Me quedé con muchas ganas de ir al velorio del tío Juan. Si no fui es por esos códigos exageradamente rígidos que siempre tuvo la familia. El tío fue claro, cuando gritando dijo que no quería verme nunca más en la vida, ni tampoco de muerto. Eso pasó un fin de año. En el setenta y uno. La noche fatal que le cambió para siempre la vida al pobre tío. Unos días antes Central le había ganado la semifinal a Ñuls en cancha de River, con la famosa palomita de Aldo Pedro Poy.

Al tío Juan lo adoraba por varias razones. La más importante era porque hasta que pudo caminar sin problemas, nos llevaba a la cancha con mi primo Juancito. Para que haya otra generación de Di Pascuale bien canayas, decía orgulloso el tío.

No alcancé a explicárselo, pero lo único que quise hacer ese fin de año es dejarlo bien parado, después de lo que le había hecho el Gallego Álvarez unos días atrás.

El Gallego era un vecino de mi tío, fanático de Ñuls. Cuando se jugaban los clásicos cada vez que hacía un gol Ñuls, levantaba el volumen de la radio al mango y golpeaba una lata diez minutos seguidos. Además, el Gallego se había comprado un loro y le enseñó a putear contra Central. La mañana previa a esa semifinal en cuestión el tío había comprado unos cohetes para tirar en el caso de que Central ganara. Poca cosa. Unos rompe portones, varios petardos y algunas cañitas voladoras. Nos prometió que si Central ganaba todo el barrio se iba a enterar de que los Di Pascuale estaban de fiesta. Creo haberle visto poner cara de picardía, cuando le pregunté si era posible que el loro se muriera del susto por los cohetes. Ganó Central con aquella palomita de Poy. Apenas terminó el partido, cuando el tío buscaba los fósforos en la cocina, empezó a escucharse una sirena como la que usan los bomberos, que el Gallego vaya a saber de dónde había sacado. Cuando llegamos a la vereda a tirar los cohetes nos tuvimos que meter adentro porque el ruido de la sirena taladraba los oídos. Parecía que una autobomba estuviera avanzando hacia nosotros a punto de atropellarnos. Fuimos a tirar los cohetes al fondo del lote, pero las detonaciones dieron lástima, comparadas con el espamento que seguía metiendo la sirena del Gallego.

A los pocos días llegaban las fiestas y ahí tramé la venganza. Con mi primo éramos compinches y nos gustaba hacer alguna que otra travesura, pavaditas sin maldad. Uno de nuestros lugares preferidos era un galponcito que había en la casa del tío. No era grande, pero estaba lleno de cosas raras, y siempre aparecía algo desconocido para que sigamos inventando. Nunca se lo pude explicar al tío, pero yo no era ningún delincuente como me gritó esa noche, yo era un inventor. Lo que ocurre es que los inventos no siempre funcionan. Como todo inmigrante mi tío tenía una parra y se hacía su propio vino, que guardaba dentro de un tonel de madera. Era hermoso mear adentro del tonel, no tanto por el hecho de hacer figuras con el chorro, sino por escuchar las conjeturas de los mayores cuando probaban el vino. “Muy bueno Juan, pero no le debieras haber agregado uva chinche”. Yo le dije a Juancito que no sintiéramos culpa, porque cuando meábamos en el tonel era a la siesta, y no sé adónde escuché que el pis que se hace en el día es una bebida inofensiva. Otra cosa es el primero de la mañana, ese viene cargado con impurezas, y jamás mezclamos ese con el vino.

En el galponcito, escondida en un armario, había una piedra rara. El tío nos contó una vez que fue de un paisano, que le devolvió un favor regalándole esa piedra. Parece que era algo muy simbólico para él. Por lo que pude entender su amigo la trajo desde Italia, como recuerdo de una trinchera en la que estuvo varios meses, en una guerra. Siempre me interesó saber más acerca de esa piedra. En realidad era una piedra como cualquiera amarillenta, rugosa y llena de poros, sin forma. Parecida a algunas que hay en los arroyos de Córdoba. Yo la sabía usar para aplastar sapos, antes de meterlos en las damajuanas de aceitunas, que el tío dejaba estacionando. Un día que el tío nos vio en el galponcito, nos recomendó no prender fuego cerca de la piedra. También dijo una palabra rara. Yo era chico y no entendí bien lo que quiso decirnos. No sabía el significado de todas las palabras y no quise molestarlo con preguntas tontas. A esa edad uno no tiene por qué saber de todo, además esa palabra, trotyl, francamente, no era muy escuchada.

Aquella noche de fin de año había planeado todo en detalle. Como era costumbre comeríamos en una mesa larga, debajo de la parra. Los grandes hablarían gritando, todos a la vez y los chicos correríamos por el patio oscuro, tratando de asustar a los más miedosos. Cuando el reloj diera las doce, entre medio de los saludos y abrazos, donde no faltaría alguna lágrima, con Juancito prenderíamos unos petardos pedorros, sin nada de emoción. A los más chicos para que no estorben en nuestro proyecto les conseguiría alguna estrellita que los mantenga entretenidos. El Gallego Álvarez a esa altura llevaría unos minutos pensándose ganador con la sirena enchufada, sobresaliendo su sonido en toda la cuadra. Orgulloso de seguir opacando el ánimo festivo del pobre tío Juan. Y como si fuera poco, por sobre el tapial se escucharía la voz gangosa de ese pajarraco insultando a central. Esta vez el Gallego Álvarez no sabía el as en la manga que se guardaban los Di Pascuale.

Ese fin de año fue un día caluroso. Recuerdo a las mujeres preparando salsa, traspiradas, dándose viento con un abanico y al tío contándole a todos que se había levantado a las cuatro de la mañana para asar el lechón.

En el patio de al lado se escuchaba el bullicio de los Álvarez. Y cada tanto, el loro decir alguna barbaridad contra Central. El tío Juan hacía como que no escuchaba.

Después de comer los ravioles, le pedí permiso al tío para prender el brasero con pan duro, con el fin de alejar los mosquitos. El tío esa noche decía que sí a todo. Con mi viejo y otro tío no paraban de darle al vino patero. Tenía los cachetes colorados y se reía de cualquier cosa. El brasero estaba a medio metro del tapial, de modo que si todo salía bien esa noche, además de sorprenderlo al Gallego, iba a ser la última vez que el loro abriera la boca. Un rato antes de la medianoche, mientras los mayores no se ponían de acuerdo si para las doce faltaban tres o cinco minutos, me aseguré que el brasero estuviera bien prendido y que nadie hubiera sacado la piedra amarillenta escondida en una maceta. Apenas se hicieron las doce comenzaron a escucharse algunos cohetes. Sobre el pucho un ruido estridente. Era la sirena del Gallego penetrando sin piedad en los oídos. Los perros del barrio aullaban desesperados. Esperé un momento breve, fui hasta la maceta y puse la piedra en el brasero. Lo demás fue tan rápido que solo recuerdo imágenes desordenadas. La primera fue ver como la antena de televisión, un triángulo de hierros en zig-zag, se despegó de la pared y buscó el cielo, comparable a la vez que el Apolo XI partió hacia la luna. Se escuchó un estruendo, después un sacudón como si el piso de golpe se estuviera moviendo, ruidos de vidrios rotos, una polvareda provocada por paredes que se caían y alguna chapa del techo volando por el aire. La familia estaba casi toda en la vereda, entretenida en observar los fuegos artificiales y saludando vecinos, menos tío Juan al que la explosión lo agarró meando detrás de una planta de naranjas, cerca del brasero. Pude verlo tomar altura, aun intentando cerrarse la bragueta, con el pelo prendido fuego y el resto del cuerpo chamuscado. Volaba como un cohete, pobre tío, para terminar enredándose en lo más alto del pino, mientras uno de sus zapatos –después supimos que era el pie entero– pasando sobre el tapial, iba a parar a la huerta de los Álvarez.

Desde lo alto del pino fue que el tío me gritó esa noche, que no quería verme nunca más en la vida. En medio de sus quejas, desde la copa de un árbol que había en casa de los Álvarez, se escuchó al loro echarle una puteada a Central.

¡Pobre tío! Ahora que pasó el tiempo y no está entre nosotros, ya perdoné la exagerada magnitud que le dio al episodio y todas las cosas feas que me dijo. No guardo ningún rencor hacia él y pese a que me hubiera gustado estar en su velorio, como aclaré antes, me quedé con las ganas.