacer tu trabajo, le dijo, Matías, vos hacé eso, que es más importante.

Matías besó la mejilla de Karina sabedor que se había instaurado una deuda ente él y ella, deuda que le regocijaba se hubiese instalado. Dejó la oficina y dedicó el resto del día a ubicar el Curiyú.

No le resultó fácil. No encontró una sola referencia en internet. Pasó el día revisando diarios en la hemeroteca. Desesperado fue a Prefectura. En la guardia le dijeron que tenía que volver al día siguiente, pero que sería muy difícil ubicar un hundimiento sin ninguna fecha aproximada. Que podía intentar en la Unión de armadores de barcos, pero que eso demoraría bastante tiempo.

Matías estaba convencido que esa noche soñaría por última vez. Tenía la sensación, como un sabor en la boca, que moriría en el sueño sin llegar a saber la causa de la vuelta de campana del Curiyú. Cerca de las ocho de la noche, tomaba un café en un bar, sin ganas de volver a su casa, tener una última cena con Romina y acostarse a esperar el naufragio. Recordó que en la agenda tenía el teléfono de un cliente del banco que había sido capitán fluvial durante más de treinta años.

Dudó en llamarlo. Al hombre le habían rechazado la solicitud de un préstamo. Matías recordaba que Karina quería dárselo pero que el Director no confió en la solvencia del hombre. La razón de la solicitud era un emprendimiento, un apiario que el hombre quería instalar en la zona de isla como una ayuda al ingreso de su jubilación.

Pero Matías sentía que era esa noche o nunca. Dispuesto a soportar los reproches o el desprecio lo llamó.

Don Jorge no pareció muy conforme con atenderlo, pero tampoco Matías lo escuchó sorprendido por la hora. Véngase a mi casa, le dijo el hombre cuando escuchó el pedido de Matías, como si no lo sorprendiera la bizarría del motivo, si no va a poder dormir pensando en un buque que se hundió, véngase.

A los veinte minutos Matías golpeó la puerta en el barrio Saladillo. El olor de la desembocadura del arroyo lo retrotraía a su sueño. Don Jorge abrió la puerta, lo miró con más fastidio que sorpresa y, aunque no habló del tema, flotaba en el aire el resentimiento por la negativa bancaria de unos meses atrás.

Quiso comenzar disculpándose por aquello, explicando que no era una decisión que dependiera de él, pero un gesto pequeño de la mano de Jorge lo hizo callar. Entonces, Matías contó.

Don Jorge no lo interrumpió, Cuando acabó la historia el hombre tomó una ginebra que se había servido sin convidar a Matías y habló. Primero le explicó que había escuchado varias veces la historia de personas que de la nada comenzaban a soñar todas las noches con un naufragio hasta que una madrugada morían de un infarto y el certificado de defunción con incierta veracidad hablaba de muerte natural por paro cardiorrespiratorio.

Luego entró en tema. No creo que encuentre nada de ese barco pibe, porque ya nadie se acuerda. Se hundió por la zona de Pueblo Esther. Fue más o menos en los años 70. Creo que era presidente la señora de Perón, la Isabel. Se hundió en pleno día, ni oleaje había. Quedó con la hélice para arriba, como usted lo soñó. Murieron todos los de la tripulación, no eran muchos, cinco o seis. Me acuerdo perfectamente porque uno de los finados era una paisano mío de Goya.

Los del seguro dijeron que había estado mal estibada la carga, y que por eso dio una vuelta de campana, los de la empresa hablaron de una ola que los agarró mal, de través, pero aunque fuera chico, era un barco, no lo iba a hundir la ola de un carguero.

Don Jorge se quedó callado, Se sirvió otro poco de ginebra y pasó tres minutos sin hablar. Fue entonces que Matías le dijo que estaba convencido que si seguía soñando cada noche iba a terminar muriendo en el sueño, y que entonces también se iba a morir en la realidad. Le dijo, casi llorando, que se iba a morir sin saber qué había hundido al Curiyú, su barco.

Sí, dijo Don Jorge, es así. Los pobres cristianos que se mueren mientras duermen. Dios sabe en qué lugar estaban mientras soñaban, porque vea señor Matías, el mundo de los sueños es tan de verdad como este, aunque usted no lo pueda creer.

Matías le respondió que sí, que en esas últimas semanas lo había aprendido mejor que nadie. Le agradeció y se disculpó por haberlo molestado. No llegó a levantarse de la silla cuando Don Jorge le preguntó si no quería escuchar una cosa más. Matías dijo que sí, se inclinó hacia adelante en un gesto de total atención.

El viejo Ruiz tenía rancho en esa zona, contó Don Jorge. Para ese tiempo tenía más de ochenta años, siempre en la isla. En esos días había levantado todos los tejidos, ni un espinel tiraba, porque el río estaba muy alborotado. Decía Don Ruiz que los yaguarones estaban como locos, meta hacer cuevas en el canal, meta morder las barranquitas de las islas. Hay veces que se ponen así. Algunos dicen que no son dañinos, pero si uno se cae al agua y después aparece río abajo con el cuerpo abierto no es por la pudrición, como dicen los de Prefectura, sino porque los yaguarones se comen los pulmones, nada más que los pulmones. Por eso tanta gente que es muy nadadora aparece así, con todo el cuerpo como desarmándose. Pero otra gente dice que no es dañino, que lo único que hace son las cuevas, y que no ataca, que a veces da vuelta las canoas de puro bruto nomás o por la mar de fondo que levanta cuando anda cueveando.

Yo nunca los vi, aclaró Don Jorge, pero sí veo las olas y los derrumbes cuando andan haciendo los hoyos. Don Ruiz sí, él los tenía vistos. Un par de meses después que se diera vuelta el Curiyú lo fui a visitar a Don Ruiz. El viejo estaba solo en su rancho y cada tanto pasaba con mi canoa para ver si andaba sano. Estaba desmejorado, como impresionado. Don Ruiz me contó que el día que se hundió el Curiyú escuchó un estruendo, como un trueno, como un ruido como cuando se cae un pedazo de barranca o algo así, que se asomó al río y alcanzó a ver al barco que hacía la vuelta de campana. No había viento ni nada extraño, no había corderitos ni sudestada, pero lo mismo el agua estaba como inquieta. Y el viejo vio, pegado al casco, entre remolinos, la cabeza de perro del yaguarón. Fueron los yaguarones, me dijo Don Ruiz, y no puedo dejar de pensar en esos pobres tipos, encerrados ahí sin ninguna defensa, como carnadas para el yaguarón, dijo Don Ruiz, concluyó Don Jorge.

Matías le preguntó qué tenía que hacer. Don Jorge se encogió de hombros y le respondió. Vaya a saber, por qué sueña eso, no sé. Ahora que sabe puede estar más atento y tratar de escaparse, pero no sé si podrá. Pero de todas maneras algún día va a tener que dormir.

Era casi medianoche cuando Matías llegó a su casa. Romina lo saludó con un gesto enancado entre el enojo y la preocupación. Matías le dijo que había ido a hablar con un cliente del banco, que no iba a cenar, y que iba a acostarse en el living para que ella durmiera tranquila. Romina le dio un beso en la mejilla y fue a acostarse.

Ya acostado en el futón, Matías le mandó un mensaje a Karina, le agradeció su preocupación y le comentó que al día siguiente iba a ir a trabajar. Buscó imágenes del animal de leyenda en internet: no le pareció ni temible ni probable. Apagó el teléfono. Se quedó en plena oscuridad a la espera de dormir. Estaba tranquilo, como si no importase el desenlace del próximo sueño. Ya conocía el rostro del monstruo con el que tenía que lidiar.

Publicado en el libro Tan lejos, diez naufragios (Editorial Casagrande, 2020)